Historia del viejo del guardacantón II-IIII
Donde se canta alegremente a la vida en el campo y a sus gentes, mientras mucho se derrama en la noche y poco, más bien, se acaba diciendo.
Una mañana temprano lo sacó de allí el hombrecillo colorado de la ramita de hinojo dulce en la boca. Se lo llevó montado en su carro y Bonaventura, entre «ja» y «ja», no se enteró de adónde iban tan pronto:
—Waar, Piter?
—De hooi-oogst, meester Bonventur!
—Ja, ja.
Ni idea del «joi» ni dels «ous», pero tanto daba. Por el camino, encontraron otra gente que iba en su misma dirección. Había hombres del campo que cargaban la guadaña al hombro y mujeres de sombrero de ala ancha que portaban la cesta del brazo. Las había que llevaban un rastrillo, una sonrisa y una tinaja de agua fresca. En cuanto a los hombres, todos vestían la bragueta a la manera del lugar, esto es, bien grande y abultada según el gusto de cada uno. Bonaventura repartía saludos a diestra y siniestra, «gude, gude», mientras el hombrecillo Pieter se ponía aún más colorado si las mujeres eran mozuelas y lucían la camisa blanca debajo del corpiño. En cierta ocasión, después de dejar atrás a un grupito de tres muchachas, Pieter se volvió hacia el bueno de Bonaventura y le dijo algo que, según ponía los ojillos, tenía que ser una verdusquería: «zulke tieten!». Luego, a pesar de lo dicho, no se abstuvo de comprobarlo una vez más: se revolvió en su asiento y buscó a las mozitas en el camino.
—Wauw…
—Què passa?
—Heb je gezien?
—Eh?
Y el hombrecillo susurró con ardor «zulke tieten» y aquel fuego, a Bonaventura, le supo a lo mismo de cada día. El calor era muy malo a aquella altura del año y, viendo el hambre en las facciones del hombrecillo Pieter, consumía por igual a tantos otros en la región. Su mal, al parecer, era mal de muchos: el hombrecillo apretaba nada frente a su pecho y repetía por lo bajo «tieten, zulke tieten». Bonaventura, que se compadecía del carretero y de sí mismo, no pudo callárselo:
—Tieten, ja.
—Heb je gezien?
—Jaaa, jaaa…
Entonces el hombrecillo le habló de Hiltrud. Bonaventura lo supo al momento porque la nada que el carretero apretaba frente a su pecho aumentó una barbaridad. Dijo algunas cosas más que Bonaventura, en verdá, no quiso comprender. Luego se vino arriba rememorando los hitos de su figura de mujer monumental. Esto lo supo Bonaventura por la generosidad de sus gestos. Y, en seguida, se vino un poco abajo haciéndole varias confidencias de hermano a hermano. Esto otro lo supo Bonaventura por el tono de sus palabras y cierta pena de sus ojos. Después de explayarse con amargura, su humor se tornó más agrio y feo:
—Ze is zo hoer…
—Gur?
—Een teef!
—Tif, ja.
Y rieron: el uno con tristura y el otro sin motivo.
—Ik hou van haar, Bonventur.
—Ic, ic.
—Maar…
Y le dio unos golpecitos con el codo:
—Hiltrud en jij?
—Ic?
Pieter esbozó una sonrisilla cómplice a la que Bonaventura respondió de inmediato:
—No, no.
—Niets?
—Nits, nits.
Hiltrud no se dejaba. O él no sabía cómo decirle. Bonaventura ni siquiera se había atrevido a pedírselo. Mientras se lamentaba por su ineptitud de hombre pequeño, el hombrecillo se esmeró en hacerle entender que muchos otros hombres habían pasado por ella. El bueno de Bonaventura no quiso enterarse, pero, cada vez que se cruzaban con un campesino, el muy felón de Pieter hacía «este también» con la cabeza. Bonaventura renegaba en romance meridional. Si descreía en exceso, «bah, bah, bah», el hombrecillo hacía como que agarraba las grandes tetas de Hiltrud por detrás y se sacudía a gusto contra su culo:
—Het is de enige manier, meester Bonventur!
—Vés a parir!
—Perir, ja.
Y rieron: el uno con malicia y el otro sin saber qué pensar. Luego de reírse, salieron del bosque como si realmente fuera posible salir del bosque alguna vez. Ante los ojos maravillados de Bonaventura, se extendía un mar de heno. Estaba pleno y en calma. Los campesinos, a medida que asomaban bajo el cielo, se llegaban a su orilla, a segarla con la hoja de sus guadañas, y las mujerucas que se ponían al sol rastrillaban la hierba que los hombres dejaban a su paso. Ellos batían las olas y ellas recogían la espuma. Ellos le ganaban tierra al mar y ellas levantaban montones de heno como castillos en la arena. El hombrecillo Pieter, que todo lo miraba, condujo el carro hasta las mozuelas más galanas que pudo divisar desde el camino. Todo fueron entonces requiebros amables y sonrisas. Mejillas encarnadas y calor. Sudor y brisa de las montañas. Miradas, decires y horas de trabajo. Horcada a horcada, Bonaventura se pasó la jornada cargando hierba en el carro de Pieter y pasó tanto tiempo esforzado en la cosecha que tuvo ocasión de ver cómo el hombrecillo se perdía de la mano de una mozita en la espesura de un bosquecillo cercano y volvía, al cabo de un rato, a por otra, pero aquella otra muchacha sólo le ponía ojitos a él, el campesino fabril de voz extraña, tez morena y mirada risueña que ponía su entero cuerpo a disposición del esfuerzo colectivo de las gentes del lugar. La muchacha empezó por sonreírle sin el labio partido de Hiltrud. Luego le ofreció el agua fresca de su tinaja:
—Ik ben Hendrickje.
—Ja. Jo sóc en Bonaventura.
Y se tomó varios tragos seguidos.
—Laat mij…
Ella sacó un pañuelo limpio del interior de su escote y le secó la boca, los labios y la barbilla. Después, con mucho mimo, le quitó el sudor de la frente. Dijo algo extraño, cualquier cosa en su lengua, por disimular el rubor de sus carrillos, pero Bonaventura no dio pie a más, por si acaso:
—Torne-m'hi, au.
Y se volvió a su heno. A sus obligaciones. A su fatiga. Siguió cargando horcadas de hierba en el carro, cada vez más y más arriba. El trabajo, por momentos, se le hacía muy duro. Entonces buscaba al hombrecillo Pieter, que seguía perdido en la espesura, y se preguntaba también por la muchacha, por ver qué estaba haciendo, y la encontraba rastrillando a unos metros de su montón, si no se estaba abanicando con el sombrero de ala ancha o se llevaba, secretamente, el pañuelo de sus sudores a la nariz. Bonaventura, al verlo, se turbaba. La muchachita era una preciosidad. Al cabo de la jornada, la vivísima Hendrickje se llegó a su lado para ofrecerle una prenda de lino blanco que tenía bordadas dos iniciales en una esquinita: «H. S.». Luego se despidió. Sonreía con mucha alegría:
—Tot ziens, Bonaventura.
—Ziens, ziens, Enrica.
Y se marchó con la promesa de una vida feliz junto a ella. El pensamiento de Bonaventura seguía, sin embargo, en la granja de Hiltrud. En Hiltrud y sus dos tetas. En Hiltrud y su labio partido en dos. En Hiltrud y sus dos criaturas. El hombrecillo Pieter lo llevó de vuelta a casa en su carro cargado de heno, entre canciones alegres y chascarrillos que le valieron alguna que otra sonrisa al bueno de Bonaventura. Mientras apretaba la prenda de Hendrickje en el bolsillo de su pantalón, la H. y después la S., el hombre sintió que la fiebre amainaba de algún modo. La mujer Hiltrud no era ya más dos tetas rebosantes de leche. Hiltrud era su valedora y Hendrickje podía ser, de pronto, la criatura más hermosa que jamás hubiera visto. Hiltrud, a decir del felón Pieter, era una puta sin arreglo. Hiltrud no tenía la figura de Hendrickje y no podía sonreír. Hiltrud era una madre amantísima y Hendrickje era sencillamente preciosa, pero no podía ser que Hiltrud no amase como la mejor de todas las mujeres. Hiltrud no seguiría siendo la hembra que espera en la cama. Hiltrud sacaba adelante una granja en medio del bosque y Hendrickje había trabajado sin descanso durante todo el día. Hendrickje le había sonreído a pesar de la fatiga y del calor. Hiltrud era su compañera. Hendrickje quería volver a verle. Hiltrud le esperaba en casa. Hendrickje podría haberle perdido para siempre en la espesura de un bosquecillo cercano. Hiltrud podía haber sido su mujer y Hendrickje, quién sabe, quizá podría serlo mañana… O pasado mañana, pero pasó pasado mañana y el bueno de Bonaventura seguía tropezando en las mismas piedras de Hiltrud. Por las noches, sin embargo, recuperaba la prenda de Hendrickje de debajo de la almohada y se la llevaba a la nariz. Pensaba un momento en ella. Soñaba dulcemente. Se levantaba como nuevo y, a medida que transcurría la jornada, se iba embruteciendo a fuerza de ver respirar a Hiltrud porque, también respirando, su pecho iba y venía y hacía mucho calor y el sudor acababa resbalando ampliamente por sus tetas antes de perderse por el canalillo por donde el fabril de Bonaventura también quería perderse. El recuerdo de la vivísima Hendrickje le aliviaba, sin embargo, de sus pasiones terrenas: ya no derramaba su esperma en la tierra de Hiltrud, sino que dejaba caer unas gotitas cándidas y dóciles sobre el lino blanco de Hendrickje. A los pocos días, no pudo llevarse más su prenda a la nariz y tuvo que lavarla a escondidas en un cubo de madera. Le dolió deshacerse del recuerdo de la muchacha con agua y jabón, pero su olor se había echado a perder con la pudrición de sus propias poluciones. Pensó en empaparla de heno. Hendrickje era la muchacha que rastrillaba el heno a su vera y el aroma del heno le devolvía la promesa de una vida feliz junto a ella. Pensó incluso en volver a verla. Supuso que habrían en el mundo muchos otros campos repletos de heno, pero el carretero Pieter no había vuelto por la granja desde entonces. «Ze is zo hoer». Otros hombres habían pasado por el cobertizo. Traían sus fardos misteriosos, se encerraban con Hiltrud unos minutos y salían, de alguna manera, más livianos y alegres. Esto lo veía Bonaventura desde la puerta de casa, con el Pere en brazos, mientras intentaba contar a la Griteta fábulas fabriles de la vieja Poderna:
—L'esquirol és la pitjor de les bèsties.
—Se puja a l'arbra?
—I no mira per ningú més!
—O!
Hiltrud, después de marcharse el carretero de turno, solía sentarse con ellos un rato. Recogía al Pere en su regazo y preguntaba a la Griteta de qué se estaba hablando. La niñita pintaba sus palabras de colores vivísimos: las ardillas que se subían a los árboles eran seres malutos que robaban los frutos del suelo para ponerlos en las ramas más altas de todas: «Je komt daar niet!». No querían compartir su tesoro con nadie. Se hacía necesario combatirlas a pedradas. El obrero Bonaventura le había hablado de remotas luchas callejeras en su ciudad natal. Había cerrado el puño y lo había puesto en alto, por encima de su cabeza. Hiltrud, la madre amantísima, hacía a todo que sí: «jaaa, jaaa» y, en ocasiones, regalaba a Bonaventura plantones de lechuga, puerro o col, que traía de vuelta del cobertizo. El hombre, secretamente feliz, los ponía en sus caballones, de cualquier manera, por llenar sus horas de trabajo en el huerto. Recibió pimpollos de grosellero y semillas de zanahoria, apio y bleda: las primeras, las sembró en línea, en la cresta de un caballón; las segundas, las puso en grupitos de tres a cinco granos por mata; y las terceras, las esparció a voleo en memoria de su madre sobre un bancal que preparó para la ocasión. Tardaron mucho en brotar. El bueno de Bonaventura las regaba a diario y observó, para su horror, que muchas de las plantitas, después de asomar la cabeza, desaparecían de un día para otro. Aquella cuestión, junto a la calor del julio y tantas otras cosas, le arruinaron el sueño. Tenía algo roto por dentro. Podía meter un dedo al través, como si fuera un agujero en el bolsillo de los pantalones, y maravillarse ante su propia incredulidad de obrero sin fe. No comprendía gran cosa. Simplemente vivía. Si la noche era oscura, salía al campo a refrescarse con el agua del pozo y, si era clara, se llegaba al huerto a cazar caracoles y limacos. Hiltrud sabía guisarlos. Hiltrud daba buena cuenta de aquellos cabrones con el fuego lento de su cocina. Hiltrud, aquella madrugada, le esperaba en la linde del huerto. El hombre la miró como si no cupiera verla allí. No se dijeron nada. Ella se descalzó y pisó la tierra blanda del sembrado. Caminó unos pasos sobre los caballones y las plantitas, con mucho cuidado de no romper nada, y se puso a su lado. El suelo estaba caliente y húmedo y el bueno de Bonaventura quería saber si estaba pasando lo que estaba pasando: buscó la respuesta en el rostro de Hiltrud y Hiltrud le enseñó las piernas. Poquito a poco, se fue arremangando los bajos del camisón. La luz de la luna iluminaba sus muslos de mujer campesina, pero ella le susurró algo que él no pudo comprender del todo porque no podía hacer otra cosa que mirarle el coño: «soms denk ik dat je stom bent, Bonventur». Después se descubrió toda entera y le lanzó la ropa a los pies. Bonaventura, que seguía de cuclillas con una babosa entre los dedos, tomó el camisón en la mano y contempló ante sí el cuerpo desnudo de la mujer: su figura era una suma de partos y años sobre el recuerdo dichoso de su juventud. Había muchas ganas de vivir en sus dos tetas y el hombre, mirándolas cara a cara, creyó que saldría ardiendo. Todo él se inflamó de Hiltrud y de sus muchas ganas de vivir. Bonaventura le tendió la mano y ella la tomó sin pensarlo. Luego la tumbó a sus pies, en medio de un bancal de remolachas, y la contempló en su totalidad. No sabía por dónde empezar. Ella le miraba a los ojos y él, por no verle la boca, le dio un besito en el hombro y otro en la mano. Si le daba por buscarle las tetas, las encontraba derramadas por todo su pecho y se encendía de muy mala manera. Era un ascua viva. Probó luego a mirarla a la cara, pero Hiltrud, por más que le acariciase el rostro con dulzura, buscaba en otra parte. Dejó caer la mano entre sus piernas abiertas y le cogió el pene. De pronto, le estaba masturbando. Lo hacía muy despacito, por desperezarle el miembro, pero Bonaventura se embriagó al momento y lo eyaculó todo sobre sus muslos de mujer campesina. Fueron tres chorretones de semen claro y brillante. El hombre, quieras que no, exhaló «un cooollons» muy sentido y hondo y se acostó a la vera de la mujer sin llegar siquiera a proponérselo. Se sentía abrasado y feliz. Hiltrud le arrullaba bajo las estrellas. Le dedicaba voces delicadas y bárbaras que le ataban muy fuerte a su cuerpo. Bonaventura se sabía ligado a la tierra, a las plantas y a la mujer. Comenzó a besarle el cuello por gratitud. Luego se abrazó a su torso y suspiró fuerte por todos los días pasados. No veía cómo podría acabar en una sola noche. Tenía mucho por decirle. Puso más besos en sus tetas, muchos y muy seguidos, que podrían haber sido cientos de no ser por la mano traviesa de Hiltrud, que volvió a cogerle el pene para arrojar de inmediato otro chorretón de semen caliente sobre su propio vientre. Bonaventura, «ai, mare», creyó que desfallecía. Miró las gotas de esperma salpicando el ombligo de la mujer y se derrumbó, «ai-ai-ai», a su lado. Dio en la tierra blanda y en algunos piedrotes que todavía no había sacado del huerto. Respiró por el bien de su vida. Allá arriba, en el cielo, el mundo se le antojó amplísimo y oscuro. El todo no podía tener fin. Hiltrud, tampoco. Se acurrucó en su pecho y desgranó el secreto del hechizo según el cual un hombre era guisado a fuego lento durante siete horas y once cuartos. Mientras declamaba motes extraños y sutiles, pasó sus uñas por la clavícula y el esternón de Bonaventura. Luego fue bajando. Se entretuvo un rato en el vello rizado del pubis y continuó, después, enredando un poquito más abajo. El hombre quería y no quería hablar. Yacía fascinado por la voz de Hiltrud. El influjo de su persona le subyugaba profundamente. Ella le acariciaba la entrepierna con mucha ternura. Obraba, como en todo, con la naturalidad de un salvaje. Concluida la explicación acerca del conjuro, le puso una teta en la boca. Él la chupó porque no había querido otra cosa que chuparlas desde que las viera. Las lamió y las manoseó y se vino arriba con todo. Era un hombre nuevo. Hiltrud volvió a aliviarle la erección mediante el embrujo de su puño cerrado y dejó que pusiera unas pocas gotas de semen en la palma de su mano. Luego se le puso encima y la puso toda dentro. Bonaventura sintió, «o-o-o», que se hundía un poquito más en la tierra y que la noche y las estrellas se hallaban un poquito más lejos: el interior de Hiltrud era dulce y era cálido y era húmedo y era suave. Todo a un tiempo. La mujer comenzó a mecerse blandamente. Dejó que los ojos del hombre se fijaran en el vaivén de sus tetas y apretó un poquito el paso. Él no notaba las piedras en el lomo, ni veía más allá de sus carnes. Todo, en la vida, era guisarse a fuego lento. Hiltrud lo tenía embriagado con el movimiento de sus caderas. El calorcito de sus entrañas quemaba tan dulce y ella se desenvolvía con tanta gracia, que no lo vio venir: le puso las tetas en la cara y el hombre, al momento, sucumbió al desgobierno de sus manos, lengua y boca. Mientras se empapaba de babas, las que ponía en una y otra mama, se cogió bien fuerte del culo de Hiltrud. Le magreó los muslos y las muchas turgencias que fue topando. Se manejaba a tientas. Ella le apretó el pene con furor. Si lo hubiera querido, se lo habría partido en dos, pero el bueno de Bonaventura se dejó hacer de todas formas: una corriente de ardor le bajaba por el vientre y las piernas y no era su propio semen, que él aún estaba por volver a llegar, sino un fluido que manaba del interior de Hiltrud, silencioso y candente. Luego sintió un borbotón de leche tibia en la mejilla. La mujer se perdía en gemidos y los gemidos se perdían en la espesura del bosque y en la noche del cielo, pero Bonaventura no se dejó engatusar: puso la boca abierta delante del pezón que rebosaba leche y apretó la teta. Un chorrito dulce le salpicó apenas la punta de la lengua. Estaba buena, la leche, y sabía muy rica y quería más, mucha más, pero Hiltrud le metió tres dedos en la boca y los mojó en saliva. Él siguió exprimiendo la teta. Quería cubrirse todo de leche. Quería que Hiltrud, de alguna forma, lo empapara todo entero, pero Hiltrud se llevó la mano mojada a la entrepierna y se perdió en sus propios placeres de mujer, allá entre su cabeza y las estrellas del firmamento, mientras seguía meciendo sus carnes de madre amantísima sobre Bonaventura y Bonaventura, que todo esto lo miraba, sentía que también él se perdía dentro de Hiltrud: «ooo» y «ooo» y «ooo». Todo junto. O. El hombre no se cayó porque ya estaba en el suelo. Rindió la cabeza al peso que acumulaba. «Uf». Vivía entre bocanadas de aire que no bastaban a la fatiga de su carne mortal. Ella descendió a su lado más tarde. Se echó en su pecho. Los dos estaban sudados y sucios. Sucios de saliva, de semen y de tierra. Él no sabía dónde poner las manos. Quiso ponerlas en los hombros de Hiltrud, pero seguían ardiendo. Molestaban. Probó a dejarlas en su espalda, en su culo y en sus piernas y las acabó metiendo bajo el suelo. Agarró un piedrote. Estaba frío. Ella, entre tanto, le sujetaba el miembro con firmeza. Mientras lo tuvo abrazado, no dejó que escapara una sola gota de esperma de su interior. Si quería, se lo partía en dos. Luego, por causa del sofoco, se quitó de encima y se tumbó en el suelo. La tierra estaba fresca. El rocío caía en los campos. Bonaventura no se quiso solo bajo el cielo un segundo más. Se acurrucó junto a Hiltrud como un animalillo y se masturbó sobre sus pies desnudos. Apenas derramó unos restos de semen que carecían de color y de calor: «No sé que'm faig, Hiltrud. Perdona'm» y se derrumbó a su vera.
L'imprempta d'en Iosephus R. us presenta…
Encara manquen nous exemplars a la llibreria
de vell que es troua a la plaça del pou.