Historia del viejo del guardacantón

Historia del viejo del guardacantón II-VIII

Donde acontece un hecho trágico que lleva a Bonaventura a descubrir un lugar secreto a la sombra de un antiguo olmo y donde Bonaventura se reconcilia después con la naturaleza bondadosa de Hiltrud.

Bonaventura se levantó del catre y siguió a la Griteta hasta el dormitorio de su madre. Hiltrud estaba tumbada de costado sobre la cama de matrimonio y las sábanas y el colchón estaban manchados de sangre. Bonatrud lloraba en su cuna porque Hilventur lloraba en el suelo. La Griteta señaló a su madre y dijo:

—Té mal a la panxa.

—I la sang?

—No sé, papa.

—Emporta't als ninos d'aquí.

—Val.

—Al carrer.

—Afora?

—Ja.

Bonaventura se acercó a la mujer y vio que estaba llorando en silencio. No le dijo nada. Le apartó el pelo de la cara con cariño y le puso un beso en la mejilla. Ya no miraba el labio partido. Siempre estaba ahí, roto sobre los dientes. Buscó de dónde salía toda la sangre y, si no había dejado de manar, manaba de entre sus piernas. Malo. Apartó las sábanas con cuidado y encontró al bebé cubierto de sangre viva junto al cuerpo de su madre. Pero la criatura no lloraba. No se movía. Ni gritaba, ni callaba. Aquel mes de marzo Hiltrud parió un niño muerto y, por poco, no se fue con él. Estuvo cerca de morir desangrada por causa de la tristeza. Había perdido a un hijo. Bonaventura puso los despojos del parto sobre la cómoda del dormitorio con mucho mimo, como si cupiera alguna forma de vida en aquella masa de carne, y desnudó a Hiltrud. Luego echó toda la ropa sucia al suelo y cogió a la mujer en brazos. El peso de su cuerpo exangüe le dio mucha pena por ella. La llevó junto a la lumbre del hogar, la tumbó en el escaño y la cubrió con una de las mantas de quererse por las noches que guardaban debajo. Echó más leña al fuego. Luego salió a por un par de cubos de agua limpia al pozo y se volvió dentro a lavarla con un trapo mojado. Los niños jugaban fuera. Mientras pudiera oírlos gritar, le estaba bien. Hiltrud había dejado de llorar y se había sentado con las piernas un poco separadas. Tenía frío. Algunas palabras le temblaban en la boca. Bonaventura la abrazó muy fuerte y no dijo nada. Le dio algunos besos en la frente y en la mejilla y comenzó, como pudo, a deshacerse del horror de la muerte que ensuciaba la piel de su vientre y de sus muslos, pero limpiarle la sangre a la mujer que quieres no es limpiarle el sudor de días a un completo desconocido que se aparece, una noche cualquiera, en tu granja perdida en mitad del bosque. El hombre pasó el trapo mojado por su vientre, por sus muslos y por su coño, con muchísimo cuidado de no hacerle más daño. Aquellos eran su vientre, sus muslos y su coño. Los había besado y mordido. Querido y amado. Limpió también las rodillas de Hiltrud, y sus pantorillas, y también los pies, que eran también suyos después de tanto besarlos. El suelo estaba cubierto de agua y de sangre. Lo secó todo con otro trapo de la cocina y se lavó las manos como buenamente pudo. Después vistió a Hiltrud con un camisón blanco que olía a espliego dulce. Le sirvió una escudilla de caldo caliente y se fue de su lado: la Griteta no podría ocuparse por mucho más tiempo de la pequeña Bonatrud y del travieso Hilventur a la vez. Salió fuera y vio con vida a las tres criaturas. Bonatrud estaba sentada en el suelo, arrancando briznas de hierba que se llevaba a la boca, por probar, y Hilventur hacía lo imposible por asomarse al interior del pozo. La Griteta, la pobre, estaba en tierra de nadie. No sabía si iba o venía. Daba voces a su hermano y miraba por su hermana porque, si la pequeña se tragaba una piedrecita de pronto, se ahogaba y se moría. Bonaventura recogió a la niñita del suelo y le gritó a la mayor, una sola vez:

—O'l baixes o'l llences adins!

La Griteta se asustó al no hallar rastro de broma en la disyuntiva que se le planteaba y corrió de inmediato a tirar de los pantalones del cabrito de su hermano. El hombre, entre tanto, se volvió para adentro y llevó a la pequeña Bonatrud con su madre. Su calor y su cariño le harían bien. Al momento, ya estaban cambiando voces bárbaras entre ellas, pero en Hiltrud podían más las ganas de llorar y tenía que apretar los labios como podía, por no vernise abajo, y asentía con mucha ternura cuando la niñita le preguntaba si la sopa quemaba o no. Bonaventura sacó los cubos de agua sucia fuera y tiró la sangre al campo. «Beu-te-la tota, fill de puta». Luego cogió más agua limpia del pozo. La Griteta y el cabrito estaban trasteando cerca del corral de las gallinas. Los polluelos traían loco de alegría al pequeño de Hiltrud. El hombre se volvió dentro, sin embargo. Tenía que limpiar la sangre del dormitorio. Al pasar junto a la cocina, encontró a la mujer ausente en el escaño. Tenía la mirada perdida en los rescoldos del hogar. Bonatrud se había cogido a una teta y mamaba en silencio. El silencio roto por las voces de los críos les vendría bien a los dos. Deshacerse del horror de la muerte pesaba menos si se atendía de vez en cuando a los disparates que se decían los hermanillos entre sí. Hablaban de la madre malita, de los muertos que flotan en el cielo y de la sangre como reclamo de las criaturas de la noche. Bonaventura empezó recogiendo la ropa de cama. La sacó fuera y la dejó en remojo, en un barreño. Antes de lavarla, quería fregar el suelo, las huellas de los pies descalzos que iban del dormitorio a la cocina y, de la cocina, a la puerta de la calle. Se le antojaban demasiado escandalosas y sucias. Pero antes, antes de ponerse a fregar, se topó con los despojos del parto encima de la cómoda. No era algo que hubiera olvidado porque no era algo que se pudiera olvidar. Bonaventura habría querido dejarlo siempre para más tarde. No sabía cómo enfrentarlo. Y, pensando qué hacer con aquello, no lo miraba a la cara. Ni lo nombraba. Era, sin embargo, un bebé muerto o el cadáver de un bebé. Y puede que también fuera su hijo. La vocecilla de la pequeña Bonatrud dijo «pa, pa» a su espalda. Hiltrud estaba de pie en el umbral del dormitorio:

—E-er is… een graf.

—Waar?

—Achter h-het huis.

Tenía que ser en el calvero umbrío que se tendía a los pies de un olmo antiguo que crecía un poquito más allá de la linde del huerto. Ahí recordaba haber visto dos o tres montoncitos de piedras que creía cosa de críos. Los tenía vistos por causa de sus apretones de antaño. Había estado allí alguna vez. Cogió en sus manos el cadáver del bebé muerto, y todo lo otro, y salió a darle sepultura en el pequeño cementerio de Hiltrud. La mujer quiso antes besarle la frente por última vez. Luego murmuró algo en su lengua bárbara y terrible y dejó a Bonaventura que siguiera con su camino. El hombre fue hasta la umbría del calvero, dejó el cuerpo a un lado, entre las raíces descubiertas del olmo, y probó a cavar un hoyo con las manos desnudas. Porque sí. Luego de abrir un agujero penoso e insuficiente en el suelo, pensó en ir a por la laya y la pala y, entre el ir y el no ir, dejó los ojos puestos en el cadáver del bebé muerto. Si no tenían caja, si no le iba a preparar un ataúd con unas tablillas y unos clavos, debería al menos amortajarlo como buenamente pudiera. Suspiró. Le podía más el cabreo que el fastidio. En Gangrenot acechaba en la espesura del bosque. Fue a por la laya, la pala y una sábana vieja. Primero se ensañó con la tierra de la tumba. «Fote't tota, filla de puta». Tendrían que rebuscar muy hondo si querían su carne. Luego envolvió su cuerpecito en la tela de la sábana, pero sólo recordaba haberle visto puesta la mortaja a su madre, así que hizo lo que buenamente pudo. «Ho sento molt, fillet». El niñito parecía dormido, después de todo. Bonaventura, a continuación, depositó el cadáver del bebé muerto en el fondo del agujero y lo fue cubriendo, palada a palada, de la misma tierra que había sacado del agujero, pero no había suficiente y no le valió para cubrir la tumba por completo:

—Fill de puta, tot… Tot!

—Deputa, deputa!

El muy cabrito se escondía y no se escondía detrás de unos matojos, a su espalda. El hombre y el crío se miraron un momento. En Hilventur se divertía con ocasión de todo porque todo le valía para divertirse. Casi tenía dos años en el mundo. Le sonreía y no le sonreía y, de pronto, porque sí, cogió y le soltó a la cara:

—DEPUTA TU!

—Seràs cabronàs…!

—Qu'és un cabronàs, papa?

La Griteta, claro, andaba detrás, buscándolo.

—No res, ratolina.

—Papa…

—Què?

—Què feies aquí?

—Ara no, Griteta.

—Per què no?

—Au, aneu a busca'pedretes per a la tomba del vostre germà.

—És aquí?

—Porteu moltes, qu'heu de fer una pila com aquesta.

—Més gran, papa?

—Més gran, filla.

La Griteta se llevó a su hermanito de la mano, «¡deputa, deputa, deputa!», y el pobre Bonaventura se quedó mirando la tumba por cubrir de su hijo. El pestilente den Gangrenot ya no les acechaba en la espesura del bosque, sino que les aguardaba, como a todos, dentro de la misma tierra. «Així t'ennueguis, fill de puta». Si la muerte pudiera morir, la querría muerta. «Així't moris ben morta, filla de puta». Y paró mientes en el gorjeo de un jilguero y no en las muchas cicatrices del tronco del olmo. Todo estaba bien en la naturaleza. Era una mañana más de primavera. Sacaría tierra del huerto para la tumba. Tenía, por aquel entonces, dos bancales desiertos de suelo franco y allí habían tres pilas de piedras calladas. Tres tumbas más. Otros tres niños muertos. El bueno de Bonaventura concluyó que Hiltrud no podía volver a parir o acabaría detrás de la casa, bajo otro espantoso montón de piedrecitas calladas. Y no había más manera de no parir que no preñándola. Llevó la tierra del huerto a la tumba, palada a palada, hasta que la cubrió toda entera. Luego ayudó a la Griteta y al cabrito de su hermano a levantar una nueva pila de piedras calladas.

—Ja'stà fet.

—Ja?

—Sí. Ja no hi podem posar més pedretes.

—Cauen?

—Sí, cauen.

—Le'pedres?

—Sí, les pedres.

—Papa…

—Què, ratolina?

—Per què s'ha mort?

—No ho sé, filla.

—No volia viure?

—Sí volia. Tots volem viure, filla.

—Viu-re, pa.

—Viure, sí.

Bonaventura se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones con unas palmadas polvorientas. Tenía las manos entre sucias y negras de porquería y se sentía agotado. Miró un momento a las criaturas. Estaban entre tristes y espantadas. El montoncito de piedras que acababan de levantar se callaba demasiadas cosas.

—Apa, bitxos, c'ara anireu amb la vostra mare i li fareu un'abraçada ben forta.

—I petons?

—I petons.

—Peton, peton!

—Prô abans us renteu les mans, eh?

—Val, papa.

—Peton, paaa!

Y Bonaventura se inclinó para que el pequeño Hilventur le plantase un beso en el mentón y, luego de verlos marcharse a la carrera, se estuvo un rato más a la sombra quieta del olmo. No atardecía, que era pronto por la mañana, pero sentía en el pecho que el sol se estaba poniendo y que las luces menguaban en el cielo. Los dorados, los morados y el negro de la noche estaban por llegar. Intuyó que la brisa fresca acechaba en la fronda. Quiso oír el canto del chotacabras en las profundidades tenebrosas del bosque y no el mugido enervado de la vaca en su establo. Tenía que ordeñarla, ponerles de comer, echarles de beber, limpiar las cuadras y lavar la ropa que había dejado en remojo dentro de un barreño. Tenía que tender las sábanas al sol y tenía que fregar los suelos manchados de sangre, del dormitorio a la puerta de la calle, antes de que los niños lo pisotearan todo con sus pies descalzos y tenía que cuidar de Hiltrud, para que no se le viniera abajo, y tenía que procurar que los muy cabritos, que ya habían entrado a voces en la casona, la dejaran tranquila en la medida de lo posible. Acababa de parir un niño muerto. Tenía que sacarlos de allí cuanto antes y tenía que ponerse con el guiso de la comida y tenía que pensar la manera de seguir follando con Hiltrud sin dejarla preñada. Ya de chico, le habían prevenido muchas veces acerca de los peligros de los sodomitas que acechan a los críos tras las esquinas. No es que tuvieran que ver de forma directa con el hombre del saco, pero tenían todos una misma hambre de niño. Y los ojos de aquellos hombres, para el pequeño Bonaventura, eran todos iguales, igualmente ávidos y crueles, pero la sodomía, puesta en frío sobre la mesa, no era monstruosa en modo alguno si las dos partes se ponían de acuerdo. Claro que él era hijo de la vieja de Poderna y Hiltrud, del campo y sus tradiciones. Aunque nunca tuvo claro el sentido de las creencias de la campesina, él siempre obró un poco como si ella perteneciera a un mundo antiguo, trasnochado y fantasmal. Las evidencias que pudo hallar en sus días en la granja de Hiltrud no importaron gran cosa porque no supo verlas. O no quiso. Él procedía de la escuela del pensamiento moderno y racional y sabía que el ano recogía lo mismo que arrojaba. Si ella aborrecía la idea de recibirle en el ano, no sería por falta de ganas. La vieja maraña de supersticiones que sostenía que la sodomía era contranatura daba por sentado que la espalda de los hombres estaba pensada para andar a dos pies y nada más natural en un hombre que una espalda dolorida por andar a dos pies. Nadie, de hecho, se había sentado nunca a pensar nada. De ser así, lo habría pensado mejor. Qué menos, se decía el campesino fabril, que ponérselo fácil a las mujeres a la hora de parir. Bonaventura no podía no asumir que su hijo no estaba en manos den Gangrenot por el designio de nadie. No había ni designio, ni nadie que designara. El curso de la evolución era tortuoso y el cauce del parto se había estrechado dramáticamente en algún punto. Quién sabe cuándo ni por qué causas. Los niños, después de todo, se seguían muriendo y los hombres, lo comprendieran o no, buscaban consuelo donde podían y algunos, por sufrir menos, se abrazaban a fantasmas y esto, el bueno de Bonaventura, tenía que respetarlo y punto. Del mismo modo, tendría que respetar la decisión de Hiltrud de no poner el culo si no le venía en gana y, si no se podía follar, no se follaba y punto. Tendrían que vivir de la masturbación. No podían volver a preñarse. Metérsela en la boca era algo que ni él mismo había considerado. Por lo del labio partido. A las malas, pensó, tendría tiempo de disuadirla. El luto de Hiltrud por su hijo muerto duró cerca de cuatro meses. Bonaventura pasó muchas noches solo en su dormitorio, tallando ejemplares del monstruoso Gangrenot devorando a una criatura. A la larga, su trato diario con lo repulsivo y lo repugnante de aquella efigie acabó suavizando las formas del figurón. Una tarde de finales de junio acudió con la Griteta y el pequeño Hilventur al cementerio de niños de Hiltrud y regaló su mejor Gangrenot a su hijo muerto. Sin saber muy bien por qué, lo dejaron sentado sobre el montoncito de piedras calladas y se despidieron hasta la próxima vez del figurón y del muerto. La verdá era que no sabrían distinguirlos después de tantas lluvias. Dos o tres semanas más tarde, la mujer Hiltrud se coló en su habitación y resultó que se tenían tantas ganas que el bueno de Bonaventura, por más que lo tuviera pensado, no supo ni resistirse ni explicarse y lo acabó echando todo dentro del coño de Hiltrud. Fue cosa de un suspiro. El embrujo terrible de la muy bruja lo había embelesado con dos tetas grandísimas en la cara y sentía tanta alegría de dejar correr la leche materna por su boca que dejó, sin quererlo, que corriera todo lo demás y la esperma corrió a derramarse lo primero de todo. Quiso lamentarse cuando volvió en sí. Tenía todo el pene metido dentro de la mujer. No podían volver a preñarse otra vez. No podían correr ningún riesgo, pero el bueno de Bonaventura se sabía un hombre tan pequeño y tan simple que aceptó sin más que la vida le podría siempre que se lo propusiera y se dejó ir. No servía de nada quejarse:

—Prô, Iltrud, què'm fet?!

—Fullar, mijn liefde.

Que venía a ser «vivir, idiota» y Hiltrud parió otra niña llorona y grande a mediados del mes de abril del año siguiente. No tenía el pelo negro de su padre, pero sí unos ojos muy oscuros y, de algún modo, meridionales. Quizá fueran suyos. Quizá fueran producto de la luz. El hombre, en aquella ocasión, no se dejó engañar por Hiltrud y estuvo en la puerta del dormitorio durante el parto. Luego de oír el vagido de la criaturilla, entró en la habitación, levantó a la niñita bien alto en sus brazos y le puso como a su madre aunque tuviera el cabello medio rubio y medio colorado:

—I aquesta es dirà Carmeta, diantre!

También era Carmeta la mayor de sus hermanas, pero Bonaventura prefería ocupar su tiempo en la memoria de sus dos padres. También pensaba a menudo en los últimos días de su niñez, poco antes de emplearse en la fábrica del textil. Mientras cosechaba el fruto de sus groselleros, cerca del cementerio de niños de Hiltrud, Bonaventura solía abandonarse en recuerdos de su vida anterior. Vista en la distancia, halló que su vieja Poderna estaba poblada de monstruos horribles. Había hombres que ocultaban su naturaleza monstruosa a la luz del día y había naves industriales de vientre monstruoso que no se ocultaban ni a los hombres, ni a la luz del día. Vacilaba, sin embargo. Creía que era mucho peor la suma de todas las pequeñas mezquindades que, entre todos, juntaban al cabo de una jornada. Parecía siempre más sencillo matar a un dragón que molestarse en educar a todo un barrio. Bonaventura se llevó una grosella de color rojo a la boca y, al estallarle entre los dientes, cayó en la cuenta de que hacía ya tres años que había echado al suelo los pimpollos de grosellero. Él, quizá, llevase cuatro años de paso en la granja de Hiltrud. Y ya no era un chaval. Después de aquel primer beso, se sentía otro, un hombre. Fue a primeros del mes de febrero, bajo los sauces del mimbre. Hiltrud dijo que estaba aburrida de estar en casa, harta de la cocina y de las paredes, y les había acompañado fuera, a recoger leña. Llevaba una criatura de siete meses en el vientre y a la pequeña Bonatrud de la manita. En Hilventur corría por delante y la Griteta le andaba detrás, como siempre:

—Espera't, collons!

—Neee! El follet se fuig!

—Ratolina, c'us pugui veure.

—Wat is fullet?

—En cleine man.

—Een dwerg?

—Potser, ja.

Y entonces la halló preciosa con sus grandes ojos de campesina, sus mejillas sonrosadas y su labio partido sobre la boca. Hiltrud iba con la cabeza alta y la espalda dolorida. Cargaba con dos tetas enormes, una criatura de siete meses y la supervivencia de toda una granja en los hombros. Había parido a tres niños sanos y había enterrado a cuatro bebés muertos en un calvero del bosque. Hiltrud le miraba con la curiosidad de una jovenzuela enamorada. Bonaventura había detenido su paso para observarla un momento. Parecía embobado. No podía olvidar que ella le había acogido en su casona del bosque cuando no era más que un pobre desgraciado que no tenía donde caerse muerto. Y le quería. Y él quería a su hija pequeña y al cabrón del cabrito y a la Griteta. Y la quería a ella. Y quería también a la criatura que estaba por llegar y no había dejado de querer nunca al niñito que enterrara con sus propias manos en el cementerio de los montoncitos de piedras. Hiltrud era una voluntad preciosa. Hiltrud era el cariño sin medida por las cosas menudas. Hiltrud era el cuidado de los polluelos y su gusto por los capones. Llegado el momento, no dudaba en partirles el pescuezo con un «crec» justo y necesario. Luego le había mostrado la manera de desplumarlos, eviscerarlos y cortarlos en pedazos sanguinolentos. No le explicó nunca cómo los guisaba, ni qué hierbas usaba para sazonarlos: se los servía en un plato y se los comían con grandísimo placer del paladar y muy poca memoria de los polluelos. Los cinco los habían visto engordar desde que salieran del huevo porque, los cinco, se habían encargado de engordarlos un día sí y otro también. Hiltrud los mataba siempre delante de la puerta de casa, a la vista de todos. Crec. Crec. Crec. Hiltrud le había enseñado a dormir con el murmullo de los miembros amputados dentro del armario. Habló con cierto fervor de «weerstand» y de «opstand» y Bonaventura creyó quererla aún más. Fue en su busca, sobre la hojarasca del bosque. Quiso expresarle todo lo que le bullía en el pecho y no tuvo palabras para decirlo. Prefirió darle un beso en la boca, pero Hiltrud le apartó la cara y le miró interrogante: «Wat doe je?». El hombre la cogió de la mano, por no decirle lo que no sabría decirle, y la besó en la boca. Luego besó también su labio partido porque quería besar a Hiltrud y Hiltrud, entre otros muchos accidentes, era su labio partido. La amaba. Ella le había dado a entender en más de una ocasión que no iban a dejar de quererse por más piedras que tuvieran que amontonar en el cementerio. Y Bonaventura, al final, lo dijo como vino:

—T'estimo, Iltrud.

Y se besaron una vez más en la umbría del bosque, en una mañana sombría, en lo peor del invierno. La pequeña Bonatrud, que los miraba desde abajo, se reía de las cosas de sus padres: «Què fa, pa-pa?», pero el beso sólo se rompió cuando el cabrito den Hilventur cogió una amanita muscaria del suelo para llevársela a la boca. Por sus colores, tenía que estar riquísima:

—Quiet, animalot! Quiet!

El cabrito miró a su alrededor por ver si la cosa iba con él.

—Griteta, hòsties! T'he dit que no'l deixis menjar-se cap hòstia del terra, collons!

—Ai, papa! Sempre jo…!

—Ni ai, ni re'! Treu-li això de les mans, va! I tu, animalot, deixa'star això… Ara! Ara t'he dit! Mira c'arribes a se'ase, fill… Mira que'ts! Mira que sou… Prô mira que sou…!