Historia del viejo del guardacantón

Historia del viejo del guardacantón II-VI

Amades, Costumari català, Barcelona, Salvat Editores, 1950, tomo IIII, página 340, detalle del carro d'en Dalmau.
Donde el bueno de Bonaventura viaja a la aldea más cercana en mitad del invierno para probar su suerte como mercader y acaba fatalmente hundido en un laberinto de cábalas del que no encuentra la forma de escapar.

A primeros de año nuevo, cargó el carro de bienes de la granja de Hiltrud y partió en busca de la aldea más cercana:

—Waar?

—Volg het pad, Bonventur.

Y señaló hacia poniente:

—Ongeveer vijf leagues…

—Fai'ligues?

Y miró a la Griteta y la niñita se lo dejó mucho más claro:

—Això's molt lluny, papa.

Y nevaba y el buey avanzaba cargado del sueño ancestral que guardan todos los bóvidos en la cerviz y el bueno de Bonaventura sintió que se le helaban los dedos de los pies y los dedos de las manos y los labios y la punta de la nariz y pensó, mejor, en todos aquellos instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas que dormían en el altillo del cobertizo y azuzó a la bestia por azuzarse a sí mismo: «Arri! Arri! Que se'ns gelaran els collons, collons!». Luego paró en la primera casita que encontraron, «gude, gude», donde le ofrecieron con presteza una escudilla de caldo helado, muy rico, y le dijeron que no querían nada, que ya tenían de todo y que ellos dos, los muy viejos, eran humildes gentes del campo sin más: «Boren, ja». Bonaventura, a falta de críos, les dio un potecito de mermelada de zarzamora:

—Per les molèsties i per l'escudella.

—Bedank, Bonaventura.

—Vaaarwel.

—A reveure, parella!

De vuelta a la intemperie, el buey torció rumbo a casa sin dudarlo. Ansiaba su cobertizo de madera y paja. Su cobijo, su pesebre y su heno. A Bonaventura, que no veía si era de día o qué cosa, le pareció buena idea. Llegaron tarde por la tarde. Aunque fuera pronto, que no lo sabían, oscurecía horriblemente y hacía mucho más frío del que cabía imaginar bajo techo. Quizá, lo más terrible de todo, fuera el silencio nevado a ambos lados del camino. El hombre hacía por recordar las voces de los críos y algún que otro pitido solitario le respondía desde las profundidades del bosque helado. ¿Un petirrojo amigo? Hiltrud, después de dejarle relatar su vivencia, le puso una escudilla de caldo caliente:

—Deze boeren zijn dood, Bonventur.

—Ja. Eren bona gent.

—Twintig jaar geleden werden ze…

—Eh?

—La mam diu que fa vint anys, papa.

—Us coneixíeu?

—Ja. Beide werden gedood.

—Pot ser que torni altre dia.

—M'hi duràs?

—No. Avui feia massa fred, ratolina.

—O! Jo volia'nar…

Al tercer día de cielo encapotado, sin gota de lluvia, ni copo de nieve, Bonaventura volvió a salir al camino. Pasó de largo el recodo que conducía a la granja de los Boren y se llegó a la aldea unas «drie of vier leagues» después. El lugar era más triste y pobre de lo que había supuesto al trazar sus planes de pequeño mercader. Techumbres de paja o brezo y paredes de adobe cocido por doquiera que mirase. Algún humo subiendo al cielo daba indicios de vida. Transitó las calles solitarias con su carro y encontró un hombre orinando en una pared. «Gude, gude» y algunas fórmulas de cortesía después, el aldeano acabó preguntando por los quesos, las mermeladas y los figurones de madera:

—Wat is dit?

—Het is Dule Crit.

—Dulle Griet?

—Jaaa.

Luego dijo algo que quedó lejos de ser comprensible. Se fue dentro de la casa y volvió con cuatro o cinco huevos de gallina. Los puso en una cesta que alguien había descuidado en el carro y cogió dos figurones de la Dulle Griet a cambio. Bonaventura pensó que no e hizo que no con la cabeza, «ja tinc prous ous a casa», pero no dijo nada al buen hombre. Si le gustaban, que se las llevase. Sus voces, en cualquier caso, atrajeron a más aldeanos a su negociado y eso le vino bien. Una mujerona se llevó un fardo de leña a cambio de unos trapos viejos que tenía por casa, mientras se despedía apresuradamente «bedank, bedank, bedank». Bonaventura supuso que debía estar pasando mucho frío y, en cuanto a los trapos, siempre podían remendarse antes de volver a trocarlos. Otra señorona debió preguntarle qué se debía después de coger un pote de cada, a lo que el bueno de Bonaventura respondió: «En Brud», que le seguía sonando a señor gordo y calvo que pinta fachadas a toca teja en los barrios pobres de la vieja Poderna.

—Eén brood…?

—Ja, meesteres.

Y le trajo media hogaza de pan seco. Bonaventura pensó en tostadas con manteca. Un viejecillo vino con un cazo grande de hierro que estaba por tirar y preguntó si se podía llevar unos fardos de leña: «Het is koud» y Bonaventura dijo que sí, que hacía frío, y el viejo cargó cuatro fardos en dos viajes. Unas cuantas dueñas más, como vieron el pedazo de pan seco en la cesta de los huevos, dejaron sus mendrugos a cambio de unos potecitos. Las gírgoles en aceite fueron las primeras que se acabaron. Bonaventura decidió entonces que probaría con otra clase de setas, si las encontraba. Una niña le ofreció un huevo de ganso a cambio de un gollut. Bonaventura le dio dos y las gracias: «Bedank a tu, petitona». Un tipo gordo y calvo como en Brud que pinta fachadas a toca teja se quedó cuatro quesos enteros a cambio de un cofrecillo con algunas alhajas. A Bonaventura, le parecieron bonitas cuando se las imaginó puestas en Hiltrud. Las alhajas, la mujer y nada más. Valdrían. Por último, se acercó al lugar una matrona bondadosa que traía consigo un tazón de leche caliente y una porción jugosa de pastel de calabaza para el carretero. Se las entregó sin pedir nada a cambio. Luego se interesó por su día, «Tot bé, mestressa», y curioseó un rato entre sus cosas:

—Is dit Sinterklaas?

Se refería a la talla de un santón con mucha barba, mantón invernal y sombrero acabado en pico. Tenía cara de bueno y Bonaventura estaba convencido de haberlo visto en alguna otra parte. Pero dónde.

—Ja?

—Het is mooi.

—Tot seu.

—Hè?

La siguiente vez que acudió a la aldea no fue mucho mejor. No volvió con unas alhajas que Hiltrud no quiso ni ver y que regalaría a la pequeña Griteta por su cumpleaños, como dote para el día de mañana, ni se trajo un cazo grande de hierro que les valdría como brasero en su dormitorio, en las noches en que se encontraban, pero el pan, al menos, era de la semana. Y nada de cachivaches. Y ni un huevo más… salvo si era de la niñita de los golluts. La matrona bondadosa habló de su Sinterklaas a algunas de sus vecinas y las mujerucas se arrimaron al carretero para pedirle más imágenes del santón. Bonaventura buscó figurones barbudos entre sus tallas y se los ofreció sin pudor, ni luces, a las aldeanas:

—En wie is dit?

—Sinterglas?

—Nee, nee…!

Quién quiera que fuera el tal Sinterklaas dejaba de serlo si carecía de barba, mantón invernal o sombrero acabado en pico. En definitiva, que no le quedaba ninguno. Luego le preguntaron por un tal Zwarte Piet, del que tampoco tenía noticia. Él les enseñó sus madres de madera y las mujeres se miraron a sus hijos de madera con ojos de ternura. Aquello le valió una buena hogaza de pan y algunos pastelillos dulces. Hiltrud, sin embargo, le replicó a su manera que aún faltarían por entrar en casa las legumbres, las montañas de heno y el aceite y el bueno de Bonaventura, que sabía que la mujer no había querido mencionar ni el grano ni la sal, se vino un poco abajo. No le salían las cuentas. No podía dedicarle más tiempo a los taruguitos de madera sin quitarle horas a la granja. No podía producir más potecitos de mermelada porque el terruño que cultivaba no daba más de sí. Y los quesos eran los que eran porque la vaca era la que era. Y lo que no podía consentir siquiera era pensar en exigirle más a los pobres aldeanos. Trocaban lo que podían y, aunque no fuera así, Bonaventura tampoco estaba dispuesto a fundar su bienestar a costa de otros. Seguía viviendo, sin embargo, del oscuro mercadeo de instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas. Mientras permaneciera bajo el techo de Hiltrud, la leche que tomase cada mañana iba a dejarle un regusto amargo a pólvora. No había sangre en el suelo, pero la sentiría gotear sin descanso detrás de cualquier puerta. No podría dormir. No podría vivir por más tiempo de aquella manera. No tenía con quien luchar, si no eran Hiltrud y su puñado de certezas. Se hundió lentamente en un laberinto de cábalas que debían resolverle, a la postre, un problema puramente matemático. El cofrecillo de las alhajas valía como mucho medio queso de leche de vaca y una talla artesanal del bueno del Sinterklaas podía cambiarla por dos hogazas de pan, al menos, que el pan se elaboraba cada semana y santones con barba como aquel, pues no había ninguno en la aldea hasta que llegó el suyo. Hiltrud le había venido a decir, y con razón, que era un pésimo comerciante. Aquella misma noche asomó por su habitación cargada del brasero. Empezaron por quererse debajo de las mantas, como solían, pero, al rato, cuando las brasas deshicieron el frío de su dormitorio, se destaparon sin miedo al invierno. Bonaventura, a pesar del calorcillo, no pudo nada. Su pene no respondía ni al puño embrujado de Hiltrud:

—Mira que som joves… Què's trista la vida!

Y se miraba la churra triste y arrugada entre los dedos. La mujer quiso consolarlo, pero, en algún punto, decidió que era mejor llevarse sus tetas a otra parte y dejarlo a solas con su pena. Bonaventura no volvió a levantar cabeza en mucho tiempo y Hiltrud, más que insistir, preguntaba de vez en cuando si había vuelto la «geluk» a su «titola». «Nee, nee». La pobre mujer, a la larga, no sabía si sus muestras de afecto sincero ayudaban en algo. Temía herirle el orgullo fatalmente. Al fin y al cabo, todavía era un hombre muy joven. Hiltrud, a partir de entonces, optó por vestir cuellos altos y colores sombríos. Cerró su escote y anduvo por casa como si estuviera de luto. Y lo estaba. Por socorrerle, preparó algún que otro brebaje que escondió a Bonaventura tras los vocablos más bárbaros que conocía. «Drink het, mijn liefde». También le untó las partes pudendas con felices ungüentos que su abuela, y no su madre, le enseñó a elaborar cuando apenas era mozita, pero la «geluk» había abandonado a su «titola» penosamente. Hiltrud creyó haberlo secado como se seca el suelo de un pantano cuando se lo drena concienzudamente. Era una mujer insaciable y había arruinado la libido de aquel pobre muchacho. Bonaventura, por su parte, no consideró nunca que hubiera agotado sus reservas de soldado de campaña. Simplemente estaba triste porque no veía el modo de escapar de su laberinto matemático: ¿por cuántos garbanzos podía cambiar un fardo de leña sin dañar a las partes? ¿Qué cantidad de aceite equivalía a uno de sus golluts? Y acaso no les había aprovechado finalmente el cazo grande de hierro? El heno podía ganarlo con sus brazos en la recogida. Sus brazos todavía podían cosechar enormes montañas de heno. Pero su churra no levantaba cabeza. Aquello, al principio, le cuitó lo justo porque pensó que se le pasaría con los días. Luego, cuando paró mientes en la alegría de Hiltrud, se preocupó doblemente. Quería satisfacerla y no quería tocarla, así que se propuso un sacrificio por su parte, de compañero a compañera, aunque hurgarle el coño en frío se le antojara como darse una comilona sin hambre. Muy desagradable. Sumó estos otros recodos a su laberinto de cábalas sin cuenta y les buscó una salida en sueños y la encontró, sin embargo, una tarde cualquiera, laborando con las manos: aquella rama que se había traído del bosque recordaba la forma de un falo erecto. Talló lo justo y pulió lo necesario.

—Qu'és això, papa?

—Eh… la pota d'una cadira.

—Tan rodoneta?

—Tan, tan.

—I petitona?

En verdá, no. En aquella pieza de madera, estaba expresando la dureza que tanto echaba en falta en sí. Pulió y limó. Luego le puso aceites a «la pota de su cadira» y, a los tres días, cuando Hiltrud asomó en su habitación para preguntarle por su «titola», el hombre la convenció para que se sentara a su lado en la cama y, hablándole desde el cariño, le regaló su gran pene de madera:

—Algo és algo, amor meu.

—Is het jouw titola?

—Bueno, sí, se semblen. No conec cap altra, tampoc.

—Bonventur…

—T'agrada?

No respondió a su pregunta: se subió la falda todo lo que se puede subir una falda y se abrió de piernas. «Amor meu» lo suplicó en romance y Bonaventura, mediando un buen salivazo, probó a empujar su gran pene de madera dentro de la mujer. La tristeza fue menos viendo resbalar su juguete entre los muslos de Hiltrud. Al menos era feliz con la felicidad de su compañera y su compañera, quieras que no, acabó perdiéndose en sus propios placeres de mujer. Mojó dos dedos en saliva y se frotó algo que solía frotarse entre los labios del coño. Bonaventura lo miraba, por mirar alguna cosa, pero todavía no sabía bien-bien dónde estaba tocando. Lo suyo habían sido siempre las tetas y las eyaculaciones y, como la lucha no iba tampoco con él, pensó que el gran pene de madera necesitaba un tope o algo que impidiera su pérdida, por accidente, dentro de la mujer. Se deslizaba muy bien. Quizá una cuerda o una cadenita en el extremo, para poder recuperarlo si se daba el caso. También se acordaba de haber visto sables con guarnición en el campamento militar. Hiltrud había acabado. Le dio un besito tierno en la mejilla y se abrazó muy fuerte a su pecho. Bonaventura le acarició el cabello y suspiró fastidiado: el bosque estaba repleto de ramas que recordaban la forma de un falo erecto. Aquellos artefactos bien valían una hogaza de pan y, si un pan de aquellos daba para dos bocas durante una semana, un gran pene de madera valía, al menos, por dos saquitos de legumbres. O una tinaja de aceite. La pequeña Griteta no llegó a ver nunca «les cadires» para las que buscaba «potes» en el bosque:

—On són?

—Les duc totes al poble.

—Per nenes?

—I nens, que'ls nens també hi poden posar el cul.

—Ja. En Hilventur sempre s'asseu a la meva cadira…

—Veus que't dic?

El bueno de Bonaventura vio pronto la manera de ofrecer sus grandes penes de madera a las beatas de la aldea: los dejaría a la vista, justo al lado de los sinterklaas y demás figurones. Nada, salvo las vivencias íntimas de cada una, relacionaría aquellas piezas de madera con una «titola». Si le preguntaban, diría simplemente que eran patas sueltas de taburete. «Kruk benen» a decir de la Griteta. Las mujerucas, al oírle llegar a la aldea mediada la mañana, acudieron en busca de sus santones con barba, mantón y sombrero:

—Heb je Sinterklaas?

—Jaaa.

—En dit?!

—Cruc veinan, senyora.

Otras muchas no preguntaron y Bonaventura cambió sus tallas de madera por multitud de pedazos de pan tierno y, cuando estaba por volverse a casa, los «kruk benen» seguían todos allí. Había trocado un queso fresco por un saquito de lentejas y dos fardos de leña, por dos trapos viejos. Aquella mujerona del «bedank, bedank, bedank» debía seguir pasando mucho frío y Bonaventura no se atrevió a regalarle una pata de taburete porque pensó que la echaría al fuego sin pensarlo. La matrona bondadosa apareció a última hora, ya entrada la tarde, con una porción de empanadilla y un tazón de leche calentita. Bonaventura no pudo rechazarlo:

—Ja marxava, mestressa, prô, clar, aixòòò…

Y se lo zampó todo. Era una delicia. Aquella mujer cocinaba mucho mejor que Hiltrud. Es más, mientras curioseaba entre las tallas de madera, se interesó por su día y le interrogó sobre los pormenores de su negocio y, luego de coger una figura de rostro bobalicón, le habló largamente de cierta madre muy querida de todos que andaba perdida en un monte o que quería una pierna como fuere. Una de dos. O se había extraviado o extraviaba una extremidad. Bonaventura, que seguía el razonamiento de lejos, hacía «jaaa, jaaa» con el vaivén de su gran testa barbada y pensaba en el modo de armarle una pata de palo a una mujer, pero, al final, la matrona bondadosa le preguntó si él podría ayudarla a tener un hijo en condiciones. Pagaban bien.

—Jo, señora?

—Ja, jij!

Entonces los vio en su caja:

—Zijn deze kruk benen?

—Ja, cruc veinan.

Y cogió uno. Lo sostuvo en la mano como se sostiene el pene de un hombre. O la pata de un taburete. O un pedazo de leña. Sopesándolo, a la mujer le cambió el gesto de la cara. La bondad se le transfiguró en malicia. Quizá estuviera sosteniendo un gran pene de madera. No dijo nada y, sin embargo, preguntó: «És el que'm penso?», a lo que Bonaventura, sin mediar palabra, respondió que sí sin saber siquiera si quería decirle que, en efecto, tenía un gran pene de madera en la mano: «Ho és». Él sabía que la malicia de la matrona era cosa buena y muy rica si se daban las circunstancias propicias. Asintió otra vez. Ella le reprochó la maldad con media sonrisa y se guardó el artefacto en el bolsillo del delantal:

—Thuis hinkt er iets.

—Ja.

Y sintió que el «ja» podía estar fuera de lugar y no se atrevió a pedirle nada a cambio. Mejor así.


L'imprempta d'en Iosephus R. us presenta…
El gorg d'en Pèlach (on no hi passa la llum)

Ya la otra noche, cuando se supo a solas con su sobrina por las soledades aquellas, tan extensas, tan sin nadie, se le atravesó un mal pensamiento en la sesera. Su señora esposa le había dejado dicho que salieran al alba, con la fresca, hacia una aldehuela vecina, al otro lado de la sierra, donde había apañado el casorio de la niña con un rapabarbas que prometía ponerla cada día un mendrugo de pan en la mesa, que «cuando no afeite al vivo, afeitará al muerto, y aquí paz y después gloria». Siguieron a los deberes maritales un sueño breve y un brío matinal impropios de un arriero con sus años. Bien pronto, con el trino tempranero de los ruiseñores, enjaezó a la bruta, una burrita chica que se ensoñaba comiendo alfalfa y se presumía yegua alta y blanca, y llamó a la niña por su nombre; la huerfanita, la que fuera una mocosa esmirriada, contaba entonces trece primaveras de luciente candor. Partieron: iban el uno a pie, a horcajadas la otra, por un camino polvoriento, pedregoso, entre verduras sin sosiego, peñas airadas y grutas en sombra. El tío, felicísimo, cada vez más lejos de la alquería, amonestaba a su sobrina sobre los quehaceres conyugales, pero, sobre todo, trataba de hacerla entender lo que un zagal con veinte años espera, a la postre, de una muchacha como ella, «que es propia de la crianza la hechura que ofreces al mundo».

Una altra molt formoſa història del nostre famós…
De omine o Llibre dit dels homes, Poderna, Josep R., sine die.
Encara resten nous exemplars a la llibreria
de vell que es troua a la plaça del pou.