Historia del viejo del guardacantón

Historia del viejo del guardacantón II-IX

Amades, Llibre dels somnis, Barcelona, Editorial Selecta, 1979, página 26.
Donde el contento de los días lleva a Bonaventura a cruzar ocho años de su vida con gran plazer y donde se da comienzo al penoso tiempo del pesar.

Hiltrud, a su lado, estaba más contenta. Le apretaba la mano a su hombre con cariño y pensaba, por pensar en algo, en el nombre que le pondría a la criatura que se revolvía en su vientre. Quizá fuera el momento de preguntar por la abuela paterna. Ella todavía no sabía nada de la vieja Poderna y sus monstruos. Apenas entendía el romance y las historias que Bonaventura les contaba. Hiltrud manejaba bien el «vull fullar», el «llepa'm las mamalles» o aquel otro «fica'm-la dins» que no aparecía nunca en sus hazañas de chaval. Estas y otras consideraciones hacia su hombre le valieron, al menos, otros cinco hijos más: l'Adelita, el Joris, el murri den Pieter, la Marieta y en Klaas, nacido Nicolas una tarde nevosa de primeros de abril porque Hiltrud siguió pariendo cada año, sin falta, en algún punto del mes de abril. El bueno de Bonaventura, en el curso de aquellos ocho años, tuvo que preparar cuatro montoncitos de piedras más. A sus treinta y tantos años, las tumbas habían rodeado el olmo antiguo. Pero no fue eso. El lugar se le antojaba tan quieto y sombrío que acabó por poner un figurón de madera sobre cada montón de piedras calladas. Casi siempre fueron advocaciones del monstruoso Gangrenot, pero las dos últimas tallas no fueron obra suya. Él no fue capaz de sacarlas adelante. Las realizó el cabrito den Hilventur. El año que nació l'Adelita, el crío se puso muy malo y casi se les muere por causa de no sé qué fiebres infecciosas que asolaban la comarca. Estuvo varios meses muy malo, postrado en la cama. Al final, cuando pudo salir de la habitación por su propio pie, no le quedaban ganas de correr ni de jugar. Salvo en las preguntas, ya no era un niño. Se pasó todas las tardes del invierno sentado en un taburete junto a su padre, mirándole bregar con la madera. Por lástima y por no verlo parado, Bonaventura le dio al crío un taruguito tierno y un escoplo viejo, que estaba medio romo. Después de ver cómo le imitaba durante días, que incluso le seguía en los bufidos, el hombre le enseñó el modo de vaciar un bloque de madera en busca del figurón exacto:

—Perquè'l ninot s'está aquí, dintre de la fusta.

—Aquí dins?

—Sí, fillet. Tu només l'has de cercar amb aquest'eina que t'he donat.

—Així?

Siete años después el bueno de Bonaventura había dejado de tallar madera. En Hilventur lo hacía mucho mejor que él y, de alguna forma, le podía el pudor de saberse superado por un mocoso de once años. De otra parte, se sentía calladamente orgulloso, y no porque fuera su maestro, él no había podido enseñarle apenas nada, pero él había sido quien le había puesto las herramientas en las manos al crío y nunca jamás le había dicho que no sería capaz de esto o de aquello. En Hilventur le desbordaba en imaginación y en técnica. Las semillas de las historias de la vieja Poderna que Bonaventura había sembrado a lo largo de su infancia brotaron en Hilventur con los fabulosos figurones de l'Amo, del Cap (sindical), de l'Algutzir y de la terrible Comtessa que recogía en su carruaje a los niños que se encontraba solos por la calle. El hombre casi se echó a llorar el día que el crío le enseñó su particular visión del salvaje Macías que ronda desnudo las montañas de su tierra. Era maravilloso, digno de los versos del propio Macías:

Tras gran peſar, plazer

algun tempo ſpero hauer.

Pero, en el caso de Bonaventura, parecía que los términos se habían invertido:

Tras gran plazer, peſar

algun tempo ſpero hauer.

Y el «ſpero», en la lección de su testimonio, debía leerse como una previsión y no como un anhelo. Aquel «tras gran plazer», sin embargo, le placía bastante porque lo daba por cierto. El bueno de Bonaventura había gozado de la compañía de Hiltrud ocho años más y no podía decirse que el soldado Bonaventura reservara nada a aquellas alturas de su vida. Habían follado mucho. Y, si no follaba, también estaba bien. Le gustaba estar con los críos. La Griteta le acompañaba siempre en sus visitas a la aldea y a las otras granjas de la comarca y acabó por ocuparse de los trueques, que el manejo del idioma, quieras que no, les valió su hogaza de pan tierno a la semana, su tinajita de aceite, su cera para las velas y sus saquitos de garbanzos, lentejas y judías secas. Sus «kruk benen» ganaron fama de «onfeilbaar» y las mujerucas, al parecer, seguían sometidas a una plaga terrible de patas rotas en sus casas. Con esta humedad, ya se sabe. La Griteta, además, introdujo los trabajos de su hermano en los templos de la región. En cierta ocasión, lo llevaron en el carro a ver los santones viejos de una ermita perdida en medio del bosque y en Hilventur, después de unos meses de probaturas en casa, les colocó uno nuevo, que era más bello en su pasión, por cuatro cuartos. Al parecer de los devotos, gustó a los romeros y el siguiente santón ya lo colocó por ocho cuartos. Bonaventura no dijo nunca que tenían todos la carita del Cap (sindical) con algo más de drama en el gesto porque su hijo Hilventur se estaba ganando la vida de una manera honrada con apenas doce ó trece años. Pensó seriamente que debía buscarle una ciudad, un barrio y un gremio. Necesitaba un maestro de la madera que le descubriera los secretos del oficio. En cuanto al bueno de Bonaventura, entre unos y otras lo relegaron a las tareas manuales de la granja. Y al huerto, la leña y el trajín de fardos misteriosos en el cobertizo. Aunque las manos de la Griteta y den Hilventur aportaban su parte a la casona, había allí muchas más bocas que alimentar y los brazos de Bonaventura, en la época de la cosecha, no daban para tanto. ¡Lo que comen una vaca y un buey! A lo sumo, pasarían un par de cajones por la granja cada tres-cuatro meses. A Bonaventura le pareció ver menos tullidos en los caminos. O acaso había dejado de oír el crujido de huesos en el arcón. De un tiempo a esta parte, recibía la vida como venía. Si tenía que construir más habitaciones porque no se cabía en la casona, levantaba las paredes que hicieran falta sin saber, siquiera, por dónde empezar. Si tenía que ganarle unos metros a la margen salvaje del bosque, se servía del hacha para echar abajo unos cuantos árboles y arrancaba después la maleza a golpe de azada. Y, si tenía que preparar cuatro bancales más para procurarse más verdura, empezaba de nuevo con el ciclo de la tierra inculta, las raíces viejas y las piedras. El bueno de Bonaventura tenía claro que, si estaba en su mano, no pasarían nunca hambre. La pequeña Bonatrud, que era toda voluntad, y muy buena, le ayudaba a cargar tablas, piedras o lo que fuera que estuvieran trajinando. Le llevaba agua fresca si lo veía fatigado y cuidaba, en lo posible, de sus hermanos pequeños. La Carmeta, mucho menos inclinada a las labores de cualquier tipo, daba voces a sus hermanos sólo si se distraía de lo suyo: la observación del paso de las nubes por el cielo. El Joris se les fue pozo abajo cuando tenía cuatro años. No murió, pero perdió la alegría de vivir cuando lo subieron en el cubo. Su contento se tornó en miedo. L'Adelita fabulaba que el Joris, allí abajo, había hablado cosas horribles con el Gangrenot y que su hermano, después de aquello, veía fantasmas en todas partes. Por eso, decía, no podía estar nunca alegre. Una tarde de otoño, a pocos días de la funesta «nacht van de doden», el cuitado Joris se sentó a su lado con una cuita nueva:

—Pare…

—Bonaventura.

—Què?

—Diga'm senyor Bonaventura.

—Que no'ts el meu pare?

—Jo?

—Sí.

—Que m'has vist cara de pare?

—Para, pare!

—Ai, Joris! Tons germans i tu sou tots, ben bé, fills de la Iltrud!

Hiltrud tuvo un parto muy malo aquel mes de abril. El bueno de Bonaventura, que seguía cosechando grosellas tantos años después, no quería recordarlo, pero siempre que echaba la vista atrás, siempre que se buscaba en los días de su vida anterior, acababa varado en aquella mañana de primavera. Hacía cinco meses que la Griteta había abierto la puerta del dormitorio de matrimonio y había salido a pedírselo:

—Papa…

—Què passa?

—La mam vol que vinguis.

—Prô si no està…

—Papa…

—Si'ncara no…

—Vine.

Hiltrud seguía dentro. Gritaba horriblemente por causa del dolor, que llegaba en oleadas, cada pocos segundos. La Griteta volvió al interior de la habitación y Bonaventura, aunque no quería entrar por nada del mundo, no pudo no atreverse y tuvo que seguirla dentro. Su mujer estaba en la cama, tratando de parir una criatura más. Él había pensado llamarla Piet por el Zwarte Piet del Sinterklaas, pero ya tenían un Pieter en casa, que no era, ni de lejos, negro, y la Hiltrud, en cualquier caso, le había vaticinado que sería una niña de nombre Blenda. La Griteta, a todo esto, le estaba hablando:

—La mam diu que'l nen té'l caparró massa gran i que no hi passa.

—Com que no hi passa?

—No hi cap, papa.

Llegado este punto, la razón de Bonaventura estuvo a punto de desmoronarse como cuando se viene abajo un edificio ruinoso en la soledad del barrio. El curso de la evolución era tortuoso y el cauce del parto se había estrechado dramáticamente en algún punto. La cabeza del crío no cabía, pero el crío tenía que salir. Hiltrud no podía sacarlo, pero el crío no se podía quedar. La Griteta, a todo esto, seguía hablándole:

—I la mam diu que'l nen no pot estar-se així més estona.

—I què?!

—La mam diu que l'has de treure tu.

—-Jo? Com? No deies que no hi cap?!

—Has d'obrir la panxa de la mam, papa.

—No.

La Griteta ya no era niña. Siguió hablando. Le dijo:

—La mam m'ha dit que facis un tall a un costat del ventre per treure'l nen.

—Què? No, no. Jo no.

—Papa…

—I ta mare, què?

—Després encara hi serem a temps de tancar-ho tot.

—Tancar-ho tot?

—Amb fil i agulla, papa.

—No fotis, ratolina.

—Papa…

—Val, val, val.

Pero no valía nada, en verdá. Él no sabía levantar paredes, ni talar árboles, ni labrar un huerto y, sin embargo, ahí estaba a sus treinta y tantos años. Lo dijo sin pensar en hacerlo:

—Porta un ganivet.

Luego vino todo aquello del tajo, los gritos, la sangre. Ni el cuchillo era bueno para cortar, ni sus manos respondieron como debían, ni la Griteta supo decirle más. El caso fue que sacaron a la criatura del vientre de Hiltrud cuando Hiltrud hacía rato que había dejado de gritar. Estaba desmayada. O muerta. El caso fue que no volvió a despertar y que la criatura era una niña que sólo se dignó a llorar después de que su hermana le diera un par de buenos azotes: «Viu, papa. És viva». Pero Bonaventura sólo tenía ojos para su mujer muerta en la cama. Hiltrud era entonces un cuerpo cansado de la vida. Más allá de las manchas de sangre y de las feas heridas abiertas en su carne, el hombre reparó en las muchas estrias del vientre. No podía decirse que no había vivido. Se sentó a su lado en la cama y pidió a la Griteta que los dejaran tranquilos un rato. Ella, que había perdido a su madre, tenía que mirar qué estaban haciendo fuera los burros de sus hermanos. Luego de quedarse solos, Bonaventura tomó una manaza de Hiltrud en la suya y le bajó los párpados con cuidado de no despertarla. No sabía llorar. Le prometió, sin embargo, que la recordaría preciosa con sus grandes ojos de campesina, sus mejillas sonrosadas y su labio partido sobre la boca. Después la tapó como si estuviera dormida y se dejó pensar en todas las cosas que tenía que hacer aquel día. Enterrarla no sería la primera. Antes tenía que decírselo a los hijos de Hiltrud: «La vostra mare s'ha mort». O «s'ha mort, la Hiltrud». Como quiera que viniera. Tanto daba.

—La mare és morta.

—És al cel?

—No. No és al cel.

Porque no hay cielo. Porque los muertos no van a ninguna parte. Porque no hay nada después.

—I on és, papa?

—La posarem sota terra, al cementiri. I…

Respiró un momento.

—I s-si la voleu veure, la, la tindreu ben a prop.

Luego vinieron todos los llantos y todos los lamentos del mundo y el cabrito den Hilventur, que quiso abrirse la cabeza con el tronco de un haya, y las carreras sin consuelo por el campo y la limpieza de la sangre en el dormitorio, del horror de la muerte en la piel de la muerta, que Bonaventura mandó que se haría a solas y en silencio. Más duro fue lavarla a ella después, tan fría y tan quieta, o la costura del tajo abierto en el vientre con unas puntadas penosas que sólo le había visto hacer a Hiltrud en el escaño de la cocina durante un montón de años que, en aquel momento, se le antojaron muy poquita cosa. No velaron nada por la noche. Bonaventura no quiso. Puso a los niños a dormir y salió a cavar la tumba por no echarse en la cama a pensar. En cuanto la fosa le pareció suficientemente honda, volvió al dormitorio a colocarle la mortaja a Hiltrud a la luz de la llama de una vela. Usó una sábana usada. Tanto daba si estaba sucia. Luego la llevó en brazos por última vez y ella no se rió como las otras veces que la levantaba del suelo. Dejó el cuerpo dentro del hoyo y no dejó la carga. Supuso que no podría dejarla nunca, así que se puso a echarle puñados de tierra encima. Tanto daba si se le acababa. Tendría que traerse unas paladas de más del huerto. Tendría que juntar un montón de piedras en la oscuridad de la noche y tendría que pedirle a los niños que levantaran otra pila para su madre a la mañana siguiente, después de ordeñar la vaca, ponerles de comer, echarles de beber y limpiar sus cuadras otra vez. Estaba acumulando un montón de estiércol junto al huerto. Pero tanto daba si había demasiados excrementos. Los despertaría poco después de que cantara el gallo y, quizá entonces, no se sentiría tan solo. Pero la Griteta no dormía. La Griteta estaba sentada en el escaño con la niñita en brazos:

—No deixa de plora', papa.

—Tindrà gana.

—No vol menja', papa. Li he donat llet calentona i no se la vol prendre.

—Tingues paciència, ratolina. No és arribada al món i j'ha perdut la mare. Li direm Blenda, d'acord?

—Blenda, papa?

—És el que deia ta mare.

—Blenda?