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Nueva entrega de la colaboración especial entre los maestros de lo fantástico J. J. Plans (Gijón, 1943), periodista, escritor y presentador de radio, y J. Boix (Badalona, 1945), artista polifacético, autor de las historias Penny (1975), La cautiva de Zork (1976) y La boda de Monique Egan (1976). Adéntrate en el castillo de los Buen, en esta terrorífica adaptación al cómic del guión de cine que ni directores ni productores se atrevieron a filmar… ¿Te atreverás tú con Los misterios del castillo?
LOS MISTERIOS DEL CASTILLO
PARTE II
El sol, que brilla con el entusiasmo juvenil del mayo, asoma por encima de los sauces en que se mece el aura, muy fresca porque el cielo, aunque alegre y azul, pertenece al octubre. Tiemblan miles de briznas en un murmullo. Se elevan, con un soplo, trece hojas muertas. Campo a través, va un hombre — la toalla al hombro, bañador (se advierten, al fondo, almenas y torreón). Es César, cabizbajo y meditabundo, entre el regusto de los besos apasionados de la noche anterior y la frialdad de apenas media hora antes, en la cocina, cuando el «le he preparado una taza de café (no deje que se enfríe)» o el «Tengo que marcharme» sin más… Elena se iba (se había ido) al mercado del pueblo — cogería el coche de línea, regresaría al mediodía, todavía confusa, y él, como cada mañana, temprano, saldría a realizar sus ejercicios gimnásticos: unas flexiones, unas abdominales, algunas sentadillas y la carrera, en aquella ocasión, la sustituiría por unos largos en el lago: el lago, inmenso ante él, reposa sus dominios a los pies de altas paredes de roca, entre riscos ásperos y escabrosos; sostiene, muy adentro, unas islitas tupidas de abetos (a la deriva); y, en sus aguas, puro cristal, se espejan los montes de cumbres nevadas — surca la bruma de sus picos un cuerpo de mujer; por entre nubes, llega rompiendo las alturas; deshace a su paso, larga estela, el firmamento en ondas; y en la orilla, donde se reconocen cielo y tierra, emerge enteramente desnudo: es una jovencita preciosa, de apenas veinte años, y su sola visión, virginal y pura, sobresalta a César con un vuelco del corazón: piensa, según se lee, «no es Elena, por más que halle en ella su recuerdo, no es Elena: ¡no puede serlo!» — no se acerca ni dice nada: primero se escurre el cabello y, mientras lo peina, muy despreocupada, examina a César de arriba a abajo: las espaldas anchas, el pecho fornido… Parece arrobado.
JOVEN
—No esperaba que nadie viniese al lago esta mañana…
CÉSAR
—Te-tenga.
JOVEN
—¿No le gusta lo que ve?
CÉSAR
—S-sí, claro.
JOVEN
—¿Por qué cubrirlo entonces?
CÉSAR
—No, no sabría que de…
JOVEN
—Traiga. Soy Cristina, ¿y usté?
CÉSAR
—César Manrique.
CRISTINA
—¿Manrique? Debe de ser el tratante…
CÉSAR
—El mismo.
CRISTINA
—Debería decir encantada…
CÉSAR
—Descuide: el placer es mío.
CRISTINA
—No, quiero decir…
CÉSAR
—¿Qué quiere decirme?
CRISTINA
—Que, de algún modo, ya nos conocemos.
CÉSAR
—¿Nos conocemos?
CRISTINA
—Pude verle ayer.
CÉSAR
—¿Ayer?
CRISTINA
—Sí. Ayer tuve un sueño…
CÉSAR
—Un sueño.
CRISTINA
—Sí, y había en mi sueño un reino lejano, no porque estuviera lejos, sino porque nadie sabía dónde estaba realmente; y en el reino, había un castillo viejo como las piedras; y en el castillo, un gran salón al cabo de cien cámaras oscuras; y en el gran salón, un baño; y, en el baño, un hombre, un hombre como usté, César, fuerte y apuesto, que, sin temor, se quitaba la ropa, toda la ropa… y yo, que miraba a escondidas, lo veía todo…
CÉSAR
—¡Cristina!
CRISTINA
—(Pude verlo todo)
CÉSAR
—(¿Todo?)
CRISTINA
—(Sí). Tenía…
Y se le acerca para cuchichearle al oído unas palabras — a César no sólo le turban la impudicia y la osadía que escucha: huele, con sólo respirar, los efluvios del lago en sus cabellos; siente las gotas (unas gotas) sobre el antebrazo, la proximidad de su cuerpo menudo y tibio; y mira, con ansia estrema, la mano abierta que sostiene la toalla, puesta sobre el pecho —recuerda, donde los senos se pronuncian con gracia, la forma y expresión de los pezones poco antes—; más abajo, ve los pies desnudos y de puntillas sobre la hierba. No puede negárselo: «es encantadora».
CÉSAR
—¡Oh, no siga!
CRISTINA
—¿No querrá enseñarme…?
CÉSAR
—¿Con qué propósito?
CRISTINA
—Podría comparar y…
CÉSAR
—¿Y?
CRISTINA
—¿Qué se le ocurre?
Deja caer la toalla… Es, de nuevo, el blanco inmaculado de su desnudo, la sombra de adoración, de sometimiento, en la mirada de César: la besa —¿o ha sido ella?— y yacen uno junto al otro. Se tocan, y celebra con besos largos, sentidos abrazos, la juventud en forma de mujer, pero, sobre todo, adama el feliz hallazgo, el reencuentro, de Elena en su hija: todo es en ella memoria viva de los que fueron (debieron ser) sus pechos, caderas y muslos, ¡tan tersos ahora…! ¡Los que fueran sabores de la otra noche, frescos y nuevos en la mañana! ¡Los que no debieron pasar, vueltos a ser! César agota el amor: en un esfuerzo titánico, colma, o lo procura, los apetitos incólumes, sin menoscabo, de la joven y, aunque, a sus años, todavía se mantiene en forma, la fatiga, la saturación de los sentidos, posibilita el ser, el lugar, a sus palabras «creo», no sabe si Elena o Cristina, «creo (¿es posible?) que me he enamorado de ti». Ella, muy por encima, sonríe: resplandece con los rayos del sol, con cada gesto fruto del gozo inmediato ¡…en lúbrica correspondencia con la gloria inmortal!