Algunas noches de julio

1

Bajo un cielo de grises y azules, densos, apretados, la masa boscosa se estremece apenas ante la presencia de la tormenta (a lo lejos); por entre la verdura, muy espesa, serpea un camino de tierra y piedras: un único vehículo circula por él, lentamente, por causa de la precaución que atenaza los miembros de su conductor: «…thought that all good things comes to those that wait / but recently he could see that it may come too late…», canturrea, mientras golpea con los pulgares sobre el volante: «TU-TU-PA» «TU-TU-PA». Entonces el motor del automóvil («…too late, too late…») carraspea: carraspea, tose y se detiene… Los nubarrones más feos quedan de cara y la inercia, fatalmente, deja tirado el coche a un lado del camino: «¡Diablos!», demonios, maldita seas, etcétera… Le alcanza el destello de los primeros relámpagos. Cierra el contacto. Saca las llaves. «You'll have to push and shove now / You'll have to find some love now / You'd better gain control…», sigue el radio cassette, hasta que el hombre hace girar la rueda del volumen en busca del clic: «CLIC». Silencio, dudas, fastidio. Sube la ventanilla (el cristal de la ventanilla) y baja del vehículo. Portazo: «¡SLAM!», y echa la llave. Saca un maletín del maletero. Mira al frente: la tormenta rompe en truenos graves y golpes de viento ocasionales… No le queda otra: se levanta las solapas de la americana y echa a andar — un último rayo ciega el cielo, ensombrece la terrible mole de piedra que es el castillo entonces, sobre el horizonte.

La aldaba que custodia el lugar se presenta en la forma de un lobo, trasgo o león, con las fauces abiertas, los colmillos afilados y la lengua fuera; llama dos veces, «POM-POM», y espera entre truenos, viento y lluvia, a que abra la puerta una mujer de apenas cincuenta años — le conmueve su belleza de gran dama, antigua, feudal.

Los leños, entre llamas, crujen tiernamente — su solo sonido reconforta; con todo, ofrece la palma de sus manos a la lumbre y espira hondamente: puede ahora, viéndola tras los cristales, reprimir el hiriente tiritar de dientes y brazos… La tormenta, bajo techo, resulta un bello espectáculo que no logra, por mucho, desviar su atención de tapices y alfombra, estanterías y libros, sillón, estatuillas y el gran retrato que preside el salón: extrañamente, no es el hombre de aspecto funesto y tez cenicienta el que atrapa su mirada, el que subyuga su persona, sino el vuelo alucinado de un cuervo sobre los, al parecer, abismos infernales… Es, sobre todo, el brillo en los ojos del cuervo: tan vivos, que refulgen con la sombra de las llamas… Quiere acercarse (hace por verlo de cerca), cuando entra la mujer.

César cede el paso a la mujer, y echa un último vistazo al cuadro: halla, en su lugar, la pintura de un ave de mirada mortecina — o eso le parece. Sale tras ella, el pensamiento en el salón, para ascender por unas escaleras tortuosas, de techo bajo, una o dos plantas — el aire, peldaño tras peldaño, se enrarece y la claridad del día, sin vacilación, se agota a pocos escalones del rellano. Dejan de subir (han llegado): cruzan en silencio la penumbra triste de un pasillo de madera —a su juicio, muy estrecho— y, casi al final, la mujer se vuelve hacia él y le dice «Es aquí» — está frente a una puerta robusta, de herrajes negros, sin pulimento. César la empuja y accede a una estancia sombría, en la que apenas logra vislumbrar la abertura de la pared —¿una aspillera?— y algunos bultos: «el interruptor está a su derecha». Clic: «CLIC» — una bombilla, al cabo de un cable que pende del techo, alumbra ahora el lugar: el baño es, en verdad, un gran baño señorial, traído de tiempos remotos, y no sólo por su tamaño, pues, tallado en la madera de cada una de sus patas, cobra vida el rostro, entre diabólico y burlón, de una gárgola, o vampiro, con que se divertía el gusto guerrero y cruel de otros días. La pila, que rebosa en espuma y agua, se desprende con sopor de un vaho pesado, espeso, que ha acabado por empañar el espejo y la ventana; las mismas piedras, en las paredes, sudan. «Tómese su tiempo, César» lo dice Elena, a su espalda, después de haber mencionado algo de algo seco; cierra (luego) y se va y César, pasmado de frío, se apresura a quitarse la ropa —hace «CHOF» cuando la deja caer al suelo—; tras deshacerse del último calcetín, se sumerge en la bañera: está caliente, el agua, muy caliente, y afuera hace frío y llueve, sigue lloviendo, y puede oírla chocar blandamente contra el cristal del ventanuco… Saberlo, sólo saberlo, del mismo modo en que deshace la helazón que, más que su carne, le muerde los huesos, disuelve el disgusto que trae en el cuerpo entre los vapores del baño — los vapores y ciertos pensamientos que, con los minutos, lo desperezan por entero: se trata del recuerdo y fantasía de Elena; se trata de imaginar cuanto en ella ha visto; se trata de… «ÑEEEC» al otro lado de la puerta: «¿Hola? ¿Quién anda ahí?». Nada. Silencio… «Elena, ¿eres tú?», más silencio, y la luz de la única bombilla que vacila, parpadea y se apaga de pronto — bronco, queda el trueno que mengua hacia todas partes… Atardece (sigue a oscuras).

Tres candelabros de tres brazos para una mesa larga, para un salón oscuro, altísimo — Elena ha servido una sopa, con algo de embutido y pan blanco, y ha traído, en una bandeja de plata, unas piezas de fruta: dos manzanas rojas y una pera que amarillea. Sirve vino tinto en dos copas de cristal y toma asiento junto a César — ocupan un extremo de la mesa. Alrededor, tinieblas sólo tinieblas.

Elena inicia un tímido brindis que no concluye — en su lugar, humedece sus labios con vino y mira a otra parte. Pellizca el pan, se lleva un pedazo a la boca.

Y se levanta de inmediato — parece pesarosa, acaso contrariada, cuando se vuelve y, en silencio, camina hacia la chimenea; una vez allí, atiza el fuego que yace exangüe, sin voluntad de llama. César la mira, mira su figura envuelta por el rojo somnoliento de las brasas, y brega, los puños apretados, en una lucha intestina que no puede sino perder… Acercándose, clama:

Elena se mira en los rescoldos que persigue con la punta ennegrecida del hierro — sigue de espaldas cuando siente cómo la cogen de los hombros… ¡es tanta la delicadeza, tanta la calidez de las palabras que, en licuos susurros, derrama en su oído…!

Se ha girado: están cara a cara, muy cerca, entre voces torpes que sólo ellos alcanzan a oír… De pronto, nada impide a César decirlo: «Creo… creo que me estoy enamorando…», y la besa, se besan, y, del beso, a la mano en el muslo, por dentro, por debajo de la falda… Elena se sofoca: «AAAH», y César lleva su caricia más arriba… el gemido que sigue, tan natural, se confunde, se pierde en las sombras — alrededor.