Flor varia de leyendas

Planto del ogro

Donde se declaran vivas razones contra los versos «Gritos daban en aquella sierra. / ¡Ay, madre!, quiérom'ir a ella».

Cuenta (un papel, entre las páginas de un libro) que el cabrero, un pastor muy niño, llegó con su rebaño al monte las voces una mañana temprano. Fue al pie de un peñasco, al retiro de su sombra, donde gravaba un pedrusco que había de servirle de sillón. Puso antes leche en un cuenco de la teta de una cabra. Luego se subió. Sacaba el queso cuando vino a su olor un zángano sin colmena ni reina a zumbarle las narices. Tiró la mano al aire, mosqueó cuanto pudo, y volcó sin quererlo el cuenco en su regazo: la leche resbaló hasta el suelo… Se la bebía la tierra, más abajo. O no la tierra. Una voz hablaba, dijo: «hacía años que no bebía leche tan fresca. Fue en casa de aquellos campesinos… Había entrado por la ventana y creía que a aquellas horas no habría nadie, así que busqué en la cocina y allí estaba: panes, cebollas… y el cazo con la leche. Riquísima. Una de las criaturas preguntó «quién es ese señor» y la otra, «un malo». Eran dos. No sé bien si se asomaban o si se escondían tras la puerta… No importa. Para cuando llegó la madre, fueron todo gritos; el padre… El padre, los padres, en verme, echaban mano de horcas, palos y hoces… Las madres, no. Las madres sólo gritaban. Gritaban y gritaban hasta el desmayo o hasta que las cogía por la cintura y me las echaba al hombro antes de escapar. Tenía entonces un escondrijo donde guardarlas. No. No uno. Eran dos guaridas y tres calderos. O cuatro guaridas y dos calderos. No. No sé… Sólo sé que iba por el llano y el llano se estremecía. Con duras pisadas, con el pecho rebosante. Con un roto en el estómago y el saco a la espalda. El lobo, decían, ¡que viene el lobo, que viene el lobo! y el lobo no venía, venía yo. No… Nunca el lobo porque el lobo nunca asaltó caminos. Nunca irrumpió en la venta ni saqueó la alquería. Si aulló el invierno, no fue el lobo el que asoló la aldea… Yo era y era tanto el miedo en las mujeres que acabaron llegando los hombres de armas. Estuvieron tras mis huellas durante semanas. Se estrecharon los bosques y el mundo, antes tan grande, me hostigó hasta lo alto del peñasco, este peñasco. Fue al mediodía. Traían los hombres picas y lanzas y fe, mucha fe en su número. Cuando agarré aquel tronco viejo, aquel tronco caído, sacaron las espadas y se me vinieron encima, por todas partes. Querían matarme, así que luchamos. Luchamos, sí… y, en la lucha, rompí a aquellos hombres de muy diversa forma. Partí y quebré y me hallé, de pronto, a un paso del precipicio. Los hombres, aunque otros, seguían allí. En pie, todavía querían matarme. Levanté el tronco sobre la cabeza y, de un golpazo para todos y ninguno, dividí en dos nuestro suelo: se desgajó de la peña un pedrusco, este pedrusco, y, conmigo encima, o debajo, rodamos por la cuesta del barranco… Caí yo primero. Mi prisión, después. Pero no, no fue aquella la última vez que bebí leche fresca. Al principio de mi pena, daba grandes voces. Voces terribles, desesperadas. Si no, dormía. Y dormía cuando una vocecilla, cierta tarde, subió desde el tomillar a traerme una copla. Decía «soñaba yo que tenía / alegre mi corazón / mas a la fe, madre mía…» «¡Que los sueños, sueños son!» «¿D-Dónde?» «¡Aquí! ¡Aquí!» y se apareció, una niña muy doncella, y, en verme, «Pero qué…» «No, no… ¡Aguarda!», huyó. Pocos días después volvió con una canastilla: «¿Tiene hambre?» «Sí, mucha». Y puso la cesta al alcance de mi mano: panes, cebollas… y el cazo con la leche. «Le he contado mi secreto a Pedrín» «¿Qué secreto?» «Que tengo un amigo del bosque» «¿Un amigo?» «Sí». Comí. Comencé por los panes y seguí con las cebollas. «Sólo se lo he dicho a él». Cuando quise beberme la leche, la torpeza en mi zurda, o mi mucha impaciencia, dieron con el cazo en el suelo… Nos miramos. «¡Pero si ya se lo ha acabado todo…! ¿Tiene más hambre?» «Sí, mucha». Y se fue. Se hacía la noche, ese mismo día, cuando regresó con la cara llena de churretones: «Me riñeron en casa, pero no se preocupe, yo le he traído más leche y un pedazo de queso» «No quisiera derramarla otra vez» «Yo se la doy» y se puso a mi alcance, al alcance de mi mano, y la bebimos, felizmente, y siguió después el tierno chasquido de su cintura, o de su espinazo, como una ramita de leña seca. Me comí el queso. Me quedé dormido. Más tarde vendrían los cuervos al olor de la carne muerta y los lobos, en manada, se llevarían sus huesos, los huesos que aquí estuvieran… Di voces. Otras voces, largo tiempo… Nadie vino. Sentí acumularse el polvo sobre unos párpados cada vez más pesados o el musgo en las sienes, más espeso. Nadie más. Nunca. Por primavera, la lenteja que anidase en mi oreja, florecía. Y los champiñones, cuando la caída de las hojas, salpicaban mi nariz. Eché raíces… y, más aburrido que hastiado, no he vuelto a vociferar. He dormido mucho. He sido otro hombre: uno de esos hombres del sur que sueña mujeres del norte; uno de esos hombres que va en uno de esos caballos blancos; uno de esos hombres que busca su reflejo después de lavarse la cara, las manos, aquellas otras manos suyas, en las aguas del manantial… Y yo no sé, cabrero, qué decir o pensar».