Historia del viejo del guardacantón

Historia del viejo del guardacantón II-V

Bartholomaeus Anglicus, De propietatibus rerum en romance, Toledo, Gaspar de Ávila, 1529, detalle de la estampa del folio K4v, y Les bruixes catalanes, Los libros del cuentamiedos, 2009, grabado de la página 99.
Donde se conforman nuevas facetas del amor humano, se desentrañan nuevos horrores de la granja misteriosa y el bueno de Bonaventura ingenia nuevas formas de ganarse el pan nuestro de cada día.

Durmieron. La vaca les permitió soñar hasta bien entrada la mañana. El gallo, no. El gallo era estúpido y cantó lo suyo al rayar el nuevo día. Hiltrud se levantó de inmediato. Dijo algo que tenía que ver con el pequeño Hilventur y dejó de ser suya mientras el sol estuvo en el cielo. Al anochecer, el bueno de Bonaventura no salió al huerto. No podía. Y se le ocurrió, mientras se dormía, que podía llegar a ofender a Hiltrud si no acudía a su encuentro: ella podía pensar que él ya no quería nada con ella y él, en verdá, quería mucho y quería más, pero, aquella noche, precisamente, no podía. Lo escuchó todo. El búho en su rama, el grillo en su grieta, la mujer por la casa. Hiltrud salió al campo, descalza. Bonaventura pensó en ir tras ella, pero, en verdá, no podía. Se revolvió en la cama medio enfurruñado y se tocó la churra varia veces. Nada. No podía. Al rato, se asomó al ventanuco de su habitación: la mujer se había puesto en la entrada del cobertizo como las otras veces. Bonaventura quiso saludarla desde su escondrijo, pero acabó saliendo de la habitación y de la casa. Tenía que decírselo a la cara. Quería, pero no podía. Ella se alegró mucho al verle llegar. Abrió la puerta del pajar y le invitó a pasar dentro: «Kom met mij mee». Él entró sin saber cómo explicárselo y ella cerró tras de sí. De no ser por la luz de la luna a través de las ventanas, no se hubieran visto el rostro. Tampoco se miraron. Bonaventura pensó en empezar a excusarse invocando los excesos de la noche pasada y Hiltrud, mientras tanto, se puso de culo en la escalerilla de mano y se arremangó el camisón hasta la cintura, al menos: «deze manier, Bonventur?».

—Eh?

Él miró el culo desnudo de Hiltrud en la penumbra del cobertizo y lo soltó sin más:

—No puc, dona.

—Wat is er?

—Que no puc.

—Hè?

Y la mujer se volvió a ver qué pasaba.

—Que no. Que no s'aixeca…

Y se tocó los calzones, triste de sí. Ella hizo por comprenderlo. Se le acercó y, mirándole a los ojos, le cogió el pene con una mano y los testículos, con otra. Nada, que no podía.

—Prô'xò és avui, Iltrud. És tot com pansit…

Un calorcito comenzaba a manar de la palma de las manos de Hiltrud. El bochorno de todo un día de verano se refugiaba entre las cuatro paredes del pajar. Bonaventura seguía sudando. Miraba los pliegues del camisón de Hiltrud y sentía el mucho cariño que ponía en sus caricias:

—Jo vull, Iltrud.

Y pudo. Ella le desperezó el miembro y, luego de echarle un salivazo, se lo enderezó del todo. Después se volvió a la escalerilla, a ofrecerle el culo, y él lo tomó por no llevarle la contraria. Acabó en un momento. «Ai, mare, qu'ès bo». Luego se abrazó a la mujer y suspiró, más aliviado. La vez siguiente, en otra noche negra de calor, no quiso cubrirla como a una yegua y la echó sobre un montón de heno y se le puso encima. «Cooollons, quina meravella». Hiltrud insistió en ponerse de culo en la escalerilla de mano un día después y Bonaventura, que lo aborrecía sin motivo, aprovechó para subirla al altillo donde ensayó nuevas bellaquerías sobre sus dos tetas: «oooo» y «oooo». La mujer volvía, sin embargo, a ponerse de culo cada vez que se encontraban. Bonaventura creyó que se debía a la fuerza de la costumbre. O de la tradición. Acaso era un uso habitual entre las gentes del lugar o quizá los carreteros de la región la habían preferido siempre de espaldas. El hombre, ante la duda, la cubría a veces como una mula, pero, siempre que estaba en su mano, la sacaba del cobertizo y la amaba sobre la tierra desnuda de un bancal que cultivaba para la ocasión. Hiltrud no quiso más revolcones a la fresca cuando los primeros moquillos asomaron a sus dos narices y Bonaventura, si no la tomaba según su uso, esto es, por detrás, se volvía a la cama solito y metía la mano debajo de la almohada y acariciaba cierta prenda de lino blanco que tenía bordadas dos iniciales en una esquinita: «H. S.». No se atrevió nunca a llevarse el pañuelo a la cara, por pudor. A pocos días de la cosecha de las pompunes, Hiltrud le sugirió de probarlo en el escaño, junto al fuego. Unas noches se le sentaba encima y otras, acababan rodando por el suelo de la cocina. Los golpes, las risitas y los gemidos que escapaban entre los dientes desvelaron a la pequeña Griteta más de una vez:

—Mam?

—Wat is er, Griet?

—Is het papa geweest?

—Jaaa.

—Goede nacht, mam.

—Goede nacht, lieverd.

—Bona nit, papa.

—Gude, gude…

Y seguían, después, más callados. Si se agotaban del todo, se quedaban quietos en el sitio. El calorcillo del hogar les agradaba tanto a los dos que solían dormirse abrazados sobre unas mantas que Hiltrud ponía en el suelo para la ocasión. Después de algunas noches, acabaron por dolerse de los huesos y el bueno de Bonaventura, por no acatarrarse, volvió a calzarse los zuecos de aquel otro hombre que, al parecer, estaba por volver una mañana temprano. Pasadas las tardes del primer otoño, Hiltrud dejó de ponerse en la puerta del cobertizo. Bonaventura lo hacía en su lugar. Si asomaba algún carretero por la granja, él lo recibía en el pajar y él le ayudaba a descargar el heno, los fardos o lo que fuera que trajera en el carro. Si se llevaba algún bulto sospechoso del lugar, él mismo lo bajaba del altillo con la fuerza de sus brazos. Hiltrud, después de todo, sólo se ofrecía a guardar aquellos cajones en su cobertizo y Bonaventura, por saber qué escondían, abrió uno cuando supo que nadie lo iba a pillar: «Quin horror». El cajón estaba repleto de instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas. Le daba mucho asco que nadie mercase con aquello. En su momento, tuvo serios desencuentros con sus compañeros de la confederación. Una cabeza de estado no dejaba de ser nunca una persona. Por cabrona que fuera, lo seguía siendo hasta su último aliento. Si querían disparar sobre alguien, que disparasen sobre una persona y no una cosa: «Cap símbol no sagna», les decía, y volvían a enredarse en la balanza de sudores, fatigas y violencias estructurales que venían de lejos. Las cuentas estaban claras frente al supuesto progreso del hombre, pero todas aquellas cuestiones no tenía manera de hablarlas con Hiltrud.

—Diga-li a ta mare c'això no pot ser…

—Wat?

—Allò.

—El què?

—Diga-li que allò fa mal a les persones.

—Què fa mal a les persones?

—Tu diga-li c'allò és molt perillós.

—Sí?

—Diga-li, collons.

—Val, papa.

Y se miraba a la mujer Hiltrud en su escaño. Sabía cómo sacarle una risita nerviosa en la intimidad y no sabía qué razones la llevaban a tratar con armas de fuego. A ratos, se sentía como un completo extraño en la granja de aquella mujer. Vivía, al fin y al cabo, en la casa de otro. De hecho, las dos extranjeras resolvieron su cuita con un puñado de voces bárbaras que no alcanzó a comprender. Luego de entenderse, la pequeña Griteta se volvió a decirle:

—No passa res, papa.

—Eh?

—Que no passa res.

—Ja. Com se diu perillós?

—Perillós.

—Nooo…

—Ah, perdona.

—Res, res. Au, digues…

—Gevaarlijk.

—Ja.

—És que m'equivoco de vegades.

—Ja. Dit is guevarlec, Iltrud.

—Oi?

—Tu calla, c'això no va'mb tu…

—Vaaale.

Pero Hiltrud se dirigió directamente a la niñita.

—Hoe zeg je brood?

—Pa.

—Pa?

—Ja, mam.

—Pa, Bonventur.

Y Bonaventura comprendió que quería decirle que su huerto no daba para alimentarlos a todos. No tenían ni trigo, ni harina, ni molino. No tenían campos. No tenían ni hoces, ni rastrillos, ni era. Estaban lejos de valerse por sí solos. Hiltrud, luego de verle asentir, añadió:

—En het hooi?

—No ho sé, mam.

—Fenc.

Él lo había cosechado.

—Mooolt fenc, Bonventur!

—Molt, sí.

Y pensó en las montañas de heno que entraban en el cobertizo de vez en cuando. La vaca y el buey se las zampaban todas sin variación. Es cierto que la vaca daba mucha leche de sí, pero el buey apenas movía el carro del sitio. Bonaventura pensó que sus montones de estiércol no compensaban, en verdá, todo el trabajo que les procuraba, así que pensó, de inmediato, qué bienes podían trajinar a otras granjas valiéndose de la potencia de sus cuartos traseros. Quesos, figurones y mermeladas en lugar de armas. Podía valer.

—Tinc dues mans, Iltrud.

Y le mostró las manos abiertas:

—Aquestes només són brutes de terra.

—Hè?

—Zijn handen zijn schoon, mam.

—Ja?

—Sí. Deixa'm intentar-ho.

Y se dijo que, si las otras granjas tenían su propio queso o elaboraban su propia mermelada, el bosque les procuraría fardos de leña suficientes para costearse el pan de cada día. Bonaventura era un obrero. Si era necesario, pondría sus manos al servicio de otro. Cualquier cosa antes que guardar instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas en el cobertizo de casa. Tarde o temprano, su dueño pediría por ellos, y no de buenas maneras:

—Iltrud, dit is guevarlec.

—Sí, papa?

—Tu calla, ratolina.

Hiltrud, aquella noche, se coló en su habitación. Se metió a tientas en su cama y lo montó a las bravas, sin salivazo, ni nada. El ajetreo sobre aquel catre suyo, tan estrecho y pobre, amenazaba con echarlo todo por los suelos. Hiltrud tuvo que parar un momento antes de que se rompiera en tres partes. «Het zal niet breken, mijn liefde». Y se meció suavemente, como una esposa amantísima, mientras se deshacía del camisón y le ponía las tetas en la cara una vez más. Bonaventura no se cansaba de chuparlas. Había noches en que lo único que quería era llevárselas a la boca. Ella se dejaba hacer. Ella se echaba en el colchón y se las ofrecía y él las tomaba con cariño y se dejaba arrullar con canciones de viejo que le parecían preciosas y tristes a un tiempo. El semén corría con libertad. Las apreturas de su dormitorio les resultaron muy divertidas a los dos. Si atrancaban bien la puerta, tenían que matar muchos menos ruïdos y contaban, además, con una cama, un banquito y una cierta intimidad. Pero, a la hora de dormir, no se cabía. Hiltrud, en algún punto de la madrugada, salía en silencio del cuarto y lo dejaba hundido en un sueño dulce y negro, de un negro vivísimo, sin mácula, del que lo sacaba, cada mañana, el tierno mugido de la vaca: «Bonventur, Bonventur, hier komt de dag!». «Vaig, vaig», le respondía cada mañana, «abans no fóra clar i ens canti'l gall!» y los dagen que anunciaba la vaca se precipitaron en las nieves del invierno y el bosque se heló de frío y las tardes se poblaron todas de tinieblas y de quietud. Esto, fuera de la casona. Dentro no hubo espacio para la calma: la Griteta y el pequeño Hilventur arrojaban sus vidas por todos los rincones del edificio sin piedad de sus padres. Hiltrud procuraba desbravarlos al sol, si es que se podía, porque lo habitual, en aquellas fechas, eran la lluvia y la nieve sin fin. Su madre, en tales circunstancias, los tenía que tener todo el día bajo techo y la cría, claro, acababa aburriéndose:

—Seu una'stona, Griteta.

—M'avorreixo!

—Conta fins a deu.

—Un, dos, tres, quatre, set, vit i deu!

—Doncs conta fins a

—És que'n Hilventur no'm deixa!

—Prô si no fa res, aquest!

—Crida.

—Vol que vinguis amb ell.

—Jo no vull vindre tota l'estona!

—Donc seu aquí.

—És que m'avorreixo!

Algunas tardes se hacían muuuy largas. Bonaventura tallaba duro los taruguitos de madera. Jabalíes, ciervos y osos. Contaba los minutos que quedaban para meter a los niños en la cama. Cuervos, mirlos y petirrojos. Quería tomar a Hiltrud entre los brazos. Musarañas, hurones y desmanes del rierol. El rato de la cena era disputado, pero divertido. Era una brega constante. Ellos contra la fatiga de todos juntos. Hiltrud hablaba dulce, Hilventur lloraba por nada y la pequeña Griteta, antes que cuentos de hadas, pedía historias de la vieja Poderna al bueno de Bonaventura y éste volvía sobre sus pasos y levantaba el puño cerrado contra las chimeneas del humo negro y la miseria. No sabía, a aquellas alturas de su vida, si seguía echando de menos sus calles cargadas de sombras, aunque se detenía en el nombre de cada plaza y de cada lugar sin que viniera a cuento: «Allà varem lluitar amb els esquirols, qu'eren uns fills de puta».

—Eren de-pu-ta?

—Molt!

—I s'emportaven el menjar?

—No pas, perquè després no treballaven un'hora més de les que naltros havíem guanyat amb la nostra lluita…

—O!

Las noches de diciembre trajeron consigo una única enseñanza: si no querían helarse de frío, tenían que amarse debajo de las mantas, más apretados si cabe. El calorcillo que juntaban entre los dos cada vez que se querían, contrastaba feamente con el crudo invierno de su dormitorio. Si sacaban un brazo fuera por accidente, corrían a taparlo de inmediato. Si tiraban de la manta para arriba y descubrían un pie, se apresuraban a esconderlo y maldecían en romance meridional. Hiltrud, quieras que no, también lo iba aprendiendo. Supo que eran «els collons», «la titola» o «les mamelles» que tanto placían a su compañero y creyó comprender que se disponía a tomarla cada vez que decía aquello de «te la fotre ben a dins» con sus pequeñas variantes como «te l'he de fotre tota» o «ara te la fotre». «Dona» era ella. Como «Iltrud» y «amor meu», que sonaba siempre mucho más bonito que todo lo demás que decía. El diciembre, en cualquier caso, redujo a dos sus posibilidades: o ella encima o ella debajo. Si lo probaban de costado, el gran culo de Hiltrud lo acababa tirando al suelo y entonces el crudo invierno de su dormitorio lo empapaba todo de frío y le quitaba hasta las ganas de vivir, que seguían siendo muchas por lo general. Tenía veintitantos años y había acumulado un montón de cariño durante sus campañas como soldado, así que hacía por entregarse siempre que se encontraban, y se vaciaba, por cierto, y luego no había quien saliera a mear, ni al campo, ni al orinal, ni a ninguna parte, y se quedaban después abrazados el uno al otro durante mucho rato o hasta que el sueño les estorbaba, porque, en su catre, no se cabía. Hiltrud, más tarde que pronto, tenía que levantarse, envolverse en una manta y salir corriendo a su propia cama, que estaba sola y helada en la otra punta de la casa. Él se sentía un poco triste tras su separación. A veces, metía la mano debajo de la almohada y acariciaba la H. y, después, la S.:

—Tot ziens, Bonaventura.

—Ziens, ziens, Enrica.

Y llegó la fiesta del solsticio de invierno y olvidó, a los pies de la ventana del salón, un figurón del horrendo Perepú para el pequeño Hilventur y un caballito de madera para la Griteta, que se quiso jinete en cuanto le dio un nombre a su montura: «Drie». Bonaventura había estado practicando durante muchos meses. Había probado a tallar alimañas de toda clase y figuras de hombres que pasarían como santones, por las barbas, las túnicas y cierto aire beatífico que ponía en sus gestos. No guardaba apenas memoria de la composición de la madre con el hijo de las iglesias. Él simplemente colocaba a la criatura en brazos de la mujer. Un poco lo que veía en Hiltrud y Hilventur. También produjo figurones de la Dulle Griet con hocico de cerdo y una serie de hombretones menudos y simpaticones que le valían lo mismo de gnomos que de golluts. Sus incursiones en el bosque le dieron idea de aquellos seres fabulosos. Al principio de ir a por leña, creía que el miedo que le provocaban las profundidades del bosque se debía a la amenaza certera de un peligro físico, real, pero nunca fueron los osos, ni los lobos, ni las culebras… La Griteta, que lo acompañaba si no hacía malo, le descubría las huellas de un duende junto a un charco o le enseñaba a escuchar el silbo maravilloso del elfo enamorado en la rama: «Oi que'stá molt trist?». Bonaventura, materialista de cepa, hacía por sonreírle en vano. Siempre que se adentraba en la espesura del bosque sentía un pellizco en la barriga que no le dejaba del todo en paz. Si a la Griteta le daba por cantar, él mismo la invitaba a escuchar el llanto del hada niña: había perdido a su mamá jugando a las casitas en una barriada de setas preciosas que había descubierto a su paso.

—Avon?

—Al bosc.

—Bolets?

—Ja. Si trobo un, te l'ensenyo.

—On són?

—Al terra.

—Per'quí?

—O per'llà. Qui sap!

—Jo vull un.

—Ja. I jo vull un munt de gírgoles…

Y anduvieron buscándolas y las encontraron y el bueno de Bonaventura pensó en meterlas en aceite y llevarlas con los quesos, los figurones y las mermeladas de puerta en puerta.


L'imprempta d'en Iosephus R. us presenta…
El puig de la creu

leyendo sus cartas, recuerda al viejo Berceo en su celda, sobre su escritorio: con su pluma en la mano y la mirada perdida, iba por el cielo, tras el vuelo del gorrioncillo que piase sobre el claro de la ventana el vocablo aquel que andaba buscando. «Acidente», pongamos por caso, pues por accidente tuvo el episodio de aquella mañana de noviembre en que se le creció un phallus impudicus en el jardín. Había salido a cuidar «los mis tiernos tulipanes», decía, «cuando advertí en el aire la proliferación de su mefítica miasma, una punzada torcida, un zumbido negro de negra legión que me avivó el seso, recordándome la corrución toda de la carne, incluso la mía…». Recuerda el desconcierto entre líneas, entre toses ancianas, y unas últimas palabras de Berceo, «caro data vermibus», antes de distraer el pensamiento y repetir, como en letanía, caro data, caro da-ta, ca-ro da-ta… al punto que la hija de los vaqueros se aparece por la puerta de la estancia con un jarro de leche más fresca que tibia para mover los aires, agitar la luz: «Hija… ¡pero qué modos son esos! ¡Qué usos, ni qué voces! ¿No te tengo dicho que se pide antes de entrar? ¿No te tengo dicho que no andes descalza la vega? ¿No ves, mujer, que traes empuercados los pies…? Anda, anda, ve y pon agua limpia en la jofaina que pueda besarte los dedos (uno a uno)». Y, puesto de rodillas en el suelo, le lava los pies…

Una altra molt formoſa història del nostre famós…
De omine o Llibre dit dels homes, Poderna, Josep R., sine die.
Amb nous exemplars a la llibreria de
vell que es troua a la plaça del pou.