Flor varia de leyendas

Balada de la gitanilla

Fantasía de sepulcro.

Pasada la medianoche, su hermana volvía a escabullirse por el ventanuco del carromato: salía del catre con cuidado de no despertarla, caminaba de puntillas hasta los postigos, que estaban al fondo de la habitación, y, después de abrirlos de poco a poco, saltaba fuera. Caía en silencio, como una gata, y corría al bosque, sola, salvaje y libre. La pequeña, que siempre se enteraba de todo, contaba hasta diez antes de seguirla y, al igual que su hermana la mayor, escapaba sin desvelar a su madre o a los muchos mocosos que dormían a su vera. No saltaba. En su lugar, se descolgaba del alféizar con mucho miedo y, como solía caer de culo las más de las veces, se veía en la necesidad de fingir un maullido triste, un tanto desangelado, que valía a los hombres que bebían junto al fuego. No eran muchos, a aquellas horas. Miraban arder las llamas de la hoguera, se pasaban la bota de vino de uno a otro y no decían apenas nada. Callaban largamente. Si alguno tocaba el violín, lo hacía de pronto, por ahogar la amargura del alma, pues la pena pesaba sobre aquellos sus hombros y no había aullido de lobo, ni maullido de gato, que pudiera distraer su carga. La cría, entre tanto, se adentraba en la espesura sin ser vista. Pronto, lejos del círculo de los carros, la noche se cerró en sombras y, al murmullo del viento en las ramas más altas, sucedió el tenebroso ulular del búho. Creyó oír unas voces, unas risas alegres, cerca del arroyuelo de la otra vez… La otra vez, aquella otra vez, su hermana se estaba de pie, echada sobre el tronco de un roble, y le ofrecía el pecho desnudo a un desconocido. Lo levantaba con las manos, bien arriba, y se abandonaba en una sonrisa idiota, que parecía dulce y parecía embriagada. Gozosa de sí misma, reclinaba la cabeza y dejaba que el cabello oscuro y revuelto se derramara sobre su cara de niña y se esparciera, como en cascada, sobre la piel de su torso. Tenía, según capricho de la luna, el color de la aceituna tierna. El extraño, que vestía como visten los señoritos de pueblo, se le acercó aún más y descubrió el cuello y los hombros de la bella gitana. Se regocijó unos segundos. Luego, cuando ya no pudo más, besó el cuello y besó el hombro y lamió la clavícula hasta el feliz encuentro del pecho, que palpitaba vivamente. Entonces se metió la teta en la boca y la chupó largo rato, mientras manoseaba la otra con salvaje fruición. Se repuso un instante. Un solo instante. Volvió a mirar la gracia encarnada de aquella criatura, la respiración agitada, los pulsos enardecidos, y mordió la carne junto a la garganta. Ella ahogó el grito en un gemido y el gemido, en un suspiro, y su hermanita, que se escondía cerca de allí, se asustó, y mucho, y no pudo evitar el paso en falso: crujieron las hojas secas bajo el pie descalzo y aquellos ojos encendidos y terribles, cuando la descubrieron en la maleza, la conminaron a huir. Y huyó, sin duda. Regresó a toda prisa al amparo de las sábanas y veló con gran espanto de la sangre. Su hermana la mayor, si no lo soñó nunca, aparecería poco antes de la amanecida. Se metió en la cama, más chiquita e inocente, y se abrazó a ella, medio temblando; luego, muy quedo, musitó: «Padre no puede saberlo», y nadie lo supo, la verdad, como nadie sabía, aquella otra vez, que las dos andaban escapadas en mitad de la noche. La pequeña se llegó de nuevo al arroyuelo, donde las voces y las risas, y halló el bosque solo. Escuchó un momento. Cerca de allí, piafaban los caballos. Sus cascos golpeaban con dureza el polvo del camino, y se los oía bufar, así que se fue corriendo a ver qué estaba pasando… Era un carruaje. Estaba detenido en la vía pedregosa que llevaba de la aldea al cementerio, al viejo cementerio de lápidas olvidadas entre la hierba, y aguardaba, al parecer, por algo o alguien. Los corceles, que eran dos y del color de la noche, recelaban por causa de cierta presencia que se ocultaba en la espesura, en uno de los márgenes del camino. Sucedió. Su hermana emergió de la tiniebla que la amparaba y ofreció su figura a la luz de la luna. No dijo nada y, sin que nada se oyera, la cortinilla en la ventana del carruaje se hizo a un lado. De dentro surgió la mano pálida y fantasmal que requeriría su persona. Siguió el puño blanco de la camisa, el gemelo de plata antigua y la manga negra de la chaqueta… que no tenía fin. Aquella extremidad, que continuaba extendiéndose en el tiempo, se alargó hasta alcanzar el hombro de su hermana, y lo tocó. La joven reaccionó con unos pasos, escasos y torpes, y la portezuela se abrió desde el interior. Subió. Se hundió en aquella oscuridad de sepulcro sin pensarlo y desapareció para siempre. El carruaje, luego, se perdió en la noche.