Historia del viejo del guardacantón

Historia del viejo del guardacantón II-XI

Smith, In bury street, ilustración de Remarks on rural scenery, London, Nathaniel Smith, 1797.
Donde el bueno de Bonaventura termina sus días en la granja de Hiltrud.

Entonces el bueno de Bonaventura vio el librito en octavo que la Griteta llevaba en la falda y sintió muy hondo el reproche que le estaba haciendo, quisiera o no. El título al completo lo leyó una única vez hacía ya muchos años, cuando se lo encontró por casa, por ver qué sacaba en claro:

Der Abentheurliche

SIMPLICISSIMUS

Teutſch /

Das iſt:

Die Beſchreibung deß Lebens eines

ſeltzamen Vaganten / genant Melchior

Sternfels von Fuchshaim / wo und welcher

geſtalt Er nemlich in dieſe Welt kommen / was

er darinn geſehen / gelernet / erfahren und auß-

geſtanden / auch warumb er ſolche wieder

freywillig quittirt.

Überauß luſtig / und m̅ānniglich

nutzlich zu leſen.

An Tag geben

Von

German Schleifheim

von Sulsfort.

Monpelgart /

Gedruckt bey Johann Fillion /

Jm Jahr MDCLXIX

De todo aquello, él se quedó con las partes que entendía, que eran el «SIMPLICISSIMVS» y la fecha de publicación de la obra. A juzgar por los gruesos números romanos al pie de la cubierta, el año le daba que era un librito ciertamente antiguo y él no lo hubiese dicho nunca viendo el estado del papel. Bonaventura todavía recordaba los inmundos pliegos del Josepus. Recordaba sus grabados de madera y recordaba sus romancillos de viejo. Pero por «SIMPLICISSIMVS» no le venía nada a la cabeza. Tomando esto de aquí y de allá, le inventó al libro la historia de una criaturilla muy sencilla y de natural bueno que era nacida sin parentela conocida. El «simplillo», que era como lo llamaban en casa, rondaba solito los parajes de una comarca remota en busca de sus padres y, en sus muchos viajes por la región, oponía su ingenuidad a la vileza de las gentes bajas y altas. Porque su «simplillo» pisaba con pie igual las chozas de los pobres campesinos y los palacetes de los señorones de la ciudad y, en todas las partes que paraba los pies, acababa descubriendo la ruïndad que cocía secretamente en el corazón de los hijos de aquella tierra. Salvo los hombres verdaderamente malvados como l'Amo de todos los cuentos, casi todos aquellos que se sabían descubiertos al fin rompían a llorar como si fuesen niños de cuna y se abrazaban a la simpleza del «simplillo». La Griteta fue la única que no le quiso creer. El bueno de Bonaventura se recordaba pasando las páginas del librito, mientras improvisaba nuevas hazañas del simpático «simplillo», y sabía que ella sabía que él no estaba leyendo las aventuras del «simplillo» en las líneas de aquel libro. Por aquel entonces, cuando la Griteta no era ni niña ni mujer, ella sabía que su padre no leía las líneas de aquel libro porque su padre no había podido enseñarle a leer la lengua de su madre en las líneas de aquel libro porque su padre no sabía leer las líneas de aquel libro. Luego, si la Griteta se había puesto el Simplicissimvs en la falda cuando su padre la llevaba en carro de camino a su nuevo hogar, a Bonaventura sólo le cabía entender que su hija mayor le estaba reprochando su mala educación. Él mismo le había enseñado las cifras y las letras que conocía. Le había revelado los misterios del abecedario y le había descubierto la relación sutil que unía a cada letra con un sonido de su lengua vernácula. La Griteta se miraba la portada a dos tintas del Simplicissimvs y no podía entender palabra de aquel «Die Beſchreibung deß Lebens eines» por más que lo leyera en romance y lo pensara en la lengua de su madre. Comprendía la cifra romana. Si su padre no se lo había inventado todo, la M equivalía a mil, que era diez veces cien, la D a cinco veces cien y la C a diez veces diez. La L valía lo mismo que cincuenta, que era cinco veces diez, y la X correspondía a diez unidades de uno. La I antes de la X suponía restarle uno a diez y, en aquella cifra romana, se daba un total de mil seis cientos sesenta y nueve años. No sabía cuándo podía ser eso, ni conocía a ningún Schleifheim en la aldea, pero debía ser alguien importante si su nombre iba en bermellón como el «SIMPLICISSIMVS», que era el nombre del librito.

—Quines històries ens deies, papa?

—Com dius?

—Tot allò qu'inventaves de la ciutat.

—Ja.

—Totes aquelles històries de lluites als carrers, t'en recordes?

—Sí, si'ncara les dic als teus germans… Passa que tu ja no'm vols escoltar, ratolina.

—Ja. No penses… Papa, no has pensat mai que aquelles històries que'ns deies no'ns aprofitarien pas, aquí?

—Que no t'agradaven, filla?

—Sí, prou. Prô, papa… Aquí no tenim xemeneies de fum negre, ni obrers forçuts i valents, ni'squirols fortament alienats pel capital.

—Què no hi ha'squirols als arbres?

—Papa…

—Ja.

—De vegades penso que'ns parlaves d'un altre món, ben diferent al nostre… I que reee'de tot allò no'ns podia fe'profit. Tot allò teu, papa, ens quedava massa lluny. Totes aquelles històries qu'inventaves…

—Potser. Prô no era pas tot inventat, filla.

—Au, papa!

—Que't penses que'ls camperols sou aliens als mals de la ciutat?

—Aquí no tenim fábriques, papa. Ningú no'ns mana.

—Oi que dius això perquè no't cap al cap que la terra pertanyi a ningú?

—Clar que no.

—Ja.

La Griteta vaciló. Si su padre decía que la tierra pertenecía a alguien, estaba pensando otra vez en la figura de l'Amo. El mundo, a sus ojos, estaba todo en manos de un Amo y todo Amo era malvado en tanto que era Amo. Esto lo ponía en duda la Griteta mediando las fórmulas del pensamiento moderno que su padre le había tratado de inculcar desde chiquitita:

—Que no. Ara'm diràs que l'aigua dels rius pertany a l'Amo i que l'aire que respirem, també.

—No, ratolina, prô els pous i les sínies en tenen tots un.

—No és el mateix.

—No.

—Clar que no.

—Ja.

En cierta ocasión, siendo ella una mujercita, su padre le había hablado de la violencia estructural, pero aquella idea no la tomó nunca en serio porque se le antojó demasiado espantosa. No hubo ni habría nunca un grupo de amos sentados alrededor de una mesa tramando una estructura violenta per se porque la tierra, a sus ojos, era muy grande y muy rica y todos podían tener su parte sin problema. Ningún Amo malvado tenía necesidad de acaparar una loma para sí y para nadie más. Acaso valdría la pena luchar por las puestas de sol de ciertos cerros abandonados, pero los llanos de su comarca eran extensos como mares. Había tierra para aburrirse. No había más que buscar el horizonte. Se extendía en todas las direcciones. Si se la pudiera contar con números romanos, se acabarían antes las letras del abecedario. La Griteta echó un vistazo al ejemplar del Simplicissimvs que tenía en la falda y, luego, miró a su padre:

—Què penses, ara?

—Que pot ser que m'hagi equivocat, i molt.

—Amb les teves històries?

—No. Sí. No ho sé… Potser que només us hagi ensenyat les meves pors.

—Què dius, ara?

—La por a passar gana i a passar fred, ratolina. Que no són ben bé meves.

La Griteta intuyó unas raíces sordas hundiéndose en el subsuelo de los días.

—Penso qu'és el que hi ha'l darrere de tot plegat.

—Ningú no vol ser pobre, papa.

—Ja.

—I tu sempre ho has estat.

—Sí.

—Per'xò t'hi vas posar a la confederació.

—Sí, sí. Si treballant no se'n pot sortir, filla.

—Per'xò m'hi caso, papa.

—Eh?

El letrado era un viejo decrépito. La Griteta, como cuando Hiltrud ponía un plato en la mesa a los miserables de los caminos, le contó que, a la muerte de su esposo, tendría dinero suficiente para sacar a todos sus hermanos de la miseria de la granja. Bonaventura, que no se sentía un miserable porque ponía de comer a los miserables de los caminos de vez en cuando, quiso seguirla en su razonamiento, pero le podía más la pena de haberse equivocado en la vida, en general. Su hija la mayor estaba cerca de ser una puta y él sentía pena de todas las putas del mundo. Quiso consolarse pensando que el viejo apenas podría con su alma y que, por complacer a su jovencísima esposa, le regalaría un «kruk been» bien duro. Quiso convencerse de que quizá no la tocaría nunca, pero su hija, quién quiera que fuera aquel otro hombre que estaba por volver una mañana temprano, les había salido preciosa. Él la había visto danzándole a los árboles y a los arbustos en mitad del bosque cuando no era ni mujer ni niña, pero le dolían más en el tuétano del esternón los dedos decrépitos del viejo abriéndose paso entre los muslos de su hija.

—Papa, que no dius res?

—No. Estic una mica trist.

—Jo'staré bé, papa.

Y le sonrió muy bonito. La Griteta, como cuando Hiltrud almacenaba instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas en el altillo del cobertizo, vino a decirle que ellos, los parias de la tierra, se habían hecho por una vez con el botín de l'Amo. Él pensó en preguntarle por el nombre de aquella persona, un tal Lucas, pero prefirió interesarse antes por su hijo, el bachiller:

—I què'n penses fer d'en Hans?

—No res.

—No l'estimaves?

—Pse.

—Ratolina… Jo penso c'hagués estat millor el fill que'l pare.

—Per fe'què?

—Per viure la vida junts, filla.

Pero la Griteta no quiso nunca vivir pendiente de las decisiones de otro. La Griteta sabía que un pequeño esfuerzo podía redundar en un pequeño logro. Y la Griteta tenía muy claro que el botín de l'Amo no era poca cosa, precisamente.

—Si'l vell es mor, mano jo.

—Aleshores te l'estimes?

—Tant se val, papa. La mam deia…

Era mejor callárselo. Su padre, además de ser un hombre de los que decía su madre, había sido su amante durante muchos años. No podía decírselo. La Griteta no alcanzaba a recordar un momento de su infancia sin la presencia de aquel tipo en la casona. Él era el padre que le había dado su madre. Lo quería demasiado como para descubrirle nada.

—Què deia ta mare?

—Tant se val.

—Ze was zo heks…

—Au, va, papa!

—És veritat.

Hiltrud. Podía decirse que nunca estuvo del todo bajo tierra. Si Bonaventura no había puesto a otra en su sitio era porque estaba bien solo. O no podía decirse que estuviera del todo solo. Bonaventura la encontraba sobre las cosas de la granja. Hiltrud estaba en la manera de poner los dedos en las tetillas de la vaca, en el «crec» justo y necesario que partía el pescuezo de los capones y en la amonestación que acompañaba al cofrecillo de las alhajas que Bonaventura tenía pensado regalarle a su hija la mayor con motivo de su boda. Podía decirse que Hiltrud seguía con él:

—I tu, Griteta?

—Jo, què?

El bueno de Bonaventura se preguntaba dónde estaría ella cuando volviese a la granja, por la noche. Le urgía saber si la volvería a ver encaramada al brocal del pozo o si le llamaría alguna otra mañana de octubre con su vocecilla de niñita feliz: «Bontur! Kijk me'an, Bontur!». La Griteta no volvería a acompañarle. Ni a buscar leña, ni a trocar los bienes de la granja. Por esa razón, Bonaventura se cuestionaba dónde podría encontrarla al día siguiente. Muchas tardes de invierno había buscado al pequeño Hilventur en su taburete y, si se distraía con el ocaso del día, podía sentirlo a su lado, bregando con algún taruguito de madera. Después de varios años de ausencia, en Hilventur todavía seguía con él. Pero temía perder a su hija Griteta como nunca había temido nada en la vida. Imaginaba las habitaciones vacías de la casona. Sin su voz, la oscuridad abandonaría los rincones y no habría luz suficiente en las ventanas para devolverla a su sitio. Bonaventura, en el camino de vuelta a casa, se preguntaba si volvería a ver nunca a la Griteta y sentía que un no muy negro le crecía en el interior del pecho. Anochecía. Estaba cansado y estaba triste. Su hija la mayor le había dejado dicho que se trajera a la Carmeta en un par de días, que quería ponerla a las órdenes de la «donota de fe'feines» para que aprendiera un oficio. Luego le contó que tenía pensado poner al Joris al cargo de los jardines y, a l'Adelita, probaría a meterla en los fogones de la cocina más pronto que tarde. Mientras el viejo se moría o no, iría viendo qué hacía con los tres pequeños de la casa. Estaría bueno conocer sus humores antes de colocarlos. Ya había hablado con su hermana Bonatrud de todo. Ella le escribiría cartas a su nuevo hogar y la tendría al tanto de todo. Porque su hermana Bonatrud, mientras el viejo se moría o no, se quedaría en la granja de Hiltrud para ocuparse de los pequeños. Su padre no tenía que preocuparse por nada, pero su padre se adentraba en un bosque de angustias por el camino de vuelta a casa. Cada vez que se preguntaba si volvería a ver nunca a su Griteta, sentía el no del pecho más rotundo. El fuego de la granja de Hiltrud era un no grandísimo en el cielo de la noche. Las llamas subían por encima de las copas de los árboles. Era demasiado tarde para salvar nada, pero el bueno de Bonaventura saltó del carro y salió corriendo a toda prisa en dirección a la granja y, cuando le llegaron las voces de los hombres, la oscuridad de los cañones de los fusiles que portaban al hombro iluminó un hilillo de razón dentro de su cabezota: si lo veían, lo mataban allí mismo. Porque los fusiles sólo sabían matar y aquellos hombres estaban dispuestos a lo peor. Bonaventura se escondió tras unos matojos. Había visto clara su muerte como cuando era un crío y veía pasar el saco de algún hombre por la calle. No encontró a los niños. El cobertizo ardía con las puertas cerradas. No se escuchaba a la vaca. Y había algunos cajones familiares frente a la casona en llamas. Un oficial hacía un recuento de los instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas que había en cada uno. Bonaventura, mientras tanto, podía oír todo el estruendo de los huesos de los miembros amputados entre los graves quejidos de las vigas de madera, que se vinieron abajo de un momento a otro. Tras un crujido largo y penoso, el tejado de la casona se hundió para siempre. Hiltrud no quemaba con sus cosas. Hiltrud seguía callada bajo un montón de piedras. Bonaventura le dijo entre una y mil veces que los críos estaban todos bien, que los hombres de uniforme respondían a un mandato civilizado y que los ejércitos no ejecutaban a los niños. Le dijo que él no podía abandonar su escondrijo, que no podía hacerle nada por el momento y que los hombres, estuvieran o no dispuestos a lo peor, no quemaban a las criaturas inocentes porque sí. El bueno de Bonaventura, sin embargo, no encontraba a sus hijos por ninguna parte y no creía ya ni en el hombre ni en su civilización. Él la llamaba, y no en vano, violencia estructural. Quiso salir corriendo. Quiso gritar. Quiso buscarlos entre las tablas ardiendo. Quizá pudiera sacar con vida a la Marieta. Quizá los encontrara a todos a salvo debajo de una puerta. Pero los hombres civilizados, le repetía a Hiltrud en su tumba, no quemarían nunca a unos niños porque sí. Bonaventura estaba herido del hilillo de razón que iluminaba la oscuridad de los cañones de los fusiles. Se propuso aguantar en su escondrijo hasta que se hubieran marchado. Si lo veían, lo mataban allí mismo. Porque esto sí que lo permitía la civilización del hombre. Recordaba el cadalso de sus días en el campamento y recordaba el término exacto que usaban en lugar de «matar a una persona»: «ejecución». Bonaventura aguantaría. Con los años, había aprendido a resignarse. Un hombre no es más que otra bestia en el mundo y toda bestia no hace sino desempeñar un cierto papel dentro de la naturaleza y lo más sensato que había hecho desde que lo comprendiera de este modo era aprender a soportarlo. Y soportarlo después. Hasta que irrumpe otra bestia armada en tu vida y le cala fuego a tu casa y te quema a los hijos vivos y se marcha luego por donde ha venido. Bonaventura no podía aguantar más en su escondrijo. Cerca de la medianoche, los hombres se fueron. Se llevaron los cajones con los instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas y dejaron la ruina y las llamas. El fuego de la casona había menguado por debajo del hueco de las ventanas. Tardaría horas en consumirse. Bonaventura salió a prisa de su escondite y buscó a sus hijos, a voces. No logró ver nada entre los restos del incendio. Encontró los cadáveres renegridos de las gallinas en el que fuera su corral y corrió al huerto, a encontrarse con su hija Bonatrud y, al menos, los tres pequeños. Seguro que se habían ocultado junto a su madre, pero su madre estaba sola con la soledad de sus hijitos muertos. Gritó «fills, fillets!» a la oscuridad del bosque y oyó, muy al final de su pesadilla, una vocecilla extraviada en el fondo del pozo: era el Joris, que lo llamaba.

—Joris, fill!

—Pare, pare!

—Fill, fillet, agafa't ben fort a la corda!

Y Bonaventura sacó al Joris del fondo del pozo como cuando tenía cuatro años. A pesar de todo el fuego, el crío estaba helado de frío. El hombre lo abrazó bien fuerte y lo acercó al calor de las llamas, pero el pobre niño quería hablarle. Tenía algo que decirle. Aunque le temblaban los labios y la voz, al final se lo dijo:

—Papa…

—Què tens, fillet?

—En Klaas, l'he perdut.

—Què? Avon?

—A dins del pou, papa.

Luego supo que él y en Klaas estaban jugando con los polluelos cuando su hermana Adelita los cogió de la mano y los escondió detrás del brocal del pozo. Les mandó callar. Era algo serio. Entonces oyeron llegar a los hombres armados y escucharon hablar a su hermana Bonatrud. El Joris dijo a su padre que su hermana mayor hizo frente a aquella mala gente con buenas palabras y que su hermana Adelita, por no dejarla sola ante aquellas personas, salió a su lado, a defenderla, y los dejó a los dos solitos junto al pozo. El Joris, como entendió que los hombres armados estaban dispuestos a lo peor, explicó a su hermano Klaas que lo mejor sería esconderse dentro del pozo sin que los vieran y bajaron por la cuerda aprovechando el griterío que se había formado frente a la casona.

—I en Klaas, Joris?

—Jo li donava la maneta, pare.

—Està bé, fillet. Está bé. Ton germà está bé…

—No és al fons del pou?

—No, ja no. Haurà marxat per sota de l'aigua.

El Joris no sabía nada de sus otros hermanos. No sabía si estaban en el huerto o en el bosque cuando ellos jugaban con los polluelos. Bonaventura no quiso decirle que ya había buscado en el huerto y sus alrededores. Luego lo convenció de que debían adentrarse en la oscuridad del camino: tenían que encontrar el carro y refugiarse en la aldea. Hallaron el vehículo atravesado en medio de la vía. El buey había tratado de volverse, por alejarse del fuego, y se había encallado entre los troncos de unas hayas y las varas que lo sujetaban al carro. Bonaventura tuvo que deshacer el entuerto entre lágrimas de desolación. Acababa de sorprender a la bestia rumiando, tan tranquila, cuando no podía salir por sus propios medios de allí. El hombre sintió que no podría dejar de sentir nunca que no había aprendido nada en todos aquellos años. Unció el buey al carro y se pusieron en marcha. Su hijo, que lo miraba llorar, le limpió los churretones de la cara sin proponérselo:

—Tens les galtes brutes.

—Tu també, fill.

Y le pasó la manga por las mejillas. Estaban tiznados de negro y no sabía por qué. Llamaron a la puerta de la matrona bondadosa cerca del alba. La mujer les abrió al momento. Parecía que no había dormido en toda la noche. Tenía el pelo revuelto y el susto metido en el cuerpo. Llamó a su hija, a la Carmeta, con voces bárbaras y tiernas y la Carmeta apareció en la puerta de la casa de la matrona bondadosa con la Marieta y en Pieter de la mano. Su hijo Joris no se alegró de verlos:

—En Klaas no ha arribat encara, pare.

Luego supo que la Carmeta y los pequeños habían escapado por detrás de la casona. Habían cruzado el bosque a tientas y, en algún punto de la noche, habían encontrado el camino a la aldea. Bonaventura no podía dejar de abrazarlos a todos. La matrona bondadosa, sin embargo, no participaba de su alegría. Le habló con franqueza en su lengua materna y Bonaventura, preguntando a su hija Carmeta, pudo saber que la mujer les decía que no podía seguir allí un minuto más. Al parecer, los hombres armados le buscaban. A él, el carretero Bonventur de la granja de la puta Hiltrud. Según le hizo saber la matrona bondadosa, estaban buscando a otros carreteros de la región para llevárselos, no sabía adónde, así que debía marcharse cuanto antes. Si le encontraban en su casa…

—No, no s'amoïni. No'ns trobaran aquí. Au, nens, marxem!

—No, papa. Aquesta senyora diu c'has de marxar tu sol, sense el carro. Diu que si'ns troben al carro, ens agafen a tots i ens liquiden, papa.

—I vosaltres?!

La Carmeta se encogió de hombros, más triste. La matrona bondadosa se ocupó de explicarles que ella misma se encargaría de enviar a los niños con su hermana la mayor. Conocía al tal Lucas desde hacía ya bastantes años, y también había tratado con su hijo Hans en alguna ocasión. Era un chico muy majo. El Joris se negó en rotundo ante la posibilidad de perder también a su padre en la misma noche que había perdido a su hermano Klaas en el fondo del pozo y el bueno de Bonaventura, con el corazón partido en tres partes y media, salió furtivamente de la casa de la matrona bondadosa con cierta prenda de lino blanco que tenía bordadas dos iniciales en una esquinita, una H. y una S., por todo recuerdo de sus días en la granja de Hiltrud.


L'imprempta d'en Iosephus R. us presenta…
Rondalla de la mora Zaida

La noche arde en sombras. También su pecho, muy fuerte. El mocetón sigue la vía que va por detrás de los huertos y baja de prisa las escaleras que llevan al lavadero: tampoco están allí. Sube por las callejas de la judería vieja y busca en los soportales de la casa de la villa. El lugar se quiere abandonado. Por más voces que lleguen de la verbena, allí se agotan los pasos. El mocetón piensa en abandonarse a su suerte, y recosta su peso contra el granito de una columna, pero piensa, también, en la mora Zaida. Fue en tiempos antiguos, como de fábula, cuando se apareció en el pueblo. Iba subida en el carromato de sus padres, junto a los trastos de toda una casa. Él no hacía nada, por haraganear. Parecía entretenido en el caño de agua de la fuente de la plaza (en verdá, desque la viera por vez primera, no la había perdido de vista), cuando ella se llegó a él a decirle: Qué haces? / Nada. / Yo soy Zaida. / Yo / Pero no te pienses nada, chaval. / No me pienso nada, yo. / Pues quita, que quiero beber agua. / Bebe lo que quieras. / Está rica estagua, verdá? / De dónde venís, vosotros? / Del levante. / De muy lejos? / Bueno… / Y a dónde vais? / Aquí, me pienso. / A'ste pueblo? / Pues sí. Qué pasa? / Nada. / Vivirás aquí? / Pues sí, pero no te pienses nada, tú. ¶ Y supo después que eran unos moros que habían dejado sola la casa de sus padres. De los padres de sus padres, más bien. Eran pobres, un poco como ellos, y laboraban en los huertos de la villa por un mendrugo de pan. Nunca los vio en la matanza del marrano. Ni entre las gentes, en días de fiesta. No es que ladrasen a la luna, tampoco, porque daban los buenos días como todo hijo de vecino, pero su madre decía que eran moros.

Una formoſíssima història del nostre il·lustre…
De omine o Llibre dit dels homes, Poderna, Josep R., sine die.
Es venen exemplars a preus populars a la llibreria
de vell que es troua a la coneguda plaça del pou.

Amb la propera publicació del…
Charles apócrifo o El hambre de los brutos, Poderna, Josep R., sine die.
En entregues populars a la llibreria de vell
que es troua talment a la plaça del pou.