El misterio de Sant Mena

3 de noviembre de 1985

Empezaron por recuperar los sábados tarde y acabaron por ponerle a trabajar en el turno de los domingos por la noche. En cuestión de tres o cuatro años, le habían quitado los fines de semana junto a su familia (en aquellas fechas, mujer y dos hijos) y no le habían subido apenas el sueldo (luego, era más pobre ante el aumento continuado del coste de la vida). Expusieron razonadamente que las carreteras no cerraban nunca al tráfico y que, mientras pasaran coches por allí, cualquiera podía pararse a repostar. Incluso un domingo por la noche. Pero ellos no sabían que nadie quería apearse en Sant Mena últimamente.

Las vistas desde la gasolinera le impelían a fumarse un cigarro detrás de otro. Se distraía tirando las colillas encendidas sobre las manchas de aceite. Si veía un charquito oscuro en el asfalto, también probaba fortuna, pero, las veces que acertaba a meter la colilla en el agujero, la lumbre se ahogaba al instante, sin atisbo de llama. Miró el reloj. Las once y siete minutos. Hacía más de una hora que no hablaba con nadie. En Kastol, tenían un turno nuevo que empezaba a las diez de la noche del domingo y acababa a las seis de la mañana del lunes. L'Anton pensó que era una forma distinta de joderte el fin de semana: ¿a qué hora tenías que acostarte el sábado anterior para no agonizar a las tres de la madrugada del lunes siguiente? Él cerraba a las doce, en cincuenta y tres minutos. Puede que las carreteras siguiesen abiertas, pero él no esperaba recibir a nadie más por allí aquella noche.

El pueblo cerraba mucho antes que él. En cuanto se hacía oscuro, antes de que la niebla se apareciera en las farolas, las calles se quedaban desiertas y las persianas, bajadas. Tres días de noviembre habían bastado para meterles el frío en el cuerpo a los habitantes de Sant Mena. Cerca de las nueve de la noche de aquel primer domingo de mes, se habían recogido en sus casas con la pena de los lunes a cuestas. L'Anton no. Gracias al turno del sábado tarde, hacía unos años que no distinguía entre los días laborables y el fin de semana. Sucedía, sin embargo, que, pasadas las diez de la noche, tenía las manos heladas como todo hijo de vecino. Y lo peor llegaría en unas semanas, con el invierno.

Estaba solo. El panorama del polígono industrial era desolador. Pensó en ponerse la radio por no acabarse el paquete de tabaco antes de tiempo. Aún le quedaban tres cuartos de hora para plegar. Ni un triste gato por la calle. La luz de las cuatro farolas que alcanzaba a contar desde la gasolinera agigantaba, por contraste, la negrura del cielo sobre su cabeza. Ni una puñetera estrella en el puto firmamento. Ratos como aquel le quitaban las ganas de todo. Solía pensar en coger cuatro cosas de casa y largarse a otra parte, sin la mujer ni los hijos. Soñaba con otra vida en otro pueblo. Todo tendría otro aire y sería, por fuerza, muy distinto a sus días en Sant Mena. Puede que tuviera los fines de semana libres. Puede que echase en falta la pena de los lunes, depués de todo.

Apuró otro cigarrillo y miró en el interior de la cajetilla. Todavía le quedaban cuatro más y más de cuarenta minutos a la intemperie. Las once y diez y ocho minutos según su reloj de pulsera y l'Anton no lograba apartar de su cabeza las mañanas legañosas que lo dejaban tirado en la cama como una colilla en el asfalto. No podía engañarse. No echaba de menos la pena de los lunes. Añoraba mucho más sus años de juventud, y no porque se sintiera mayor, que justo contaba treinta y dos años en la vida, sino por la ilusión que sentía entonces por casi cualquier cosa. Si no se la habían birlado como los fines de semana, la había perdido por el camino, por su culpa (la suya y la de nadie más). Aunque no era muy amigo de recordar, no podía olvidar que antes solía tener ganas de volver a casa, con su mujer. La Pili, a su manera, había sido siempre una mujer muy cariñosa y él antes estaba como loco por llegar a casa para llevársela a la cama, pero, bien pensado, aquella misma ilusión que le había empujado a saltar los escalones de tres en tres, le había invitado a entrar en la trampa del sistema por su propio pie. L'Anton no quiso nunca llamarlo hipoteca. Él prefirió hablar siempre de fin del mundo cuando los papeles, los muy hijos de puta, hablaban del holocausto nuclear que acabaría con la vida en el planeta.

Un coche subía desde el cementerio hacia el pueblo. A las once y veintitrés minutos, el gasolinero Anton M. tenía asumido que sólo necesitaba un buen motivo para dejarlo todo atrás. Si las ojivas nucleares estaban por abandonar sus silos en cualquier momento, él no seguiría a cabezazos con su propia pared. Pisó la colilla con desdén apocalíptico y se puso en pie. El vehículo, un seat ritmo color ceniza, había encendido el intermitente de la derecha. El gasolinero tendría, después de todo, un último cliente aquella noche. El coche entró en la gasolinera muy despacito y paró junto al surtidor donde él estaba esperando. Malo. L'Anton reconoció al conductor al momento. Era l'Alex T., un mal bicho. El tipo se bajó del coche, dio un portazo de mala gana y preguntó, sin más:

—Y'l meadero, jefe?

—Está cerrado.

—Venga, va, no me jodas…! Ponte dos talegos, anda.

—Hecho.

Después se dirigió a un lado de la gasolinera, se bajó la bragueta y meó en unos hierbajos que salían de un roto de la acera. L'Alex T., visto de espaldas, era un individuo bastante grande y corpulento. Tenía un tronco tan ancho y robusto que se le veía la cabeza muy pequeñita. Parecía pelada a mordiscos. El tipo solía andar con una cazadora de cuero negro, muy gastada, pantalones vaqueros y camperas. Aquella noche vestía, además, una camiseta de Venom (Black Metal, 1982). L'Anton hizo por volverse a lo suyo, pero no tenía las llaves para abrir el depósito del coche, así que miró por mirar dentro del seat ritmo color ceniza. Entonces sorprendió la carita preciosa de la Rosa S. detrás del cristal del acompañante. Ella apenas le sonrió, como si él no mereciera la pena como hombre, y él le pidió las llaves «por favor» sobre la pena de no importarle nada a Rosa S. La joven las quitó del contacto sin dilación y, mientras bajaba el cristal de la ventanilla para dárselas, l'Anton reparó en la sombra sutil que se derramaba por debajo de sus ojos. Si no había llorado hacía un rato, estaba por llorarlo todo de un momento a otro.

—Tuyas.

—Gracias.

El individuo que no le merecía la pena como hombre a Rosa S. se quedó un segundo prendado del embrujo de su mirada (como tantos otros antes). Si aquella mujer lo hubiese querido, se habrían largado los dos juntos de allí aquella misma noche. L'Anton, después de callárselo todo, siguió a lo suyo. Retiró la tapa del depósito y puso poco más de treinta y un litros de gasolina en el coche de l'Alex T. El mal bicho, entre tanto, había vuelto de mear con ganas de gresca:

—Qué se debe?

—Dos mil pesetas.

Se buscó en los bolsillos del pantalón para nada.

—Ni media, jefe.

—Ya.

—Nena, tú llevas algo?

Rosa S., luego de rebuscar en el bolso, juntó setecientas veinticinco pesetas. L'Anton, a su lado, no perdió la ocasión de mirarla de cerca. Aunque la había visto otras veces por el pueblo, nunca se había fijado (como entonces) en aquella pobre desgraciada. Solía deambular medio borracha por la calle, del brazo de tipejos como aquel Alex T., dando voces en mitad de la noche. Se la había encontrado alguna vez soltándole improperios a la nada, como si algo muy sucio la revolviera por dentro. Puede que ella no lo recordase, pero el gasolinero Anton M., en cierta madrugada, la había visto de cuclillas detrás de un contenedor de la basura, con las bragas por los tobillos: «Y tú qué miras, baboso?!».

—Faltarían mil doscientas setenta y cinco pesetas.

—Espera, que miro…

Y la joven miró en el cenicero y en la guantera del coche.

—Nena, no me jodas…

L'Anton no lo había olvidado. El pelo del coño. Los muslos desnudos. Las piernas abiertas. La orina caliente derramándose en la acera. Sentada a su lado, sin embargo, le pareció una de aquella mujeres que no encuentran quien las quiera (bien) y acaban juntándose con energúmenos que no pueden quererlas como ellas quieren que las quieran. A aquel Alex T., además, tampoco le daba la gana de más:

—Paga de una puta vez.

Rosa S. buscó debajo del asiento y de la alfombrilla y resopló, agobiada.

—Que nada.

—Cómo que nada?

—Como que nada.

Anton M., que hacía por mantenerse al margen de la discusión, topó sin quererlo con la mirada fiera de Alex T. al otro lado del vehículo. El tipo lo estaba midiendo desde su hombría de macho corpulento. Le escrutaba con ojillos de víbora sedienta. Fijo que llevaba navaja. El gasolinero bajó la mirada. Sólo necesitaba cobrar. Rosa S. le pidió «por favor» que les perdonase la pasta que le debían. No dijo nada. Simplemente movió los labios, «por-fa-vor», y le puso carita de pena, pero eran mil doscientas setenta y cinco pesetas que acabaría poniendo él de su bolsillo si aquel par no pagaba. Aunque el hombre quiso ver algo más que la petición de un favorcito en la súplica de la joven, acabó repitiendo:

—Faltarían mil doscientas setenta y cinco pesetas, señorita.

—Yo…

—Joder… Que no t'enteras o qué? Que no ves que no?

L'Anton miró al bicho malo a la cara y le dijo:

—Yo les he puesto la gasolina que me han pedido, señor.

—Pues ahora la sacas.

—No puedo.

—Entonces, qué?

L'Anton midió su respuesta. Tenía que cobrar, pero no podían (o no querían) pagarle y al mal bicho de l'Alex le faltaba nada y menos para echar mano de la navaja. Porque fijo que llevaba una en el bolsillo de atrás. «Pagarme» era todo lo que se le ocurría decírles, pero no lo decía porque algo le decía que no era buena idea decirlo. Pensó en poner las mil doscientas setenta y cinco pesetas de su bolsillo y llamar luego a los municipales, para denunciarlos por gentuza, pero él tenía que volver a la gasolinera mañana y pasado mañana y, en cada ocasión, volvería a quedarse solo en mitad de la noche. Lo primero, y lo más importante, era salvar aquella situación como fuera. Entonces, Rosa S. propuso lo que él venía pensando:

—Se lo damos mañana, vale?

Vale. L'Anton miró a la joven y vio en la mujer lo mismo que muchos otros hombres: un rostro bonito y delicado y dos buenas tetas que, según la tez rosada de sus mejillas, debían de ser blancas y suaves. Ella, de algún modo, le estaba suplicando otra vez. L'Anton dijo «está bien» y apartó la mirada del escote de la joven. Si ella lo hubiese querido… L'Alex T. se puso al volante del seat ritmo color ceniza sin mediar palabra, arrancó el motor y se llevó a Rosa S. de su lado. Entonces fue cuando l'Anton M. sintió verdadera lástima por aquella desgraciada.