Historia del viejo del guardacantón

Historia del viejo del guardacantón II-VII

Amades, Costumari català, Barcelona, Salvat Editores, 1950, tomo I, página 606, grabado de un dragón.
Donde Bonaventura halla al fin al monstruo del laberinto y, mientras trata de evadir su ominosa presencia, cae en un sueño de muchos meses.

Hiltrud le tenía dicho, y con razón, que era un pésimo comerciante. Lo estuvo reflexionando durante varios días: si le daba un hijo a la señora querida de todos, iban a pagarle unos buenos dineros por unos pocos minutos de su tiempo. Desde luego que ganaría mucho más por mucho menos, pero iba a perder buena parte de su honra por el camino y la honra, después, no había donde comprarla. No le dolió menos reconocer que valdría más por venderse a otras mujeres, siendo él tan pésimo comerciante, que por el trabajo de sus manos de campesino fabril. Sintió pena de todas las putas del mundo. Consideró luego el asunto de la pata de palo: aunque no hubiera fabricado nunca una pierna de mujer, podía, por lo menos, intentarlo. Si le salía bien, podría tratar de ocuparse de los lisiados que erraban por los caminos de la región. Por causa de los instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas, muchos hombres habían perdido sus manos o sus pies. Sus brazos o sus piernas. Su dignidad y su valía. Bonaventura, provisto de un simple trozo de madera, quizá pudiera reparar el daño que, por otro lado, no dejaba de alentar a cambio de heno, grano o aceite. Tenía claro que aún no había hecho lo suficiente para atajar el tráfico de fardos misteriosos que tenía la granja de Hiltrud como lugar de paso. O como punto intermedio. No podía saberlo con exactitud mediando el romance, pero la leche todavía le sabía a pólvora y él conocía que, antes de los muñones, corría mucha sangre de hombre. Había visto el serrucho del médico. Había oído contar algunas historias espantosas en el campamento militar. Si te agarraba la gangrena, te devoraba los dedos de los pies y te subía por la pierna. La gangrena era la pudrición viva de la carne que te envenenaba la sangre de las venas y te corrompía las entrañas contigo dentro. La gangrena era un descenso delirante a la muerte por causa del dolor de la carne comida en vida. La talló por primera vez en una tarde negra de sombras y pesadumbre y la llamó «Gangrenot»:

—Compte, ratolina, que'n Gangrenot te vol mossegar els dits dels peus!

—Ui, no! Qu'és massa lleig!

Y la Griteta se escabulló a su habitación.

—Compte, Perot, no t'agafi an a tu!

—Neee, neee!

Y el pequeño Hilventur huía a cuatro patas por el suelo de la cocina y el bueno de Bonaventura, viéndolo gatear, concluyó que el que no tiene para andar, no tiene para patas de palo. Aquellos miserables sólo podían pedir por los caminos. O mendigaban a los carreteros y a los pobres peregrinos o iban rogando penosamente de puerta en puerta. Hiltrud, que guardaba algunos instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas en el altillo de su cobertizo, les ponía un plato en la mesa si asomaban por su casa. Bonaventura se admiraba de la naturalidad de su gesto y sentía que la quería aún más por causa de su generosidad y, cuando descargaba fardos misteriosos con sus brazos de campesino fabril, no podía dejar de quererla ni un poquito por causa de su bajeza. Aquello de alimentarlos de una parte y mutilarlos de otra, lo dejaba entre confundido y contrariado. De camino a la aldea, se le ocurrió contarle a la Griteta la truculenta historia de una posadera que ponía muy bien de comer a sus huéspedes para cebar después al monstruoso Gangrenot que dormía en su sótano si no estaba acechando al fondo de un pozo que tenía junto al hospedaje. Lo supiera o no la pérfida posadera, con sus ricos platos de judías y de garbanzos, rendía culto al pestilente Gangrenot que nos aguarda a todos debajo de la tierra.

—És molt dolenta?

—Pot ser que no sàpiga'l que's fa…

—Que no'ls donava de menjar?

—Ja, ja, prô hi ha gent, Griteta, que fa i desfa sense adonar-se'n…

—O?

—Vull dir que la donota potser donava de menjar an aquella gent només perquè tenien gana i, de retruc, o sense pensar-hi massa, els posava grassos per a les golafreries d'en Gangrenot.

—O! Aleshores ella no'ls empenyava per l'escala?

—No calia c'ho fes. Pot ser que la donota només deixés la porta del soterrani mig oberta…

—I el pou?

—I si queien sols?

—Perquè havien menjat molt?

—Clar.

—Jo una vegada vaig caure quan tenia dos anys.

—No. Tu no has caigut mai al pou.

—No?

—No.

—Sí, sí, sí. Jo m'en recordo c'un dia

—No.

—No?

—No. Guaita…

Los tejados de las casas se guarecían del frío apretándose los unos con los otros. Lentas columnas de humo subían a las alturas, a confundirse con las nubes más bajas. El día carecía de colores que escaparan al gris del cielo. Era una jornada sombría porque seguían en medio de un invierno crudo y aciago. La Griteta puso luz a las calles lúgubres de la aldea con sus romancillos y, más pronto que tarde, acabó colocando los santones sin barba y las fierecillas de madera que nadie quería. El cochino jabalí, el petirrojo amigo y el desmán del rierol. El primero se lo llevó un señor muy grueso a cambio de unos caramelitos de canela; el pajarillo, un chavalote enamoradizo a cambio de una antigua cantiga de amor que hacía suya; y el desmán del rierol lo tomó en sus manos una pobre solterona a cambio de una docena de besos de la pequeña Griteta. Las mujerucas, entre tanto, se habían ido llevando los «kruk benen» entre fardos de leña, santones sin gracia o potecillos de mermelada. Setas no le quedaban. Bonaventura supuso que la plaga de patas rotas tenía que ver con el consejo de la matrona bondadosa. Luego de trocar un quinto y un sexto pene de madera, razonó que no cabía consejo donde no había dolencia. Las mujeres de la aldea se estaban armando para la lucha. No requerían en vano de la dureza de los «kruk benen»: sus hombres debían adolecer todos de alguna forma de blandura. Como él. O no querían o no podían. Bonaventura consideró que, quizá, se estuviera equivocando de razonamiento. Lo mismo podía sentarse una niña que un niño. Desechó la idea. La matrona bondadosa se había acercado a su carro y estaba dialogando con la Griteta con voces bárbaras y amenas. Nunca había juntado tanto pan tierno en sus excursiones. Qué gusto para la vista. Viendo a la mujerona en movimiento, toda pechuga y caderas, se planteó si no sería ella, en lugar de la madre querida de todos, quien le había pedido ayuda para tener un hijo en condiciones. Si pudiera, si de algún modo fuera capaz, estaría encantado de fecundarla una ó dos veces:

—Ratolina…

—Què?

—Demana a la mestressa si vol res…

—Val.

La matrona tenía un «kruk been» en la mano. Bonaventura se cuestionó seriamente si no habría otro modo de sujetarlo. Ella dijo que sí, muy divertida:

—Ja!

—I què vol?

La Griteta le preguntó y la matrona le estuvo hablando largo rato de cierta madre de un monte que se había perdido y que necesitaba o un hijo o una pierna, así que no era ella, definitvamente, la que le pedía una criatura a sus años. Lástima. Aprovechando la ocasión de la charla, se acercó por allí un señorito muy seco y tieso y le ofreció a Bonaventura un librito en octavo a cambio de un «kruk been» bien duro, que luego se parten. Con esta humedad, ya se sabe. Bonaventura le dio largas, «jaaa, jaaa», cogió el ejemplar en su mano y se dirigió a la niña en cuanto dejaron de producir, entre las dos, nuevas voces bárbaras y amenas:

—Què t'ha dit?

—Que'ls ninos que fas són molt macos, papa.

—Ja. I què més?

—Que podries fer-li un de nou.

—T'ho ha demanat, ella?

—No, papa. Ella no vol cap nino.

Lástima. Dos y tres veces.

—Ella m'ha dit que hi ha una marona de fusta al bosc que té'l fill tot esguerradet i que si'ls hi pots arreglar tu…

—I avon és?

—En una caseta de pedra.

—Prô avon, filla?

—No sé, al bosc.

Y se encogió de hombros y puso carita de pena por no saberlo.

—Val, ratolina. Digues a la mestressa que sí, c'ho farem.

Y él mismo le fue diciendo que sí, «ja, ja, ja», y qué lástima lo nuestro tres y cuatro veces y, de aquella manera, Bonaventura entró en tratos con la iglesia del lugar y reparó, como pudo, algunas figurillas antiguas por algo más que hogazas de pan, trapos viejos y saquitos de legumbres. Hiltrud no volvió a decirle, y con razón, que era un pésimo comerciante y el bueno de Bonaventura se sintió un poco como los bandidos de los romances que roban sin dudar al señorón de las tierras y duermen, después, a pierna suelta bajo el cielo estrellado, pero Bonaventura no sólo soltó la pierna a la hora de dormir: se acordó de la matrona bondadosa sujetando un «kruk been» en la mano y se vino arriba como cuando tenía quince años. Tuvo que servirse del pañuelo que guardaba debajo de la almohada para recoger toda la esperma que había guardado durante el invierno. Pero el rato de la eyaculación fue algo confuso. Que si la matrona y sus caderas. Que si Hiltrud en tetas. Que si Hendrickje, sin más. Creyó que encerraba un gran pene de madera en el puño. Su churra volvía a estar dura y él había vuelto a las andadas y, a la vuelta de cierta ermita perdida en lo más recóndito del bosque, Bonaventura se encontró a Hiltrud junto al pozo, lavando unos trapos llenos de sangre, y no podían ser los paños de la menstruación porque eran muchos y estaban demasiado sucios. El pequeño Hilventur, puesto a sus cosas, ensayaba una nueva carrera detrás de los polluelos y su madre la gallina y la Griteta, en cuanto vio aparecer el carro en el camino, se acercó a recibirlo con un fardo o bulto entre los brazos:

—Papa, sa diu Bonatrud!

—I doncs… Què ha estat?

—És una nena, papa.

Y la criaturilla era medio colorada, medio rubia, y miraba con ojos alucinados a ninguna parte porque, quizá, quería verlas todas a la vez. El hombre se bajó a cogerla en sus manos y la puso en alto, contra el cielo, y no se le ocurrió ningún nombre más adecuado que el que tenía:

—No li'scau cap altre.

—No t'agradat?

—Ma mare tenia el cabell molt negre, vés!

—O! Era com tu?

—No pas. Jo sóc qui voldria se'com ella.

Y se llevó a la criaturilla para casa. El frío se había metido sin permiso en la tercera semana de abril y Bonaventura estaba de muy mala hostia. Medio rubia o medio colorada, Bonatrud era una ricura de niña. Sonreía por todo y casi nunca lloraba. Bonaventura acabó por cantarle nanas de su primera niñez que apenas lograba recordar. La Griteta le ayudó a completarlas con giros de su propia invención y le acompañó en sus visitas a la aldea y a otras granjas, que no aquella de los viejos Boren, y fue con él a reparar figurillas de madera a ermitas y a templos de toda la región. Aprendía muy rápido los oficios que le veía desempeñar y Bonaventura lamentó que no tuviera una escuela a la que ir. Él mismo se propuso enseñarle las cifras y las letras que conocía y, sobre todo, alguna forma de pensamiento moderno. Tenía que prevenirla de la alienación, de los males del capital que no entiende de personas y de la tiranía de los señores industriales. Donde quiera que estuvieran. Le explicaba que era muy importante que los hombres, y las niñas, se ayudaran entre sí:

—I una'ltra vegada, si ton germà té set, li dónes aigua.

—Del meu got?

—D'on sigui.

—Prô sí és meva…

—Prô'l teu germà té set i això va primer.

—I si jo tinc set, què?

—Tenim prou aigua per a tots dos.

—I si s'acabés l'aigua, què?

—En buscarem més, Griteta.

—Avon?

—Al pou.

—I si no hi ha més, què?

Nos moriremos todos de sed y en Gangrenot vendrá y nos morderá a todos los dedos de los pies y nos chupará la palma reseca de las manos y se nos comerá a todos por dentro y nos arrancará la puntita de la nariz de un bocado y nos sorberá a todos los ojos y nos dejará una mirada negra e igual que es mejor no ver nunca mientras estemos vivos.

—Que no has vist mai ploure, tu?

—Ja.

—Pues!

Y, llegado el mes de junio, fueron también a la cosecha del heno a ganarse un jornal. Bonaventura, en verdá, no quiso ir nunca a trabajar en el campo de otro, pero su compromiso por librar a la granja de los instrumentos para la muerte y la destrucción de las personas le obligaba. El bueno de Bonaventura no quería encontrarse con la dulce Hendrickje. Ella, por aquel entonces, era materia sólo de sus sueños. Si la viese frente a él, sería como toparse con el fantasma de un difunto conocido: «Et creia morta» o, peor, «no't feia viva, Enrica». No sabría ni qué decir, ni qué hacer. Se creía capaz de girarle la cara y de besarla. Podía hacer que no la había visto y podía tomarla de la mano para perderse por siempre en la espesura de un bosquecillo cercano. Deseaba amarla lo mismo que temía arruinar su vida en la granja de Hiltrud. Pero si la encontraba, si se encontraba cara a cara con la vivísima Hendrickje, Bonaventura no respondía de sus actos. No sería capaz. No podría. Condujo el carro hasta la orilla del campo soleado y se sumergió en la marea de hierba y de gente sin buscar su preciosa figura entre las campesinas de sombrero de ala ancha y delantal blanco. Luego de llegar junto a una montaña de paja, pidió a la Griteta, por favor, que no se fuera de su lado porque podía perderse en la inmensidad de aquel mar de heno:

—Estigues a prop, si us plau.

—Val!

—On jo't pugi veure.

Por favor. Y puso sus brazos a trabajar y quiso no mirar más allá del montón de paja y del carro de carga, pero, con el rato y con el sol, acabó perdiendo la vista entre los grupos de mujerucas que rastrillaban el suelo. No estaba. No la veía. No había venido o, quizá, se había perdido con otro en la espesura de un bosquecillo cercano. Reconoció al pérfido Pieter y su ramita de hinojo dulce no muy lejos de allí. Bastó con un «gude, gude» en la distancia para darse por saludados, que el hombrecillo, desde que Bonaventura se encargaba de todos los asuntos del cobertizo, pasaba menos por la granja de Hiltrud. Había otras muchas mozitas preciosas, sin embargo. Alguna que otra, sea por gallarda o por desvergonzada, se le acercaba para ofrecerle el agua de su tinaja y, ya de paso, mostrarse toda entera, por delante y por detrás, pero al pobre Bonaventura sólo le salía responderle con un «bedanc» seco y cargado de sudor. Luego se volvía al trajín de la horca con la paja y, de rato en rato, buscaba entre las otras campesinas porque aquella mozita descarada tampoco era su Hendrickje: «Ho sento, prô no». Pensaba en no decirle «em sap molt greu, prô potser en un'altra vida» y suponía que Hendrickje se había quedado en casa porque estaba enferma. En Gangrenot, que se echaba bajo el carro si no lo ahuyentaba con las puntas de la horca, le hablaba de la piel arrugada de sus codos de mujer preciosa. Había muerto de frío en diciembre y le había arrancado la piel a tiras durante las navidades. Bonaventura la prefirió coja, y en casa, después de que las ruedas de un carro le pasaran por encima en un trágico accidente. En Gangrenot le habló del blanco sucio de sus huesos y de las uñas amarillentas de sus manos de cadáver precioso. Se había muerto de pena entre el otoño y la primavera de aquel mismo año y la habían enterrado bajo tierra en el cementerio municipal de su pueblo. Mientras le lamía las costillas renegridas, todavía la oyó preguntar por él, pero ya no se podía hacer nada por su carne mortal. Estaba demasiado podrida. Bonaventura clavó la horca en el suelo de mala manera y llamó a la Griteta, que perseguía mariposillas a saltirones, para que se sentarán juntos a comer. Desayunaron, hablaron alguna cosa y se volvieron cada uno a lo suyo. Hendrickje no apareció en todo el día. Podía estar, ciertamente, bajo unas cuantas paladas de tierra. Bonaventura prefería pensar que había viajado fuera y que, después de mucho andar, vivía cerca de su Poderna natal. O que había ido más al sur, en su busca. En jornadas sucesivas, el campesino fabril acudió con la Griteta a otros muchos campos sembrados a cosechar el heno de otros campesinos a cambio de un jornal. Y la buscó. Hendrickje, después de todo, debió acabar de la mano de un mocetón entre los arbustos de un bosquecillo cercano y, a aquellas alturas del año, debía estarse en casa con un mamón en brazos. Hendrickje sería una mujer feliz y plena. Viviría una vida sencilla junto a un buen hombre en un hogar luminoso y humilde y quizá, por las noches, cuando echase la cabeza en la almohada, se acordase de él porque él podría haber sido el hombre que entrase en su casa al volver del trabajo. Él podría haber sido quien tomara como suyo a su hijo y quien la amase a ella todos los días de su vida. Él, en lugar de aquel otro. Él, que la buscó de cosecha en cosecha. Él, que les había imaginado cuatro noviazgos diferentes desde que se vieran por primera vez, nunca se atrevió a ir más allá porque las nimiedades del día a día acaban deturpando hasta lo más bonito, que es quererse. Bonaventura no pudo encontrarla en todo el verano. Entonces quiso conocer a sus padres, dos humildes labriegos que les apañaron una casucha de la villa, una ruina con paredes y techo, donde corrían el viento, la lluvia y las cucarachas. Ellos se refugiaron en un cuartito de la primera planta que no tenía ni ventana ni sitio. Se estaba calentito. Se quisieron mucho, al principio. Tenían una cama de matrimonio propia y se besaban largas horas en la boca. Ella le ofrecía los labios abiertos y él dejaba caer unas gotitas de esperma sobre su lengua. No supo nunca a qué podía dedicarse. Él era un obrero del textil y, en la villa, no había industria de ningún tipo. Volvía, sin embargo, todas las tardes cansado del trabajo y Hendrickje le esperaba en casa con un plato de sopa caliente en la mesa. Muchas veces tenía que tomarla antes a ella que a la cena. No podía resistirlo. Era volver a encontrarla ante sí y desbordarse el cariño en su pecho de obrero fabril. A la larga, le encontró el gusto a la sopa fría. Una tarde cualquiera llamaron a la puerta de casa. Eran las penurias, pero ni el hambre ni la sed les iban a quitar de dormir juntos. Él amaba besarla en los labios. Aunque no estuvieran de humor, siempre se acababan encontrando en la cama. Él amaba el paño de la ropa, las patas del armazón y los platos de loza que descuidaban por el suelo de las habitaciones. Volvieron a llamar a la puerta al cabo de tres días y no se atrevieron a responder. Él amaba tanto tenerla entre los brazos que prefirió cerrarlo todo por si acaso. Entonces dejaron de entrar la luz y el aire y Hendrickje se empleó en la casa de algunas señoras de la villa. Él no traía nada de su trabajo. Sus manos estaban vacías. Las miraba y las encontraba vacías y, cuando volvía del trabajo, la casa estaba sola porque Hendrickje todavía no había vuelto del trabajo y él se tomaba la cena antes que nada y la sopa seguía fría de todo el día y él se metía luego en la cama por no esperarla a oscuras y la encontraba sola porque Hendrickje se había empleado en la casa de algunas señoras de la villa y todavía no había vuelto del trabajo. Por las mañanas, si la sirena fabril le inquietaba el sueño de algún modo, podía verla durmiendo a su lado. En la penumbra de su habitación sin ventana ni sitio, Hendrickje descansaba sin sueño. Tenía los ojos muy cerrados y los pies destapados y fríos. Él salía en silencio del dormitorio y se iba solo por la casa hacia el trabajo de todos los días. No había lumbre en la cocina y todo estaba mucho más oscuro desde que no había niños en la casa. Hendrickje le había dejado la cena lista en la mesa, un plato de sopa helada de toda la noche, y él sentía que no quería más techo que el cielo y pensó en derruirlo todo a martillazos, el techo y las dos plantas que se levantaban por encima de su habitación, para permitir que entrasen la luz y el aire y Hendrickje, entonces, no tendría que emplearse más en la casa de ninguna señora de la villa y podría esperarle a la vuelta del trabajo como cuando eran jóvenes y volverían a besarse en los labios durante largas horas como cuando eran novios y la porquería no se acumulaba en los rincones porque no habían ni rincones ni porquería que barrer. Él amaba eyacularle unas gotas de esperma muy dulce en los labios. Él amaba que ella amase que él le eyaculara unas gotas de esperma en la mejilla. Él amaba que ella amase que él amara que le eyaculase unas gotas de esperma sobre los párpados cerrados. Y Hendrickje, después de tanto follar, le enseñó su vientre preñado de vida y él no supo muy bien cómo lo harían para alimentar a otra boca cuando ellos no tenían ni para soñar. Tendría que derruir dos plantas enteras del edificio a martillazos y abrir mucho los tabiques para permitir que entrasen la luz y el aire y la leche, entonces, quizá manase en abundancia de las tetillas de Hendrickje porque Hendrickje tenía unas tetillas preciosas y tiernas y él, que tanto las había besado, temió por la vida de su hijo y no quiso por nada en el mundo que pasara un hambre que no le deseaba a nadie en el mundo por nada en el mundo y volvió con más fuerza que nunca al trabajo y cada noche podía comprobar entre las piernas de Hendrickje que su hijo le crecía dentro y temía mucho por su vida y por la sonrisa sin labio partido de Hendrickje y por la salud de los techos de la casa. Había unas humedades monstruosas. Llamaban a la puerta cada dos por tres. Los niños, a veces, se mueren. Seguían follando y follando porque Hendrickje quería más. Mientras golpeaban los tablones de la puerta de casa con violencia, él fecundaba una vez más a Hendrickje porque Hendrickje quería más. Aunque los niños se muriesen, él amaba eyacular todo su esperma dentro de Hendrickje y no le importaba nada que la puerta pudiera venirse abajo de un momento a otro arrastrando consigo el resto del edificio con sus dos plantas de escombros detrás:

—…pa!

—Eh?

—Papa, papa!

—Q-Què passa?!

—És la mam, que no's troba bé.

—Hè?

—La mam, papa. Está malalta. Té molta sang.

—Sang?

—Sí, sí. Vine, papa!


L'imprempta d'en Iosephus R. us presenta…
El llibertí i la nimfa

console-moi, je t'en prie, en m'enculant, de l'obligation où je suis de sodomiser cette vieille vache. Eugénie, fais-moi baiser ton beau derrière, pendant que je fous celui de ta maman, et vous, madame, approchez le vôtre, que je le manie… que je le socratise… Il faut être entouré de culs, quand c'est un cul qu'on fout» y levanta la vista del libro, más aburrido. Ya no resulta como antes. Recuerda muy bien la ilusión de las primeras veces, cuando se ponía a ordenar el cuadro y decía cosas tales como «amo ver el pelo de tu polla frotando la paredes de un ano». La traducción, claro, se hacía al vuelo. Mandaba entonces a una madama se pusiera un consolador de «catorce pulgadas de largo y diez de grosor» y declamaba cual histrión: «Adelante, señora, sodomizad a vuestro hermano!». Luego seguía acordando el resto de falos y culos de la sala hasta que armaba le chapelet, es decir, un rosario humano de follados con folladores que le causaba grande afición. Y después, si no se distraía en la cópula, proclamaba aquellotro de «no penséis más que en descargar, ahora» y, en efecto, se sucedían las eyaculaciones en cascada… Era divertido. Mira por la ventana un momento y contempla la melancolía en el jardín: es una pátina de tristeza sutil puesta allí según su gusto. Quiere recordar y los sauces olvidan. Pasa unas páginas, vuelve atrás, y encuentra un pasaje destacado a pluma: «Permettez-moi de m'offrir à vous un instant pour exemple, madame: il n'est assurément dans le monde aucun être plus corrompu; eh bien, mes contemporains s'y trompent; demandez-leur ce qu'ils pensent de moi, tous vous diront que je suis un honnête homme, tandis qu'il n'est pas un seul crime dont je n'aie fait mes plus chères délices!».

Una altra formoſa història del molt il·lustre…
De omine o Llibre dit dels homes, Poderna, Josep R., sine die.
Es venen exemplars a preus populars a la llibreria
de vell que es troua a la coneguda plaça del pou.

Altres publicaciones de l'imprempta d'en Iosephus R…
Charles enamorado o La cripta de los suspiros, Poderna, Josep R., sine die.
Amb sis noves entregues nouament il·lustrades
d'aquesta apassionant novel·la de miſteri.