El misterio de Sant Mena

5 de enero de 1986

Tarde

El Rafa le pilló un cigarrito a l'Anton, «je», y le dijo que no, que él no conocía de nada a aquella pobre pava. Después (después de pensarlo y de decirlo) se quedó muy callado, como pensativo. Ponía los ojos en cualquier parte y trataba de acordarse de la vida de la pobre Lola. No era difícil imaginarse la vida de una chavala cualquiera de su pueblo, Sant Mena. Según decían, sólo tenía cuatro años más que él. El Rafa pensó que incluso podían haber sido colegas, los dos. Si se hubiesen conocido, seguro que podrían haber hablado de sus cosas (al fin y al cabo, eran las mismas para todos ellos: el mismo costo, la misma gente, las mismas cintas casete). «Qué pena, tío, que nadie se muera tan joven». L'Anton, con el paquete en la mano, le ofreció un cigarrito a la Alba por no dejarla al margen de la conversación. El Rafa, al verlo, volvió en sí.

—No, si ella no fuma como nosotros.

—Mejor, no?

—Sí, sí.

—Sí.

—Lo malo d'esto es empezar, que luego no lo dejas.

—No puedes.

—No.

—Así que no'mpieces nunca, eh?

Y se encendió el cigarrillo y le robó una calada que le supo a gloria del cielo.

—Creo que se llamaba Lola, no?

—Dolores, burro.

—Eso.

—Loli. Sus colegas la llamaban Loli.

L'Anton («si yo se lo digo, ésa te come la polla aquí mismo») sí que la había llegado a conocer. El cabrón del gasolinero conocía a mucha gente del pueblo. El Rafa no le supo el pensamiento (por su mirada de chaval de quince años, no cabía que un hombre de treinta ó cuarenta como aquel se desviviese por que una tía de diez y nueve años le chupase la polla). Creyó que estaba callado porque tenía que estar espantado (terriblemente, como la Alba y él) por lo que le habían hecho a la pobre chavala.

—Es que no's normal, tío.

—Qué va.

—Ya.

Pero, a l'Anton, no le gustaba poner muertos sobre la mesa (y menos con dos chavalitos de cuerpo presente). Se tomó otra calada de humo tabaco y miró al pequeño, al Edu, correteando por la gasolinera, a su bola. Aunque sentía que la alegría del crío debería restarle preocupaciones de una forma natural, veía el asfalto cuarteado y viejo y veía las manchas de aceite y gasóleo y pensaba en las hierbas resecas que salían de los rotos de la acera, sin piedad. Su espacio de juego era un páramo miserable. Su hogar (el de todos ellos) era un erial desnaturalizado y monstruoso al servicio del progreso.

—Y vais a ver los reyes o no?

—Sí.

—Sí, sí. El Edu'stá como loco con los caramelos de la cabalgata, eh?

—Sí.

—A qué hora'mpieza?

—No sé.

—Creo que a las cinco y media, no?

—Sí. Creo que sí.

—Ya.

L'Anton sonrió. Él no podía llevar a sus hijos a la cabalgata de los reyes magos porque tenía que trabajar como cada día, pero luego, pasada la medianoche, esperaba encontrar unos vasos de leche con un plato de galletas en el recibidor de casa. Su madre les había comprado unos juguetes que no eran ni un balón de fútbol, ni una peonza, ni una bicicleta. L'Anton no era capaz de recordar sus nombres, medio ingleses, medio extranjeros. Apenas lograba retener en la memoria para qué servían exactamente (debían ser muñecos de plástico o trastos que los niños habían visto en la televisión), pero, viendo el panorama que todos ellos tenían por delante, poco le importaba. Entonces, como no daba con el momento de preguntarle al Rafa, a solas, le preguntó a la Alba directamente.

—Y qué? Desde cuándo sois amigos, tú y éste?

—Ui…

La chavala se puso nerviosa y no supo qué decir. El Rafa salió al paso.

—Somos colegas del insti.

—Sí?

—Sí, tío.

—No sé, Rafa. No me habías hablado nunca de ella, no?

—Como que no, tío?

—A mí me suena una tal… Cómo era?

—Pero qué dices, pavo?!

—No era Rebeca, la que te molaba?

Y l'Anton señaló (con ambas manos) que la Rebeca tenía las tetas grandísimas.

—Pero… Pero qué'stás hablando, chaval?

—No?

L'Anton no podía no sonreír como un niño chico y travieso.

—Anda ya, que te calles…!

—No sé, macho. Si tú no t'acuerdas de lo que vas contando por ahí…

—Pero qué dices?

El Rafa estaba rojo. Miraba a l'Anton y miraba a la Alba.

—Joder, Rafa…

La Alba, que lo vio venir antes que él, no se lo pudo callar.

—Ya te vale, tío. No m'habías dicho nunca nada de la Rebeca.

—Pero qué Rebeca?!

—La de primero.

El Rafa lo pensó (pensó en todas las tías que conocía con la peras gordas), pero, claro, no podía conocer a ninguna Rebeca de primero porque no la había (que ellos supieran). Estaba cada vez más colorado. A pesar de su chaquetilla de fardar en la moto, no cabía en sí (no sabía dónde meterse). La Alba, juntamente con el Anton, tuvieron que reírse, al final. El Rafa era un primo y un pringado (en el fondo, era muy buen chaval y aquello, precisamente, era lo que más le gustaba a la Alba en el mundo).

—Pero que's broma, tío, que no t'enteras de na.

—Eh?

—Qué burrito qu'eres…!

—Si es que'res un trozo de pan, tío.

—Eh?

—A mí, no me mires, chaval (lo hablas con ella).

—Pero qué cabrón!

—Qué?

—Qu'eres un vacilón, tío.

Y el Rafa sonreía, más aliviado, y la Alba le sonreía a él (mucho más contenta).

—Entonces, qué?

—Qué de qué?

—Cuándo os conocisteis, vosotros?

—Del insti, tío. Ya te digo.

—Y, viéndolo andar por el insti, vas y te montas en la moto con él?

—Pues sí.

La Alba no podía responder otra cosa porque era la pura verdá.

—Pero…

—Pero qué?

—Es formal o qué?

—El qué?

—Lo vuestro.

—Qué nuestro?

—No?

—No'mpieces otra vez, tío…!

—La Alba no dice que no, eh?

—Eh?

El Rafa miró a la Alba y la Alba no dijo nada (no había dicho nada, ni que sí ni que no). Si el Rafa estaba rojo, ella también un poco, «no me jodas». Pero lo cierto era que no eran novios, ni nada. Sólo quedaban como colegas algunas tardes y se daban una vuelta, por ahí, con la motillo. El Rafa, porque era la verdá, tenía que reconocer que había tenido ganas de darle un beso en la boca, una vez (y ella, aquella misma vez que habían paseado por las calles solitarias de Can Baixeres, seguro que también, que «eso se nota, tío»).

—Vale. Pues no digo nada, yo.

L'Anton se acabó el cigarro y lo tiró al suelo (lejos de cualquier fuente de incendio, muerte y destrucción). Miró la hora en su reloj de pulsera. Le gustaría estar con sus hijos. Eran las cinco y diez y nueve minutos del cinco de enero de 1986. Hacía tres días que habían encontrado el cadáver de una muchacha en la riera de su pueblo y los críos, en Sant Mena, estaban como locos por lanzarse a por los caramelos que los reyes magos les traían del lejano Oriente, a puñados.

—Son y veinte, Rafa.

—Ah, vale. Edu!

—Qué pasa, tete?

—Nos vamos.

—Ya?

—No querías ver a los reyes magos?

—Sí, sí.

—Va, vamos.

El Edu acudió a toda prisa junto a su hermano, la Alba y la moto.

—Jo, Rafa!

—Qué?

—Vamos los tres, otra vez?

—Claro, enano. Qué quieres, que la dejemos aquí, a la pobrecilla?

—Pues sí.

—Pero por qué?

—Porque no quepamos en la moto, los tres.

—Que sí, como antes.

—Que no, que'sta tía tiene el culo muy gordo…!

—Pero qué dices, anormal (te quieres callar la puta boca y subir, ya).

—Vaaale.

—Bueno, Anton…

Después de que el Edu tomara asiento en la motillo a la espalda de su hermano, la Alba se les puso detrás y se cogió de la cintura del Rafa como si fuera algo más que una simple amiga. Ninguno de los tres llevaba casco, ni lo echaba en falta, porque iban a la cabalgata de los reyes magos de Sant Mena, a menos de dos minutos de la gasolinera (si es que querían bajar hasta la plaza del ayuntamiento). L'Anton estaba a punto de quedarse solo otra vez.

—Bueno, chaval… Pues ya nos veremos, no?

—Vale. Esto…

—Qué?

—Que no te l'había dicho, pero que…

—Qué pasa, Rafa?

—Que paso mucho de los trapis, tío.

Un tío como él, que escuchaba punk rock por la cara, no necesitaba el cambio de año para cargarse de buenos propósitos. Le bastaba con acordarse de algunas cosas que había visto últimamente y de hacer caso, aunque fuese un poquillo, de las cosas que le iban diciendo. El Ramon estaba muerto. A aquella Lola, la pobrecilla, la habían matado y el Alex, quieras que no, no había sido nunca amigo suyo.

—Y eso?

—Que paso, tío. Que no quiero marrones.

—M'alegro, chaval.

—M'empiezo el martes, a currar.

—Ah, sí? Dónde?

—En la fonda, tío. Pondré…

Encendió el motor de la motillo y, viniéndose arriba, le dio gas, «reeem, reeem, reeem». Estaba contento, joder. Iban a ver los reyes magos con la Alba y su hermano, que era un enanillo que se flipaba un montón por cualquier cosa. Todo estaba de puta madre, que no?

—Pondré birras y eso, por las mañanas.

—Bien, no?

—Sí, tío.

—M'alegro mucho, Rafa. De verdá.

—Ya, tío. Y yo. Ya te contaré…

—Vale.

Vale. El Rafa (con la Alba y el Edu de paquetes) salió de la gasolinera y subió en dirección al pueblo, «reeem, reeem, reeem» (más abajo sólo había páramo, naves industriales y muertos del cementerio). L'Anton volvía a estar solo en la gasolinera, con sus pensamientos.

Más tarde

El cuerpo de la Loli (la fresca, la guarra, la puta) había aparecido mutilado en la riera del pueblo y, al parecer, le habían hecho cosas horribles (esuviera viva o muerta) como sacarle las tripas de dentro. Una pobre chavala lo había encontrado el jueves por la mañana, paseando al perro, y el Juan no había tenido los cojones de presentarse en el hospital, a preguntar por ella, tres días después. No quería volver a entrar en el depósito de cadáveres. No quería que nadie le abriese otra vez uno de aquellos cajones y le presentase en bandeja el cuerpo desnudo y sin vida de su prima Sandra. Al final, sólo llevaba un mes saliendo con la Loli y no se conocían tanto (apenas sabía cuatro cosas de su vida y, en cualquier caso, no le había hablado nunca de sus padres). Si se los encontrase cara a cara, no tendría nada que decirles. Más allá del pésame de rigor, no sabría por dónde empezar a hablar. «Hola, soy el Juan P., el panadero, y y-yo era su novio. ¿No les había dicho nada? Pues, su hija y yo, llevábamos más de un mes saliendo» (dicho en su cabeza, todo aquello sonaba demasiado ridículo). La Loli, al final, no se había largado con ningún otro a ninguna casa de Gallifa, Juanito. Los tonos de la línea telefónica eran impersonales de un modo espantoso, indecente. El Juan estaba sentado a oscuras en el sillón del salón. Miraba por la ventana y veía el cielo sucísimo de luz eléctrica, artificial. Alguien, al otro lado, descolgó el auricular.

—Hola?

—Hola, Rosa. Soy el Juan.

—Ei, Juan, qué pasa?

Nada (sólo que le habían dicho que le habían arrancado las entrañas de cuajo a su novia, la Loli, y no sabía ni dónde meterse ni qué hacer con su puta calavera mientras siguiera respirando).

—L-La Loli…

—Ya, tío. T'has enterado, no?

—Sí, sí, sí. M-Me lo han dicho en-n la pa-panadería.

—Yo'stoy que no me lo creo todavía, tío.

—Ya. Ni yo.

—Es c-como que no ha pasado, sabes?

—Ya.

—C-Como que no's posible que pasen cosas así, digo.

—Ya. Yo tampoco q-quiero… creerlo.

El Juan se escuchaba con aprensión. Por momentos, se le rompía la voz.

—Tú'stás bien?

—No.

—P-Perdona, tío. Perdona la pregunta, joder.

—No. N-No pasa nada.

—E-Estoy tonta. Quería decir…

—Qué?

—Quería decir si… Si puedo hacer algo por ti, tío, no sé, lo que sea, que me lo digas, eh? Que pa'eso'stamos los colegas, no?

—Sí.

—No se sabe nada, no?

—Eh?

—De lo c'ha pasao, digo.

—No sé. Yo… Yo sólo sé lo que van diciendo en la panadería…

—Y qué'stán diciendo?

—Que la'ncontraron en la riera, el jueves por la mañana, pero que llevaba varios días así, muerta (bueno, asesinada).

—Pero…

—Qué?

—No saben nada, no?

—No, no saben c'ha pasado, ni quién ha sido, ni nada.

—Joder. Qué chungo, tío.

—Sí.

—Pobre tía…

—Sí, pobrecilla.

—Y tú c'harás?

—No lo sé.

—No irás al entierro, no?

—No. No lo sé. Y tú?

—No (no creo). Eso's cosa de la familia, verdá?

—Sí.

—Qué pena, los padres.

—Sí. Q-Que le hagan algo así a-a tu hija… No sé, yo no sé lo c'haría… sabes?

—Llorar, tío. Qué vas a hacerle?

—Ya.

—La Loli s'iba con cualquiera, tío. Ya lo sabes, tú, joder. A ver… Que yo no digo que se l'haya buscado, ni nada, pero, c'al final, te buscas que te den un susto, no?

—Q-Qué?

—Bueno, joder… Ya m'entiendes, no?

—Sí (sí).

—Tío, que'so le puede pasar a cualquiera, al final (eso's lo malo, digo).

—Pero ella no tenía ninguna culpa.

—No, claro que no. Ni ella, ni ninguna otra. Sólo que pasan cosas así, por el mundo. Yo sólo digo que te puede tocar cualquier día. Si vas todo'l puto día sola por ahí, te puede tocar, no? Como que tienes más números, sabes?

—No (no sé).

—Mira, Juan, no m'hagas mucho caso, vale?

—Vale.

—E-Es que… Esto me tiene acojonada, vale? D-Desde que lo sé, que no salgo d'aquí, tío. Llevo todo'l puto día encerrada en mi cuarto. M-M'emparanoio un montón porque, lo mismo que le tocó a ella, me puede tocar mañana a mí, no?

—Bueno… No sé.

—Tú crees?

—Tú no vas sola por la calle.

—Ya.

—Por eso lo digo.

—Pero eso era antes, tío.

—Ah.

—Oye, mira, te tengo que dejar, que tengo c'hacer algunas cosillas, tío…

—Vale.

—Hablamos otro día?

—Vale.

—Mejor.

—Vale.

—Oye, Juan…

—Qué?

—Quieres que quedemos, tío?

—Tú y yo?

—Sí, joder.

—Sí (claro).

—Guapo. Pues…

—Sí?

—Tú llámame cuando quieras y ya vamos viendo, vale?

—Vale, Rosa.

—Un abrazo fuerte, tío.

—Otro para ti, Rosa.

—Vale, va.

Y colgó. Y el Juan regresó a la miseria de su sillón solitario, con todas las horas del reloj por delante. Pensó en pillar la botella de aguardiente para matarse el daño de dentro, pero la Loli, vasito a vasito, se la había acabado, la última vez, y no había comprado más.