Flor varia de leyendas

Panorama del llano

Cuatro fotografías viejas en una caja de zapatos.

Al viejo edificio se accedía bajando unas escaleras. Esto, desde la calle de no sé qué general. Un primer chorro de agua, en una fuente, te recibía llegando al rellano y un segundo tramo de escaleras te dejaba frente a una de las puertas de entrada. La mañana era blanca: a través de los arcos, la luz destellaba en la gran pila de piedra. Piedra y agua que corre. Agua turbia y la voz —negro sobre blanco — de un letrero: «AVISO / SE PROHIBE 1º LAVAR ROPA DE ENFERMOS LANA Y ESCARPINES 2º ARROJAR TRAPOS […]». La niña estaba debajo. La cara redonda, los ojos chicos. La boca grande, los dientes torcidos. Estaba arremangada, con la moza de madera en la mano… Sólo se detuvo un momento (a mirar, a secarse la frente). Después, sin mediar palabra, volvió a sacudir la ropa.

—Dan una de miedo esta tarde…

—¿Tienes para llevarme?

—¿Tú vendrías?

—Claro.

II

—Péinate. Llévate un pañuelo limpio y date bien bajo las uñas, que parezca que te has duchado… Si puedes, échate algo de colonia de tu padre y ponte los zapatos de los domingos.

—Pero… ¿y antes?

—Antes vas y se lo dices.

—¿Qué le digo?

—Se lo pides.

—¿Y ya?

—Claro.

Lo hablaba un chaval que iba en motocicleta, que estaba en la edad. Aunque era mayor, de vez en cuando se paraba con nosotros. Nos prestaba sus tebeos usados. Nos invitaba a cigarrillos. Y solía decirnos que había dejado los estudios porque de cuentas sabía lo justo y aquello otro, lo de las letras, no valía para apenas nada… Pasaba las mañanas ayudando a su padre en la ferretería por cuatro cuartos. Barría la puerta, preparaba paquetitos con papel de periódico y celo, ordenaba los estantes y llevaba, de un sitio para otro, cajas con clavos, tornillos y/o tuercas. Por eso, decía, tenía la moto. Las tardes eran otra cosa. Traía locas a las chavalas del barrio. Las sacaba a pasear en su motocicleta y se sentaba después a contarnos que si le había visto el culo a la jirafa, que si le había tocado las peras a una de octavo, que si le había metido el dedo a la hija del carpintero… Todo aquello, si sucedía, sucedía lejos de allí (en sus palabras, en nuestras cabezas), aunque habíamos visto, de algún modo, cómo se las llevaba a dar una vuelta al huerto de sus padres. Nosotros nos quedábamos allí, mirando.

III

«¿Qué te quedas mirando, marrano?»

Había llegado la tarde y, con la tarde, el aire caliente, en masa, a dejar polvo de verano sobre muebles y baldosas. Yo, el que yo era entonces, había procurado en vano un sueño ligero. Había seguido, desde la cama, un rastro de frescura apenas sensible. En calzoncillos, por paredes y suelo, hasta el balcón: afuera la luz prendía la plaza, la calle, los edificios… sobre el techo (boca abajo) una salamanquesa no muy grande. Fui a por mi tirachinas —nuestros tirachinas se fabricaban con la parte superior de una botella de plástico, que cortábamos con tijeras o cuchillo, y un globo de duro, que debía cubrir la boca de la botella, para lanzar los proyectiles— y un puñado de garbanzos.

«¡Que qué miras!»

Había vuelto a por la salamanquesa demasiado tarde… Corrí a por más: debía estar abriendo la puerta de la calle cuando un grito —«¿Dónde vas así, haragán!»— me devolvió escaleras arriba con unos pantalones cortos y una camiseta puestos. En el terrado, me decía, habrían más.

«¡Fuera! ¡Fuera de ahí!»

En el terrado —no podía saberlo— estaba ella. Estaban las nubes, los campos de nubes, como islotes, a la deriva. Estaba el cielo azul que dejan los días de viento a su paso. Estaban los geranios en los tiestos de barro. Estaban los orines en el rincón. Y ella, de pie, en un barreño con agua. Ella, con un cubo de juguete en la mano. Ella, contra la tarde. Ella, en bragas. Ella, diciendo algo… Yo, mirando (aún miro).

IV

—Ten, toma, dale una chupada…

—No te pases.

—Venga, va.

El yermo se extiende bajo un cielo sin matices. Se confunde con el horizonte. Con el bochorno. Antes era un barranco. Ahora, un llano quemado, un lugar apartado para los chavales… La muchacha viste blusa y falda. Lleva dos trenzas de pelo negro y la frente descubierta. Chupa el cigarrillo. Apenas tose. ¿Otra? Va, venga. Te he dicho que la dejes. Si le gusta… El muchacho se vuelve. Chuta unas piedras. La mira (esmirriada, con otro). Mira quién viene… ¿Quiéne? Una motocicleta por el camino. ¿Viene solo? No. Qué va. Traen el polvo, el ruido del motor… ¿Y el paquete? Parece la hija del pastelero. ¿Sí? Decían en el barrio que eran novios. Aunque nunca los vi del brazo, cuando hablaba de ella, hablaba distinto… No era una más. Era la más bonita de todas. Era la que todos nosotros soñamos alguna vez porque todos nosotros, alguna vez, soñamos con sacarla a pasear, con llevarla al cine, con cogerla de la mano… Con nuestras manos pegajosas, nuestras manos en los bolsillos. No era para nosotros, aunque se bajase de la moto, aunque supiéramos que el cielo, en sus ojos, es otro… Sus ojos rojos y el chaval, desde la moto, que qué hacemos… Íbamos al cine. ¿Todos? Sí. Dan una de miedo… ¿Y tú? ¿También vas? ¿No quieres darte una vuelta?