Nocturno. Fantasía tardoaustríaca.
Boceto en rojo y negro.
Habíamos llegado al poblado con la noche. Eran algunos techos bajos, hogares sin apenas lumbre y chimeneas lentas. No había un alma en la calle… Mandé entrar a la tropa.
—Parecen los hombres muy cansados.
También su juventud se agotaba en los cadavéricos ángulos de su cráneo o en los labios agrietados, sobre los dientes; su mirada de ojos verdes, ajena a la tragedia, se ofrecía con franqueza por encima del naufragio y de las hondas ojeras que clamaban clemencia.
—Usté, mejor que nadie, conoce la condición humana.
Frente a nuestros caballos, cabizbajos, marchaban los hombres, mis hombres. Iban sin palabras, en sombrío desfile, hacia las casas pequeñas de mujeres solas.
—¿Atacarán?
—No esta noche.
Llevábamos cerca de tres semanas en el monte, tras los facciosos: los perseguíamos por cimas y valles; los cazábamos; como a lobos, les dábamos muerte. Y traíamos, aquella noche, el pecho mordido de invierno, los brazos magullados, las piernas laceradas, y aún el rostro salpicado por la pólvora de sus cañones. Reposo er…
—¡Por fin reposo!
Exclamó — a diferencia de los hombres de a pie, cobijaba los rescoldos del que fuera su entusiasmo en algún punto, quién sabe si bajo el esternón… De entre los oficiales, era el único que no mascaba el plomo enemigo para enfriar su corazón.
—Tomaremos el caserón: Usté vendrá conmigo.
Nos alojamos en la principal de las casas: en todo el lugar, sólo aquel edificio contaba más de una planta y con establo para las caballerías: «Será suficiente». Ocupamos el salón y salió a recibirnos una corte de doncellas muy niñas que quiso atendernos, servirnos… Dejé que trajeran el vino, que llenasen las copas y avivasen el fuego, pero
—¿Nos dignaremos con su servicio?
No supo qué preguntaba: miraba desde su despacho, desde el despacho paterno, donde pasaba largas horas, largas tardes… las manos, tan blancas, sobre las hojas de un libro… y el pensamiento distraído
—Merecemos más.
—¿Qué quiere decirnos?
—Por más instrucción que reciban, o hayan recibido, no son otra cosa que hijas del campo: ¿Vio cabello tan basto en Viena? ¿Sufrió nunca usos tan rudos como estos…?
—Ciertamente, no.
Seguía lejos, en su aula de universidad, acechando tras las ventanas el vuelo de golondrinas o lo que quiera que fuera el vivo paso de abril entonces… Seguía, podía verlo, con su lección de anatomía, buscando en los versos apenas ensangrentados de un poeta inglés.
—Pedid a vuestra señora que permita a éstos, sus huéspedes, presentarle sus respetos… ¡Id! ¡Pronto!
«Rogadle, si es necesario» quedó finalmente entre mis dientes, sobre el paladar; languidecía entre suaves baños de vino caliente cuando la señora, sin señor, descendió los escalones que daban al gran salón. Venía de luto riguroso: la tez mortecina, la faz demudada. Traía los labios apretados, y la severidad, sobre los ojos, encarnada — esto es, en carne viva. Con todo, bajo los paños negros, asomaba una mujer en la perfecta edad: si en las niñas a su alrededor se adivinaba la mujer, en ella, pudimos recordarla plenamente.
—Más vino.
Era por el frío, en los huesos. Era por la sangre en los barrancos, por el llanto sin madre, por el empedrado, por una noche ¡por siempre! cegada… «Más vino», decía, «¡Más vino!», por encima de la espesura de minutos, de voces turbias, de ventanas, de miradas torcidas y brutas… Gritaba:
—¡Beba, mi joven amigo, beba!
Y él callaba. Bebía y observaba largo rato sus escrúpulos: tiernos crustáceos de agua dulce, desmenuzados en el plato. Pregunté a la señora por su señor ausente; pregunté por los asuntos y por los negocios, por sus tratos en el extranjero, tan lejos; pregunté por su linaje, si lo había, si proseguía, y cuestioné, sin más, el natural de los villanos allí, cuando
—Fíjese… fíjese en sus manos… tan… redondas.
Estaba en lo cierto. Despaché de inmediato a mi segundo, y a los suyos, al piso de arriba, tras las mocitas. Dejé el sable sobre la mesa.
—Fíjese…
Los guantes, sobre la vaina. Estaba el rojo de las llamas (de las brasas, de las velas) sobre las cosas; las sombras se apretaban contra las paredes.
—Fíjese en su cuello… Es más grueso, más corto. Y mire estas espaldas, tan anchas… Vea, vea qué tronco robusto… Vea estos hombros o… el torso duro, los pechos duros…
Sorbía el vino último de mi copa. Debía negar con la cabeza, debía deslizar mi dedo sobre la empuñadura, cuando regresé a la silla, a la mesa, al salón, cuando volví sobre sus palabras, cuando decía «la cintura o el pelo fuertemente negro» y arrancaba las enaguas y apenas nada quedaba por rasgar. Respiraba fuertemente.
—Vea qué caderas o la proporción de los muslos… o el pelo, el pelo fuertemente negro. Es la noche: ¿No lo huele?
Recuerdo que, antes de echar mano del reloj, las suyas, tan delicadas, se agotaban en otra carne, más oscura. Pasaban de la una: puse sus ojos en los míos… ¡Oh, mi dulce Leonor, tras el cristal, viendo llover…! Pensé en sus calles cenicientas y en la ternura de su talle… no dejaba, no podía dejar de dudar entre la memoria de sus dedos, tan delicados, sobre las teclas del piano, o la fantasía de un rostro anhelante, el suyo, llorado de lluvia, tras el cristal.