Fabulación del gigante
Tedio de otoño.
Pasa página (la lluvia empaña los cristales) y halla una bella estampa. Junto a los versos del poeta, los versos que se aburren, ve subir a la muchacha la ladera del monte (cualquier monte) por una cuesta. Lleva una cestilla a su tío abuelo que nada del mundo quiere sino la leche fresca o el queso o los panes blancos. Y subiendo, canta «alta estaba la peña / nace la malva en ella» y el aire, en las ramas, agita la fronda, más oscura. Pronto, el sol, tiene donde esconderse. Pronto, su claridad, se pierde en el firmamento. Y la muchacha, que no coge las flores, que no teme a las fieras, sube y sube: Llega a la choza, en donde se levantan muy altos y señores los abetos. Y entra (dentro se oyen voces: su tío abuelo la regaña. Debe hablarle de la pantalla que ronda los caminos o de la mala sombra, al caer la noche, en las alturas). Entonces el techo se abre al cielo. Naturalmente, otra mano coge al tío abuelo por los pies y lo quita del suelo (para ponerlo a salvo, sobre la fruta). El grito que sigue asoma a la horrible enormidad (de tierra, de roca, de bosque) al interior: sorprende a la criaturilla, antes muchacha, bajo la mesa (encogida de miedo). La recoge en la palma de su mano y observa que, a medida que se la acerca a los ojos, por encima de las greñas —despeñadas, barba abajo—, son más los colores, los sabores, las delicias… Considera su vida y, con voz de montaña, la voz que brota de las profundas cavernas en su pecho, dice: «Yo vivo en una gruta y tengo un rebaño de ovejas. Las saco todas las mañanas a pastar; como los lobos me temen, no se acercan. A veces, de vuelta a casa, cojo a un peregrino y lo cuezo en mi caldero». Yergue su estatura lejos de los abetos; luego sigue: «Otros, antes, porque antes éramos muchos otros, tomaron a mujeres y las quisieron. Cierto día, hace ya muchos años, confundí a un arriero en el camino y lo puse en el zurrón. Al rato, le oí gritar mi nombre: ¿Cómo es posible? —me dije— y me dijo quién era (¡quién había sido!) y me contó que estaba casado y que, de tanto quererla, había menguado… ¿Quererla? Sí, contestó, la llevo muy adentro. ¿Muy adentro dónde? Y se llevó la mano al pecho» —refiere (con la suya en el suyo). Suspira con el ardor de las piedras. Dice «Yo podría quererla: Podría llevarla muy adentro».