Algunas noches de julio

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Número 30. Mensual. 125 PTS. La pintura (casi fotografía) de la hembra ocupa todo el alto de la portada. Aparece de frente, de tres cuartos, vestida con un corsé y unas braguitas no mucho más blancos que la piel de su cuello, hombros o pecho. No más que sus brazos o muslos. Tiene los senos al aire, no pequeños: muy redondos, y, en la tela fina de la braga, se le marcan los labios de la vulva. Pone (ha puesto) las manos detrás, su dorso sobre las nalgas, y no sostiene el libro que asoma, una teta a cada lado, por la parte superior del corsé —lleva por título «PLAN DE PARIS SENS UNIQUES»—. Es joven. Más que joven, bonita sobre lo que parece ser un salón palaciego, pomposo, dieciochesco… Con todo, la mirada acaba siempre en la mirada, atrapada en su mirada, que no es triste, ni fría, sino firme y sólida en su propósito de ser y estar allí, de pie, apenas vestida, con aquel libro viejo, algo estropeado, entre las tetas… Las cejas, pintadas en arco alto sobre los párpados, el fuerte rímel de las pestañas o las duras rayas negras que cercan los ojos, nada pueden, sino contrastar, la claridad y brillo de sus pupilas —azules en la suave transición de grises—; el ligero ladeo con que inclina la cabeza sobre la línea de la clavícula, o el vuelo estático en que se esparcen los rizos de su peluca, muy rubia, a uno y otro lado de la cara, resultan, en cualquier caso, menos inquietantes que el feo manchurrón, algo viscoso en su día, que salpica la esquina inferior derecha de […] Cartas …4 / Del más allá …7 / ¡Zura! …20 / Los oscuros caprichos de Rose …27 / La locura del mar …38 / Las brujerías del conde Alexandre Kulak …51 / Los misterios del castillo …59 / Entrevista a […] un hombre bajito, gordo, con bombín, gabán y mucha prisa, quien, sin dejar de andar, busca la hora en su reloj de bolsillo — lo ha sacado de dentro, del chaleco: las once y tres minutos. Mira atrás, a los lados. Mira la farola (muy sola, en la esquina). Mira la placa que da nombre a la calle: «Rue de la pénitente». Mira el puente, las aceras vacías. Nadie (no hay nadie) o la niebla, la maldita niebla, los oculta a todos entre sus velos, su espesura de pesadilla, donde edificios y calles se diluyen y confunden en un todo blancuzco y vaporoso. Mira la hora: las once y tres minutos — no ve que detrás, de las aguas del río, muy en silencio, se eleva una figura, algo, un solo torso, brazos sin carne, a la manera de los espectros de […] esparcidas por la hierba. Sobre el blanco almidonado del mantel, están las fresas, cerezas y ciruelas que la señora toma para desayunar con no poco capricho de los sentidos: después de pasar la yema de los dedos sobre la piel, vello húmedo, de todas ellas, se decide por una y la sopesa en alto. Pulsa la ternura de su carne, la temperatura de su cuerpo, y, cuando el deseo aprieta en exceso, la pone entre sus dientes y la muerde: con delicadeza, rompe la suave membrana que preserva la pulpa; arranca un mordisco, muy blando, y chupa la herida sin dejar de derramar el jugo dulce, sabroso, que resbala por la comisura de sus labios: viscoso y dorado, corre libre hacia la garganta, cuando no gotea, desde la barbilla, sobre el amplio regazo de la falda. El señor, que sigue distraído el aleteo errático de una mariposa azul, detiene la vista en la reluciente figura de su esposa: de pronto, resultan entretenidos los muchos y mullidos pliegues de su vestido. O no es eso exactamente.

El señor recupera del suelo los papeles del diario, echa un vistazo a los titulares de la portada y abre poco más allá de la mitad. Espanta una mosca en balde. La señora, que lo mira leer, arrugar el entrecejo, pronunciar el morro tres-cuatro veces, sorprende el paso irisado de una libélula bajo el murmullo amable de los árboles: cruza, en vuelo resuelto, el aire tibio de la mañana en busca del abrigo de una charca. Allí, mezclada con el paisaje, se pierde. Hay, sin embargo, dos rayos de luz que se estrellan y rompen contra la dura superfície del agua y una multitud de destellos que se cuela entre los tallos, suave vaivén, de la espadaña; la señora se fija, sobre todo, en el vigor y la flexibilidad con que aquellas plantas hacen frente a los rigores del tiempo. Y coge, sin más, otra fresa.

Y, con media sonrisa bajo el bigote, se desabotona los pantalones, los abre y rebusca en los calzones: acaba sacando a la luz, desmayado entre el índice y el pulgar, un pene de facciones familiares; la señora, que no le quita ojo: sigue fofo y amodorrado, se muerde el labio inferior. Todavía sabe a carmín. Todavía sigue ahí: siendo el mismo.

Y allí lo deja. Corre. Con pasitos muy cortos, mientras tira para arriba de la falda, se llega a un breve claro del bosque. Comprueba que no haya bichos cerca, ni culebras por entre la hojarasca. Busca que se vea su marido, a escasos diez metros, de vuelta a sus papeles. Y se arremanga el vestido, la enagua, la camisa, para poder bajarse la braga hasta las rodillas. Se agacha y, puesta de cuclillas, se abraza a su ropa, más mullida si cabe, con todo al aire… En fin, la naturaleza fluye libremente. Mira, entre tanto, espinas en arbustos, florecillas, el tronco rugoso, agrietado, de un pino, los ojos maníacos de un gran simio en la maleza, sombreros de rovellones. La orina sigue chorreando: arrastra a su paso ramitas rotas, hojas muertas, muy secas, y granos de tierra renegrida. De pronto, con la mudanza del viento, una bofetada de vaho alcanza a la pobre mujer: es un olor acre, fortísimo, de macho grande, en celo. Orangután o gorila, no logra apartar la vista de su sexo descubierto… Escalofría, sólo pensarlo, el tamaño de su ansia. Escalofría, se dice, no atisbar el fondo de su apetito, no precisar, siquiera, su grado de salvajura. Se queda helada, del todo paralizada, cuando la mano del bruto la coge de los pelos y la arrastra a la espesura; de primeras, no lucha ni forcejea: se coge con ambas manos del antebrazo que tira de ella: duro, robusto, peludo, y abre mucho los ojos… Se suceden los troncos que tienden al cielo, los retazos de azul hiriente entre las ramas, los arañazos en muñecas y mejillas; sólo si se gira, alcanza a ver la figura huraña, corcovada, de su raptor. Asombra su agilidad, la velocidad con que cruza la floresta. Asombra la fuerza descomunal de sus miembros, la potencia de su zancada. Asombra su determinación, la fiereza que lo lleva cada vez más adentro, más a ninguna parte, como si nunca acabase de escapar… El dramático rasgón del vestido por la parte de la falda sobreviene de repente: un pedazo, antes blanco, ha quedado atrapado, desgarrado y roto, entre las púas de una zarza. Otros jirones se desprenden. Otros desaparecen. La maleza más voraz, más feroz, los devora y engulle y ella, demasiado lejos, cae en la cuenta de que es tarde para gritar… Es peligroso y es tarde. El animal se ha parado. Del mismo modo que ha traspasado la selva: sin sombra de duda, la sube en volandas, trepa a lo alto de un roble centenario y terrible. Después, arriba, la arroja al interior del tronco, a una oquedad cavernosa y vieja, donde ha llevado hojas verdes y crujientes, ramitas de tallos tiernos y un puñado de castañas en su erizo. La mujer, los ojos muy abiertos, mira el rostro bestial de la criatura, suspendida frente al nido: husmea el aire y gruñe apenas, así como un ronquido abrupto, antes de marcharse. El interior de la cavidad se llena de luz y la pobre mujer, allí, tan sola, tarda largo rato en asomarse fuera, en comprobar los muchos metros que la separan del suelo, y poco, más bien poco, en temerse e imaginarse los carnales propósitos de […] los ocho marineros, sólo cinco alcanzaron el extremo superior de aquellas escaleras. El portugués fue el primero en verlo — lo hallamos de rodillas, derrotado frente a la Gran Puerta: necia, obscenamente labrada, no albergaba otra posibilidad de ser que impedir el paso a monstruosidades marinas, aberraciones nacidas en otro tiempo… Ninguno, entre nosotros, fue capaz de concebir, siquiera imaginar, que aquella no era una puerta, que aquella, cediendo lentamente ante nuestros ojos, no cerraba el paso a cosa alguna, sino que impedía salir a aquello que yacía más allá de la vida y de la muerte… Primero fue la exhalación, pútrida miasma de siglos sobre siglos, que desvaneció en la atmósfera la consciencia o cordura de Briden, Rodrigues y Ward. Siguió un sonido, «SPTUUUG», de algo vago, gelatinoso, cayendo sobre la piedra y el légamo… ¡Chapoteaba! ¡Estaba avanzando! De inmediato, los hombres renunciaron a las armas; cuerdos o no, abandonaron sus revólveres y fusiles y echaron a correr… Huían de lo nefando, de lo absurdo, de lo que no debe ser; de aquello que, en aquel momento indecible, repudiaba el lecho caliginoso de la sepultura para […] DEL CASTILLO. Parte IV. Bajo la ominosa mirada del cuervo posado en el extremo descarnado de una rama, una gran cruz de piedra se inclina hacia los matojos sin vida que asoman, errantes, por entre los jirones de bruma que arrastra, más adentro, más lejos, un viento frío y cruel. Una escalera, mordida por la hierba y por las grietas, asciende a terrazas ulteriores del cementerio: mausoleos de mármol blanco, una valla de hierros torcidos y, por encima, la noche plana (a una tinta). Más tumbas brotan del suelo pobre del campo santo — hay lápidas que se vencen a los años. Está la fosa negra. Y, en el centro de la splash page, el lóbrego panteón del que han salido los dos hombres: son César y un viejo marino, rayas negras, rayas blancas, con una pala al hombro.

El viejo marino se ha detenido: deja la lámpara de aceite, deja la pala, y saca su pipa, los utensilios de fumar; prende un fósforo, prende el tabaco al fondo de la cazoleta y, mientras acaricia su barba, tupida y cana, empieza a decir «Hubo un tiempo en que […] AAIIEEEEE» grita una joven, blanca, desnuda, a los pies de un gran bloque de granito. Brega en vano contra la ligadura de los grilletes en las muñecas, contra las cadenas que la sujetan a la roca maciza… Desfallece (por un instante) y cae de rodillas al suelo — el tintineo se desvanece en las concavidades de la gruta. Apenas se hace el silencio, le llegan, multiplicados mil veces, los chillidos de las que moran por siempre en la oscuridad: «SQUEEE» «SQUEEE» — «SQUEEE» cada vez más cerca… Pugna, por causa del terror, contra el hierro, contra el mutismo de la roca, y grita, «AAAHH», se magulla la carne… Casi han llegado: «SQUEEEEE» — puede oír las uñas de sus patas arañando la piedra del suelo. Para (se detiene). Yace inmóvil, quieta: siente el sudor resbalando por su cuello, sobre el pecho; siente las exhalaciones de sus pulmones, los latidos de su corazón y nada más… porque, aunque no alcance a verlas, ya están allí. Gira el rostro: desesperada, aprieta la mejilla contra la fría superfície del bloque de granito; cierra los puños, se aferra a las cadenas… Lágrimas de angustia escapan de sus grandes ojos negros.

El viejo marino, rayas blancas, rayas negras, desata los cabos que amarran el bote al muelle — por un momento, con un pie sobre la proa, otea en la distancia las diminutas islas del lago y exclama, airado, «¡Maldito seas, […] Dos tetas grandes, muy grandes, para pecho tan pequeño. Es Elena, la blusa abierta, la falda recogida hasta la cintura. César, justo detrás, la empuja repetidas veces contra el escritorio: «AAAH» «AAAH». Están los dos en el estudio que fuera del difunto: la madera antigua, oscurecida, los anaqueles repletos de volúmenes y polvo — su retrato, óleo sobre lienzo, custodia la sala: es, en tonos macilentos, un hombre severo, de algún modo cruel. César baja la mirada, busca a Elena —más recostada sobre el mueble, arquea la espalda—: «AAAH». La goza. Se sacude. La tensa. A ratos, pierde el control. A ratos, se distrae con el perfil de sus pezones — van al frente de un bamboleo repleto, maravilloso, que, dada su posición, sólo intuye e imagina; en el rato de inflamarse (¡están a su alcance!), se abalanza sobre ella y llena su mano con una de las tetas. Aprieta. Sigue empujando. Más feliz, le retuerce un pezón (¡gran acierto!): «OOOH», «Elena», «OOOH», «Elena… yo…» y sucumben a la marea de placeres que rompen (¡de pronto!) en un estallido líquido — jugo caliente, chorro apretado, que resbala por los muslos enamorados de los amantes.

César se incorpora no sin torpeza, ni dificultad. Sale, se echa a un lado. Logra apoyarse en el bureau cuando Elena se levanta, aunque descompuesta, señora de un castillo. Tira de la falda (se cubre) y se excusa: va al baño — tras la segunda de las puertas de la habitación. A través del resquicio, de pronto iluminado, puede verla (no espiarla): está de pie, frente al espejo: se ciñe el sujetador, se abrocha la blusa, se recoge el cabello, se quita la falda, las medias, las bragas… Corre el agua (hace que corra el agua) — un escalofrío le eriza los pelos de las piernas. César se mira (las observa): están desnudas, heladas; recoge los calzoncillos, abajo, sobre los tobillos; los sube, con los pantalones; y se viste (aunque sucio, pegajoso). Sigue con el botón del pantalón, la cremallera de la bragueta, la hebilla del cinturón… Hay una huella de luz eléctrica, amarilla, en el suelo — Elena, sentada en el bidé, se lava.

César ha sorprendido un suave crujido al otro lado de la puerta: «ÑEEEC» — sin mediar palabra, cruza la estancia en sombra hasta la primera de las puertas, la que da al pasillo… y, con la mano en el pomo, bajo el lamento de las cañerías, coge aire, abre de repente: frente a él, poco más allá del umbral, ¡una presencia…! ¡Alguien!

El viejo marino, rayas negras, rayas blancas, navega en su barca motora, «BROM-BROM-BROM», rumbo a la mayor de las islas del lago, a pesar del seso y de la amenaza de tormenta: terribles nubarrones han cubierto las cumbres nevadas, ahuyentan la tarde, ofuscan la vista… Avanza de todos modos. Avanza con firmeza. Avanza, el puño en el timón, bajo el grave «BROUMMMM» del cielo — a causa de la niebla que emana torpemente de las aguas oscuras, lacustres, no alcanza a divisar cómo, de entre los abetos, asoman unas figuras mostruosas, apenas humanas…