Algunas noches de julio

2

Abre la puerta: son la vero y la paqui.

—¿Está tu hermana?

—Sí, ahora sale.

La vero es su vecina del tercero primera; la paqui, una niña no tan niña del barrio: tienen que tener catorce — a la paqui, por eso, se le nota más, que las tiene más grandes.

—¿No te bajas?

—¿Adónde?

—A la plaza.

E imagina, viéndolas en su sudadera, sus tetas: con mirada torpe, por ingenua, se detiene en la confesión de su hambre, aunque menor, de hombre; piensa (fantasea) en hacer por llevársela a cualquiera de esos rincones que tiene el barrio — un escondrijo, algo sórdido, donde acabe la calle y empiece el barranco; donde apenas alcance la luz, sucia como pocas, de las farolas; donde se sepa lejos; donde se deje llevar sin tenerlo claro; donde se resista a los chupetones en el cuello; donde diga que no a las manos en las tetas; donde responda «van a ser las once» a sus muchos «(va) enséñamelas».

«¿Vienes?» lo pregunta la paquita.

Pero ella no querrá: «nos pueden pillar».

—No, paso.