El misterio de Sant Mena

8 de mayo de 1987

—Que no viene?

—No, déjalo.

—Vale.

Pero el Sergio L. no veía nada claro que el Sergio A. se quedase solo delante de la puerta del castillo de Sant Mena algunas tardes, después de la merienda y de jugar un rato. Vale que vivía cerca y eso, pero el Sergio L. tenía claro que él sólo se estaría en un sitio como aquel mientras hubiera algo de sol. Porque, a la que se pusiera oscuro, más valía que no se quedara nadie por allí (y él tenía sus razones para decirlo).

—Y por qué se queda ahí?

—No sé.

—No se queda siempre, no?

—No, no. Sólo algunas tardes.

—Cuándo?

—No sé.

—Pero es cada semana?

—Pues no sé.

Y es que el Enric B. no lo sabía porque no tenía ni idea y porque no se había fijado, la verdá, porque tampoco es que el cabrón del A. lo fuese contando por ahí, ni nada, pero lo cierto es que hacía ya muchos días que su amigo Sergio se quedaba solo delante de la puerta del castillo con su balón de cuero bajo el brazo, sin más.

—Y qué hace?

El Sergio L., en el fondo, quería impedir que nadie se quedase allí solo.

—No sé. Nada, no?

Y el Enric B. se volvió a mirar. El Sergio A. seguía sentado en el extremo del murete que subía hasta la verja de hierro del castillo, sin hacer nada de nada. El David B. y el Sergio L. también se pararon a mirar.

—Lo llamamos?

—Pa'qué?

—Para que venga, no?

—Si no quiere, no?

—No.

—Pero's que no se puede quedar, ahí.

—Ya.

—Y qué hacemos?

—Nada, dejarlo.

—Ya, pero's que…

—Que qué?

—C'ahí pasan cosas, tío.

—Qué cosas?

El Sergio L. se calló un momento la boca porque ver, lo que se dice ver, no había visto nada, pero él, de algún modo, estaba seguro de que, un día, hacía tiempo, se había metido algo muy chungo dentro de la capillita del castillo.

—No sé… Algo malo, tío.

—El qué?

—No sé.

—Y cómo lo sabes?

—Lo he visto.

Aunque aquello no era del todo así, el Sergio L. lo recordaba igual que si lo hubiera visto (que, al final, era un poco lo mismo si te podías acordar de todo). El Enric B., por su parte, no creía que hubiese ninguna mujer muerta en el castillo, como decía la iaia del David, ni nada muy malo, aparte de las piedras gordas que te podían caer en la cabeza de golpe, «pum». O «croc». Porque resulta que el castillo de Sant Mena era la hostia de viejo. Les habían dicho en clase de sociales que era una cosa medieval y eso, quieras que no, era mazo de tiempo para ellos tres, que sólo tenían nueve años. Bueno, en verdá eran ocho para nueve, que el Sergio L. los cumplía en menos de un mes.

—El qué, has visto.

—Una cosa chunga…

Que no sabía explicar, aunque la veía claramente en su cabeza.

—Como qué?

—No sé, pero lo vi entrando ahí…

Y señalaba del cielo a la capillita del castillo.

—Cuándo?

—Buah…

Hacía muchísimo tiempo de aquello, sabes?

—Qué?

—Que no m'acuerdo cuándo fue.

—Ya.

—A ti no te pasa?

—El qué?

—No sé… C'a veces ves como… como… Son cosas como que las ves delante, ¿vale?, pero que no pasan de verdá, bueno, como que no… que no… No sé cómo decirlo.

El Enric B. lo estuvo pensando, pero no pudo recordar nada parecido.

—Yo sí.

—Tú, qué?

—Yo soñaba como con un gusano, antes.

—Yo no digo sueños, chaval.

—Yo sí.

—Ya.

—Pero yo no, vale? Yo lo veía en la cama.

—No'stabas dormido?

—No. Qué va.

—Yo tampoco, eh?

—Seguro?

—Sí, tío. Por eso m'acuerdo tan bien, eh?

—Y qué era?

—Era como un gusano blanco, debajo de la tierra.

—Debajo de tu casa?

—Del pueblo, más bien.

—Que'ra, muy grande?

—Muuuy grande.

—Tú lo flipas, chaval.

—Pues anda que tú…

El Sergio L. no estaba dispuesto a permitir que las imaginaciones mierdosas del David B. le restasen una pizca de verdá a su versión auténtica de las cosas porque, lo que él contaba, sí que era cierto, joder, que le había pasado un día, que todavía se acordaba.

—Pero no le pasará nada, no?

El Enric B. pensaba que su amigo el A. estaba demasiado cerca de aquello tan malo que decía el Sergio L., fuese o no verdá. Quieras que no, el gusano blanco del david (así, en minúsculas) pillaba más lejos que la cosa chunga que se había metido en la capilla, un día, hacía tiempo. Además, si era tan grande como contaba el enano, lo notarían todos los del pueblo en cuanto saliera de debajo de la tierra, no?

—No sé, tío. Yo no me fiaría.

—Ya.

—Le decimos que venga?

—No querrá.

—Se lo decimos o qué?

—Ei, Sergio!

—A., A.!

—No s'empana…

—A., ven!

—Ven, ven aquí!

—Ven, corre!

El Sergio A. se puso en pie y se abrió de brazos, «qué».

—Que vengas!

—Ven!

Los tres le hacían señas con ganas para que no se quedara solo al lado de la capillita del castillo. Tenían que largarse todos de allí antes de que cayese la noche. Empezaba a oscurecer en serio y los tres querían de corazón que les acompañara a casa, por si acaso, por si le pasaba algo malo, luego. El Enric B., al menos, todavía se sentía un poco culpable de haberlo dejado tirado, la otra tarde. Quieras que no, desde el día que le habían colgado la pelota, lo había notado como rarillo en el cole, como si estuviera picado o algo. Lo normal, no? Porque tendría que estar la hostia de resentido con ellos, joder, pero no había dicho ni pío y, encima, seguía jugando con todos, como siempre… Pero tanto daba. Lo que estaba claro aquella tarde-noche del ocho de mayo de 1987, era que no se irían sin él, no.

—Viene o qué?

—Sí.

—Sí, ya viene.

—Sí, sí.

—Qué'mpanao de tío…

—Sí… mazo.

Con la calma, el Sergio A. tardó un rato en darles alcance porque los otros tres, con el rollo, se habían parado a medio camino entre el castillo y el primer bloque de pisos del pueblo. La tarde, en aquel momento, se perdía en sombras. El día se arrojaba de nuevo tras el Puig de la Creu y, a ellos, les daba no sé qué en la barriga que el cielo se pusiera todo de color negro (que las luces pasaran por colores bonitos mientras tanto, les daba exactamente igual).

—Qué? Qué pasa?

—Que vengas, tío.

—Que no te quedes ahí, solo.

—Por qué no?

—Y por qué sí?!

—Claro, tío.

—Vente, anda…

—Sí, va. Vamos, va.

—Bueno, va…

—Venga, tío. Todos juntos, eh?

El David B. se metió las manos en los bolsillos por no pasarle un brazo por los hombros al puto A., su coleguilla de clase. Luego de que se pusieran todos a andar otra vez, le tiró un puntapié a una piedra, «pim», y lo soltó sin más, porque le vino a la cabeza: «que mi iaia dice que'l niño que'ncontraron estaba allí'ncerrado».

—Qué niño?

—El que'ncontraron.

—Cuándo?

—No sé.

—Pero allí dónde?

—En el castillo, chaval.

—Pero no decías c'había una mujer muerta?

—Eso fue luego.

—El qué?

—Lo del niño.

—Luego de la muerta?

—Sí.

—Pues yo n'había oído nada.

—Ni yo.

—Tu iaia lo flipa, nen…

—Yo pa'mí que se lo inventa todo…

—Que no, tío.

—Que sí, que te lo dice pa'meterte miedo, paquete.

—Fijo.

—Pa'que no te metas por ahí, en el castillo y eso…

—Que no, que no. Que's verdá.

—Tú te lo crees?

El Sergio A. se encogió de hombros, «y yo qué sé, tío».

—No?

—No sé.

—Que mi iaia no s'inventa las cosas, chaval.

—A mí me suena d'algo, eh?

—De qué?

—De'so.

—El qué?

—De lo del niño muerto.

—En el castillo?

—No, en la iglesia d'al lado.

Pero el Sergio A. no quería hablar mucho del tema porque, a sus ocho añitos, tenía algunas cosas que callarse, sabes? Lo empezó a pensar todo de golpe (la escalerita de piedra, la cripta de los muertos, la tierra revuelta del rincón, donde habían levantado las losas del suelo) y se quedó sin decir nada. Su colega el Enri ya sabía que, a veces, el A. se metía para adentro y se perdía un momentillo en sus cosas, nada serio, así que le preguntó:

—Qué t'han contado?

—Lo del niño.

—Ves?

—C'había un niño encerrado?

—Sí.

—Quién te l'ha dicho?

—No sé, no m'acuerdo, pero yo lo he oído, eh?

—Ya te digo.

—Pero que l'habían pillado o algo?

—Sí.

—Sí, sí. Mi iaia dice que l'habían cogido por la calle y que l'habían metido en un maletero d'un coche y que se l'habían llevado, chaval.

—No jodas, tío.

—Que sí, tío.

—Estaba secuestrado?

—Sí.

—Pa'qué?

—No sé.

—Qué chungo, no?

—Ya ves, tío.

—Y qué le pasó, al final?

—No lo sé.

—Mi iaia dice que no'staba muerto, ni nada.

—Y qué l'hicieron?

—No sé.

—Es que no se sabe, sabes?

—Ya.

—T'imaginas?

—Sí, tío…

—Buah, qué mal rollazo, chaval…

En aquel punto, la fantasía de los cuatro torció (como una sola cosa) en pasajes oscuros donde los pobres niños del pueblo que son llevados en el maletero de un coche sufrían minutos horribles encerrados en sótanos sin luz o dentro de cajones cerrados a base de clavos, «clap, clap, clap». Por suerte, el Sergio L. tenía claro lo que tenían que hacer ellos si querían sobrevivir un tiempo más en las siniestras calles de Sant Mena.

—Tenemos qu'ir juntos, eh?

—Sí, tío.

—Siempre que podamos, no tenemos qu'ir solos por la calle, vale?

—Sí.

—Vale.

—Tú tampoco, eh?

El Sergio L. se lo decía al Sergio A., que no había dicho nada y que se hacía un poco el loco, como si no quisiera participar del juramento de los amigos. Al final, el Enri y el david (así, en minúsculas) también tuvieron que mirarlo muy fijo para que dijera algo, el cabrón:

—Sí, tío.

—Vale?

—Sí, sí.

—Mira lo que le pasó al niño ese, eh?

—Ya.

—No te quedes nunca solo, vale?

—Vale, tío.

—Ni en el castillo, ni nada, eh?

—Vale, vale.

El Sergio L. lo escuchaba hablar y no se creía bien bien lo que les decía. El A. no dejaba de buscar en el suelo cuando les contestaba (como si no pudiera mirarles a la cara, como si se callara algo muy gordo todo el rato). Entonces, el Sergio L. pensó en preguntarle qué hacía algunas tardes, que se quedaba solo en la puerta del castillo, pero el Enric B. les hizo ver a todos que ya habían dejado atrás la soledad del campo. Volvían a pisar asfalto. Estaban más cerca de casa.

—Mirar, ya se'ncienden las farolas.

—Sí, tío.

—Menos mal, eh?

—Ya te digo.

—Bueno, pos me tiro pa'rriba, yo.

—Vale.

—Venga…

—Nos vemos.

—Hasta mañana.

—Hala… Hasta mañana.

El Sergio A. subió las escaleritas del portal de su bloque de pisos y buscó las llaves en el bolsillo izquierdo del pantalón, donde siempre. Luego de sacarlas, abrió la puerta y se metió para adentro sin pensarlo, pero, cuando se giró a saludar a sus colegas, los cabrones ya se estaban pirando para Climent Humet, a su rollo. Esperó un rato. De hecho, contó hasta cien en el sitio y, cuando acabó, «noventa y ocho, noventa y nueve y cien», volvió a salir a la calle, de noche. Si se daba prisa, aún estaba a tiempo de llegar solito a la puerta del castillo de Sant Mena.