Historia del viejo del guardacantón II-X
Donde Bonaventura alcanza la perfeta edad sentado a la puerta de la casona notando cómo la voluntad de Hiltrud se extiende con dedos misteriosos en las hijas de sus hijas.
Y se miró a la niñita, que no dejaba de plañirse. Probaron a darle leche de vaca caliente, templada y fría y nunca quiso tomar más que un sorbito. Tenía hambre, se fiaba de ellos, pero ¡¿qué narices le estaban dando de comer?! Bonaventura pensó en echarle un hilillo de miel a la leche, porque el dulce siempre gusta, pero la Blenda se irritaba si encontraba más de aquello en su boca. Es decir, leche de vaca. Al tercer día, cuando la cría apenas lloraba porque apenas le quedaban ganas, se la llevó en el carro en busca de la matrona bondadosa y su buen par de tetas. La Griteta debía pedirle por su leche o por un ama de cría. Lograron hablar con ella y consiguieron que una mujeruca con un cabezón del brazo le pusiera un pezón en los morros a la Blenda, pero la cría se negaba a tomar nada parecido a la leche. Estaba realmente muy enfadada. Todos insistían en ponerle de aquello en la boca y ella ya se había pronunciado de forma clara y rotunda al respecto. La mujeruca se ofreció a quedársela una noche en su casa y la Griteta se quedó con las dos, pero la cría, al final, hizo como hiciera su madre: se durmió un momento y no volvió a despertarse. A Bonaventura le desagradaba especialmente el recuerdo de su cuerpecito tieso como un palo de escoba en el momento de dejarla en el fondo del agujero. En Gangrenot se dejaría las muelas del juicio si pretendía masticarla antes de engullirla, así que el hombre declamó, sin mayor resquemor:
—Així t'ennueguis, fill de puta.
—Així sia, cabronàs.
Y el único que no se unió al coro de voces fue en Klaas, que los miraba a todos embobado en brazos de su hermana Griet. Luego de entender que allí se estaba para que se dijera algo, exclamó «nás, nás» y el padre Bonaventura, que lo dio por bueno, comenzó a echar tierra en el agujero. Aquello había sucedido cinco meses atrás. Fue unos metros más allá de los groselleros, y era parte de aquel «peſar» que esperaba padecer, como predicción y no como anhelo, después de unos cuantos años de «gran plazer» en la vida. Paz, cuando menos. Y lo cierto era que no le parecía que cupiese ya otra cosa en sus días que el «peſar» de los versos del Macías. Esto lo consideraba sin la mayor gravedad, entre grosella y grosella, o sentado, por las tardes, junto a la puerta de la casona. Mediada la treintena, el bueno de Bonaventura le cogió el gusto a pasar parte del día viendo las horas volar a su alrededor. Le agradaba la viveza de los colores del crepúsculo y le agradaba, sobre todo, sorprenderse a sí mismo en la oscuridad. Se producía casi siempre un momento dulcísimo de ausencia y, de ese lapso de tiempo, se traía casi siempre alguna cosa de provecho. En cierta ocasión, comprendió que tanto daba esperar sentado a la vida como lanzarse al camino a buscarla. Sucedería de todos modos. Si la Blenda se tenía que morir, se hubiera muerto lo mismo yendo que no yendo a por leche materna a la aldea. Claro que debían intentarlo, pero lo importante del caso, según lo reflexionaba Bonaventura, era enseñarse a tragar con lo que fuera viniendo. En Gangrenot, visto con la perspectiva de los años, no tenía la capacidad de decidir qué muertos se comía o no: debía devorarlos a todos, le vinieran en gana o no. Por esa razón, su hambre se había tornado una forma de voracidad monstruosa. Y los pobres mortales como él no podían no resignarse a su suerte. Debían aprender a vivir con aquello del morirse sin falta un día u otro. Pensó que llevaría a los críos a merendar al pequeño cementerio de Hiltrud una vez a la semana. Hablarían de su madre y de sus hermanos, se pondrían un poco tristes y estarían cerca de los muertos un rato. Quizá, con los meses, se acostumbraran a convivir con la idea de la muerte y quizá, con los años, lo asumieran como algo propio y natural. El bueno de Bonaventura tendía a creer que la vida sabía mucho más rica si se la contraponía a la nada silenciosa que seguía después. De otro lapso de tiempo, se trajo la rara idea de que la muerte debería ser, en verdá, el aliciente propicio para hacer de la vida algo digno y bonito. Pero a él, entonces, no le quedaban ganas de nada. Todo lo que quería era sentarse para ausentarse y, por este procedimiento, otro día razonó que, si todas las bestias desempeñan una labor en la naturaleza, también él debía ocupar un lugar en el todo, pero no supo cuál. Tuvo claro que debía soportarlo, fuera cual fuera, y pensó que, a lo mejor, podía haberle tocado el estarse sentado a la puerta de la casona, por las tardes, y poco más. Su espíritu rebelde, que no su pensamiento moderno y racional, clamó contra la posibilidad de que se le negara al individuo la capacidad de decisión sobre la propia vida y el bueno de Bonaventura puso los ojos en la inmensidad del cielo y sintió que se sentían pequeños él, el espíritu y el pensamiento. «Petit, prô lliure», rechistó el pequeño revoltoso, antes de quedarse dormido en su pecho. Se hacía la noche. Otra vez estaba a oscuras. La Griteta solía salir a buscarle para meterlo en casa cuando ya no se veía nada por la ventana. La pobre Griteta no tenía idea de las ideas de su padre. La Griteta, por ejemplo, no conocía aquella imaginación monstruosa de las montañas humanas. De vuelta de otro lapso, el bueno de Bonaventura había comprendido que, si en Gangrenot cesaba en sus funciones por causa del «així t'ennueguis, fill de puta» que recitaba a coro con sus hijos, los muertos no se pudrirían y, si los muertos no se pudrieran, los hombres tendrían que apilarlos en montoncitos como a las piedras calladas y, a la larga, los montones serían inmensas montañas de cadáveres que ya no serían por más tiempo cadáveres porque los malditos gusanos den Gangrenot habrían cesado en sus funciones y los hombres de las aldeas, en lugar de encalar las tapias de los cementerios, amontonarían sus muertos sobre los muertos de sus muertos a las afueras de la población y los pueblos acabarían rodeados de montañas y más montañas de sus vecinos difuntos. Qué distinta sería la geografía de una ciudad vieja como su Poderna natal. Qué negra y brutal a los ojos de todos. Bonaventura, sin embargo, albergaba la esperanza de que el pensamiento racional alumbrase maneras más ordenadas de apilar a los muertos. Quizá dispusiera de ingeniosas formas geométricas que permitieran largos paseos por el árbol genealógico de uno. Partiendo de los más antiguos ancestros, que estarían a pie de suelo, hasta las muertes más recientes como las de la Blenda y la Hiltrud, que descansarían en las ramas superiores. Porque Hiltrud, al parecer de Bonaventura, no podía estar nunca abajo. Hiltrud tenía que estar siempre arriba, pero había sido la propia Hiltrud, con su ejemplo de cada día, quien le había enseñado que ella era una mujer vulgar y corriente y que cualquier otra mujer, si él lo quería, podía ocupar su lugar en la granja. Porque cualquiera otra en sus circunstancias hubiese obrado de la misma manera. Porque cualquiera otra que le hubiese querido como ella le había querido a él, lo querría feliz antes que solo. Y, dicéndose tales cosas, al bueno de Bonaventura no le pesaba nada el pensar en poner a otra en su sitio. Si hubiera sabido dónde estaba Hendrickje, habría ido en su busca, la habría arrancado de su hogar y se la habría traído consigo en el carro. Sin miramientos, a la manera de los bandidos de los romances. Aunque no sería a lomos de un caballo, sino al trantrán sonámbulo del carro. También consideró la posibilidad de probar suerte con la matrona bondadosa. Si se hubiera dejado, habrían sido hasta cuatro y cinco veces, pero su sitio en el escaño lo había ocupado la Griteta entre las cábalas y las ausencias de su padre. Y la Griteta se había quedado también con el dormitorio de matrimonio. Allí dormían ella y sus tres hermanos pequeños: en Pieter, la Marieta y en Klaas. Los otros cinco, en Hilventur, la Bonatrud, la Carmeta, l'Adelita y el Joris, se repartían las otras dos habitaciones que había levantado el bueno de Bonaventura hacía ya unos años con no poca inventiva. Su hija la mayor, un día cualquiera, le dejó bien claro cuál era su sitio:
—Papa, hauries de tapar les goteres dels nens.
—Quines?
—Moltes, papa.
—Avui no puc.
—I quan?
—Doncs… no ho sé.
—Doncs has de portar pa. I llenties, que s'han acabat.
—Que no vens, tu?
—No podré. En Klaas té una micona de febre i la Carmeta…
—La Carmeta, qué?
—No res. Portaràs pa?
La Carmeta tuvo la regla con once años y cinco meses. Fue a buscarle a él, que estaba en el huerto, y le enseñó los dedos manchados de sangre. Eran muy brillantes. El hombre no supo explicarle. Había tendido alguna vez los paños de la menstrua de su mujer al sol, pero no supo decirle más: «És una cosa de dones». La niña estaba sangrando, pero trató de hacerle ver que no pasaba nada: «No és res, filla. Diga-li a ta germana gran». Y la Carmeta se lo miró como si fuera un pobre idiota, pero peor fue luego, cuando Bonaventura sintió que lo miraba con lástima a sus once años y cinco meses. Aquella misma madrugada, mientras ordeñaba la vaca, sintió ruido de puertas en la casona. Se asomó a mirar y vio que la Griteta llevaba a su hermana Carmeta de la mano. Las primeras luces del alba bostezaban sobre la copa de los árboles y daban al claro de la granja una claridad espectral. Las dos criaturas, que no eran ni mujeres ni niñas, se adentraron en el bosque y a Bonaventura le pareció que todo lo que veía era irreal de alguna forma que no alcanzaba a comprender. Decidió seguirlas. Pero decidió ir tras ellas sin que le vieran. No quería que notaran su presencia. Tenía que saber qué hacían. Sus hijas no andaban lejos. Podía oír sus pasos. En cierto calvero que nadie llamaría calvero por la espesura de matas y troncos que abrigaba, se detuvieron a deshacerse de los camisones de dormir. Porque iban descalzas sobre la hierba y la hojarasca y parecía no importarles. Bonaventura se medio ocultó detrás de una haya y, viendo a la Griteta girar bajo las ramas y el cielo abierto, vio a la difunta Hiltrud danzándole a la naturaleza. Daban, las dos, vueltas con la cabeza vencida a un lado y recogían el rocío de las hojas de las plantas con la punta de los dedos, los dedos que Bonaventura viera brillantes de sangre estaban entonces mojados de la frescura del rocío, y se los pasaban, las dos, por la piel del cuello, los hombros y también del vientre. Bonaventura no pudo mirar más. Bonaventura se añoraba mucho de Hiltrud. Por quitarse de la pena, volvió los ojos al calvero un momento y sus dos hijas, girando desnudas en mitad del bosque, se le antojaron dos criaturas preciosas e imposibles. No eran ni niñas, ni mujeres, pero Bonaventura, viendo a la Griteta girar bajo las ramas y el cielo abierto, veía a su mujer Hiltrud danzándole a los árboles y a los arbustos. A la tierra y al mundo de las cosas menudas y tiernas que se rompen y quiebran si uno las pisa sin querer y Bonaventura, sin proponérselo, acabó buscando dónde había puesto los pies y sorprendió el sombrero lastimado de una seta bajo el zueco de aquel otro hombre que, al parecer, estaba por volver una mañana temprano. Entonces recordó que la pequeña Griteta le había descubierto las huellas de un duende junto a un charco hacía muchos años. Su hija, cuando era pequeñita, le había enseñado a escuchar el silbo maravilloso del elfo enamorado en la rama: «Oi que'stá molt trist?». Pero él nunca la creyó. Él siempre pensó que se trataba del arrullo de un abejaruco común y que no había duendes en el bosque. Y la veía entonces, girando entre las matas de enebro, y no veía ni a una mujer ni a una niña y temía haber vivido toda su vida en un gran error. Por imbécil. Aquello tenía que ser cosa de Hiltrud. La Griteta debió aprenderlo de la bruja de su madre. La Griteta había llevado de la mano a la Carmeta al interior del bosque y habría hecho lo mismo con su hermana Bonatrud el año anterior y, si ella no seguía en la granja cuando llegase la primera sangre de l'Adelita, sus hermanas mayores la llevarían de la mano al interior del bosque y le enseñarían a girar bajo las ramas y el cielo abierto. Y l'Adelita, unos años más tarde, se ocuparía de su hermana pequeña, la Marieta, y las dos le danzarían a la naturaleza como su madre muerta les había enseñado desde el silencio de la tumba. Y, si tuvieran hijas, otras criaturas que, en algún punto de su vida, no serían ni mujeres ni niñas, también las llevarían de la mano al interior de un bosque y les enseñarían qué decía la voz callada de su abuela muerta. Y las hijas de sus hijas también oirían el eco sordo de su voluntad preciosa y Bonaventura, en aquel instante, sintió que todo aquello tenía que ser mucho más viejo que la pobre Hiltrud y comprendió que su Hiltrud no era ni principio ni fin de nada. Ella, con su ejemplo de cada día, le había enseñado que era una mujer vulgar y corriente y que cualquier otra mujer podía ocupar su lugar en el bosque si él lo quería. Pero él no quería. Ni quiso tampoco que la Griteta, girando bajo las ramas y el cielo abierto del calvero, se fuera nunca de su lado, pero, a los quince años, había empezado a tratar con cierto bachiller que pretendía dedicar su vida al derecho de los hombres y, a los diez y siete, se casó con su padre, un viejo decrépito que había hecho carrera con el derecho de los hombres. Esto disgustó enormemente a Bonaventura. Por esa razón, cuando la llevaba en carro de camino a su nuevo hogar, quiso hablarlo con ella de forma razonada y tranquila:
—Ratolina…
—Què, papa?
—No'ntenc què collons fas amb ta vida.
—M'hi caso.
—Prô si és un vell…
—Ja.
—No, ja no. Que no'ntens que no't podrà fe'feliç, aquest home?
—Clar que pot. Ja ho fa, no't pensis.
—Ja?
—Papa, no has estat a casa seva.
—No.
—És una casa gran i calenta, no com la nostra. I té una donota de fe'feines que's mou al dring d'una campaneta i no has de fotre un brot en tot el dia si no't surt dels nassos!
—Això és el que vols?
—Tu no?
—No. No vull ningú que'm netegi les misèries.
—Que no't rentava els calçotets la mam?
—No és el mateix, ratolina.
—Ah, no?
—No.
—I si te'ls neteja ta filla gran, què?!
—Au, au! Que potser no foto re'n tot el dia, jo ara?
—Bah! Que ningú no vol ser pobre, papa!
—Ni pobre ni mala gent.
—Mala gent de què?
L'imprempta d'en Iosephus R. us preſenta…
A la venda nous exemplars a la llibreria
de vell que es troua a la plaça del pou.