Flor varia de leyendas

Vida y obra de Ivan de Valachia

Collage o memoria tardía de los hechos pictóricos de Juan de Valaquia.

Chagall, San Marco y San Mateo, 1978, vidrieras inferiores.

Cuentan que Berzebuey, de camino a la India, topó con un burro en el que iban montados un buhonero y un aprendiz de astrólogo que decían ser los pasantes del famoso Ivan de Valachia del que tanto hablaban los libros. Mucho lo había escuchado: «como nació enano y nació gitano, fue dado a las puertas de un convento de carmelitas descalzas por quienes habían de ser sus padres a las pocas horas de entrar al mundo. Luego creció. Poco a poco fue despertando en él su natural inclinación por la pintura y las hermanas de la comunidad dieron en ponerlo a las órdenes de un maestro pintor venido de la Toscana para iluminar la Biblia del priorato. El pequeño Juanillo aprendió el oficio y aprendió a ganarse el favor de las damas con sus libros de horas y el de los señores, más tarde, con el dolor del Cristo muriente del retablo de la parroquia. Después fue hombre, pero los muros, los muros familiares, los muros del convento de su infancia, le seguían fatigando el ánimo con su cerrazón de puertas y ventanas, con su exceso de celo, así que Juan, un buen día, partió de viaje, etcétera». Berzebuey, que viajaba de largo, solicitó a aquellos dos hombres que lo llevasen al encuentro de su amo, y se olvida a menudo si fue el astrólogo o el aprendiz de buhonero el que amonestó al sabio con palabras llanas, «no tiene quien no quiere tener», y anduvieron así, los cuatro, hasta la habitación del famoso Juan, cerca de ninguna parte, cuando la primavera solía silbar canciones de juventud y el cielo era otro, más azul.

Juan, Juanillo, barría, estaba barriendo, frente a su casa, con su misma escoba de ramas viejas, las hojas, las horas, el viento, y no se daba cuenta si sonreía a los gorriones o sacaba la lengua al petirrojo que clamaba «pit-pit» desde su escondrijo. Miraba con ojos despiertos, soñadores, e imaginaba sobre los bosques, y los prados alrededor, una luz nueva, sin sombra, que después podía poner en el papel… Oyó unas voces. Por el camino llegaban unos hombres: eran sus amigos los pasantes y Berzebuey. Se saludaron como es costumbre en los nativos de la región y Juan quiso recibirles en su hogar y ofrecerles agua, una poca de sombra. Fue entonces cuando Berzebuey advirtió que todo allí estaba dispuesto a su altura, «y qué otra cosa», repuso el anfitrión: la cama, la cómoda, las ventanas, la techumbre y la silla que amablemente les ofrecía, estaban conformadas con la natural constitución del famoso miniaturista y grabador —en este punto, Juan declaró que también obraba como «amanuense a tiempo parcial»—. Berzebuey, que comenzaba a maravillarse con los trabajos del maestro artesano abiertos por doquier, sintió que algo hociqueaba en sus zapatos, «Pero qué?!», y Juan, Juanillo, recogió del suelo una suerte de rata grande en hábito de guerra: «No se apure usté, es una bestia inofensiva», dasypus novemcinctus, y la devolvió a su sitio, bajo la mesa. Berzebuey restó asombrado. Preguntado por la armadura de la animalia, Juan respondió «no ofende con su defensa. En tiempos, se servía della para protegerse del arrojo de los caballeros que la tenían por el dragón de los cuentos de hadas o un satanás negro de los bosques… Qué sé yo. Nunca me he parado a imaginar qué andaban buscando tamañas criaturas. Se dice, no en vano, que fue en su día una bestia temible que asolaba el pantano con la pestilencia de su mirada, pero ahora, mi buen Berzebuey, sólo come las hormigas que encuentra a su paso y los huevos de golondrina que yo mismo le traigo del campo». «¿Y el queso?» —el sabio se refería a los pedazos de queso que había en el alféizar de la ventana—. «Lo llevan los cuervos en su pico a los hombres buenos que quieren ser santos». Berzebuey asentía. «En ocasiones, dejo mendrugos de pan», continuó Juan, que paseaba distraído entre los muchos tomos de su salón. Los códices, por lo general, yacían abiertos en mitad de algún sueño fabuloso. Fuera sobre la mesa, las sillas o el suelo, ofrecían su ejemplo a cualquiera que detuviera sus ojos en la pura claridad de sus páginas: «Son, estas que ve, obras que no he de acabar porque no tienen fin». Berzebuey quiso acercarse y dio, en levantarse, con la cabeza en el techo: «au» «¡Menudo coscorrón!» «Sí…», refunfuñó entre dientes, mientras se frotaba duramente el cogote.

Entonces reparó en la última creación del poeta de Valaquia.

Juan le habló. Dijo:

—Esta obra, a diferencia de las demás, crece ad infinitum.

—¿Es eso posible?

—Aquí lo es.

Berzebuey se aproximó con cautela al ejemplar que sostenía el atril.

—¿Decís que no acaba nunca?

—No, mientras corra el tiempo, y el tiempo, aquí, nunca ha dejado de correr.

—Y ¿cuándo faltéis?

—No sé… Siempre hemos estado.

—Pero ¿y si faltáis un día?

—Otros vendrán que sigan con nuestra obra.

—¿Nuestra obra, Juan?

—Nuestra, de todos nosotros.

Berzebuey, que apenas quería comprender, hojeó el libro, y nada había en adelante, salvo páginas vacías que seguían a páginas en blanco, por escribir. No podía ser. Volvió al punto de partida, donde unas líneas de carbón bosquejaban el encuentro del rey Sirechuel con el príncipe de los físicos de su reino, y pasó una página hacia atrás, la primera.

—¿No acaba nunca?

—No, si pasa sus páginas.

Berzebuey puso sus ojos en […] se abstuvo un instante. Dijo:

—Admirable labor, buen Juan.

—A mis padres la debo, y a las monjitas que cuidaron de mí, que todo el tiempo me decían «en la labranza del suelo, cultivamos el cielo» en su habla pobre, hermana.

Y Berzebuey, que apenas alcanzaba a comprender, se admiraba enormemente.

Se emplearon en esta composición un óleo y una acuarela del alemán Otto Dix († 1969), Abschied von Hamburg (1921) y Hafenszene (1922); un verso de Poeta en Nueva York (1940) de Federico García Lorca († 1936); tres canciones en archivo emepetrés de los ingleses John Balance († 2004) y Peter Christopherson († 2010): Broccoli (1999), Tattooed man (2005) y Cold cell (2005); y retazos apenas del Calila e Dimna (1251) que mandó romanzar Alfonso de Castilla y León († 1284).