Flor varia de leyendas

La Llovera d'en Manolo

Canción tradicional de Caldes de Montbui.

Hugué, La Llovera, 1910.

Ahí llega la vieja Llovera, la vieja hedionda y la vieja huraña, con su pañuelo en la cabeza y la escarcha de años en el mantón. Entra al nuevo siglo como un vestigio antiguo, como un pedazo de otro tiempo que abandona la corriente en la ribera, y cruza la claridad del día como una sombra, como un recuerdo de las piedras del pueblo, como un fantasma. Llega a por agua caliente, con dos cubos de lata, y los jóvenes, en la plaza, murmuran y señalan y se ríen por lo bajo. Están sentados en un banco frente a la casa de la villa y bromean con la vejez y la miseria de la Llovera, que se les hace insoportable, y acaban por igualarla a las brujas de épocas más oscuras que la suya. Piensan en el medievo, por ejemplo, cuando a Eulàlia Puig, Caterina David y Mararida Pujolras las ejecutaron en aquella misma plaza un veintiséis de noviembre de 1619 (a Magdalena Vadrena, Maria la gavatxa, Isabel Rossell y Úrsula Roca las colgarían cerca de allí, en un paraje del Puig Domí que después tendrían que llamar les Forques). El mercado, aquella tarde, se celebra con motivo de mujeres como aquellas, las brujas, y se montan humildes paradas que ofrecen remedios naturales, tiran las cartas o atan amores en un cordel. También hay lugar para los productos de la tierra (embutidos, quesos, mieles), las recetas caseras (cocas, pasteles, panes) y artesanías tales como el taruguito de madera con barretina. No faltarán las castañas asadas en la víspera de Tots Sants y vendrán las gentes de otros pueblos y pasearán en el crepúsculo de calles quietas y cielo estrellado. A los jóvenes, el mercado les importa poco. Esperan con ansia la fiesta de después, en el salón del casino. Ellas se vestirán con la falda de la abuela y medias de colores, una capa negra de cuerpo entero y un sombrero de ala ancha, acabado en pico; se pintarán un lunar en la mejilla, en lugar de una verruga en la nariz, y se llevarán una escoba por si las manos largas… Y los muchachos, por no ser menos, se disfrazarán de infames cazadores de brujas: además de ponerse un mostacho postizo, muy bravucón, se ceñirán una espada de juguete al cinto y esgrimirán una aguja de hacer punto para pinchar, si se tercia, la marca del diablo en la carne de las brujas adolescentes. La Alba piensa que no, que se pondrá mejor un pañuelo en la cabeza como la Quaresma de siete pies que colgaban cada año en la pared de clase, cuando era pequeña, o a la manera, ahora lo ve, de la vieja Llovera. Está subiendo las escaleras de la fuente y trae consigo los cubos cargados de agua, un agua turbia y humeante, para bañarse en la pila de casa. La Llovera, se dice la Alba, tuvo que tener un nombre, un día, y quince años solamente. Como ella, ahora. Por eso, en Manel Clotet, el Manolo de la Ferralla, se apareció aquella mañana de primavera con una sonrisa que no se podía disimular: «et vaig trobar. Tota la vida que et buscava i eres allà», en un puesto del mercado municipal de Caldes, vendiendo setas, hierbas y otros frutos del bosque. Era hija de Sant Feliu de Codines, hija del campo y de la pobreza, y el Manolo, que la quiso para casarse, le puso una casita en el carrer de Vich. No era muy grande, la verdad, y las paredes tendían a estrecharse con el paso de los días, así que abrieron las puertas y las ventanas y dejaron que entrase el aire y la luz y el llanto roto de dos críos, los que serían después en Pere y en Jaume Clotet i Llovera; por ahí se colaría también la risa de la pequeña Marieta, que se murió entre toses y fríos pocos años más tarde, sin llegar a saber nunca qué cosa es la pena. La Llovera, entre tanto, siguió poniendo los guisos al fuego y el Manolo se encargaba de traer el pan a la mesa, aunque, por aquel entonces, espantaba sombras como el que espanta moscas y perdía la color del rostro por causa de la mucha tristeza. Ella no supo otra cosa que subir a los niños con platos de sopa, sopas de ajo y sopas de puerro, y barrió el polvo del pasillo, que es el principio de toda ruina, con la memoria viva y alegre de la Marieta en el patio, jugando a nines. La Marieta, junto a los geranios. La Marieta, la niña risueña, cantando amorcillos. La Marieta, el domingo de romería en Sant Sebastià de Montmajor y la mañana de martes en que se apareció el Manolo con la vida por delante: «et vaig veure i la nina ja era amb tu, amb tots dos. Jo la volia, me l'estimava tant…» y la Alba no puede sino levantar la mirada del empedrado y buscar a la vieja Llovera, que se vuelve sola a la soledad de su hogar, y no alcanza a imaginar un Manolo de la Ferralla para ella, ni un luto de tantos años, ni una casa en la calle Vich menos triste y oscura que aquella. Mañana, primero de noviembre, volverá con los suyos, al cementerio. Limpiará las tumbas con mano torpe, muy incapaz, y dejará un puñado de flores del camino sobre cada uno de sus muertos. El cariño lo pondrá, sobre todo, en este último gesto, que es la despedida, un año más. La Alba, que se angustia al pensarlo, decide que no quiere tumbas que limpiar, pero que quiere su Marieta niña y su patio con geranios, y cuenta a sus amigos que también se vestirá de bruja, pero de bruja buena, y les pide que la lleven de paseo hasta tarde, hasta que sea muy tarde, y que la saquen a bailar, porque quiere bailar, y que antes, si puede, se comerá un montón de panallets en casa de sus tíos y la Alba, que quiere reírse, habla y habla y la Llovera, entre tanto, se ha ido. La Llovera, la vieja de luto, volverá mañana al cementerio. La Llovera, la vieja con sus flores, acudirá a la tumba del Manolo, que está con la Marieta, ahí abajo, mientras que la pequeña está con todos, aquí y ahora.