Soliloquio de la odalisca
Torción de cielo, toda luz vespertina, en que se repite «et si non fugias riguo formosior horto».
[…] a una tarde sin apenas tarde, se abre el cielo sin mundo y los dedos de los pies; si mira entre ellos, puede ver el contraluz de cúpulas y minaretes… El dorado inunda el firmamento. El dorado, más dorado, cae dentro —rendido, cuando no agotado— sobre velos y colgaduras; sin fondo ni fin, baña la estancia y llena su desnudo o torso al descubierto. La sábana, no bien entre ni sobre las piernas, tiende en vano sus brazos: las caderas, y ella en sus caderas, siguen al aire. Reposa sobre un costado. Se da a la luz —del alto cabello, resbala el bucle, si no rizo, por el cuello—. Descansa (sudores otros y otros besos). Y huye al tapiz cercano: si un príncipe fatiga la selva —incansable, persigue y mata—, otro deshace distancias tras la huella de dos dedos en su pecho; no escapan, ni trascienden, los arabescos en torno: sólo sueñan, o creen soñar, el llanto recordado en voz alta que es ella entonces, cuando llora, una a una, las palabras de su padre: desde el nombre de los ríos en el mundo —el Ganges, el Nilo, el Éufrates— hasta el nombre de las cumbres más prominentes en las tierras emergidas —el Rizeh, las del Zagros, o el Ararat—; de las grafías del alfabeto —ʾalif, bāʾ, tāʾ— a la naturaleza de los minerales, la fauna o la flora que orilla los caminos… Todas sus palabras, una a una, se desbaratan contra los almohadones, a sus pies. Nada valen. Sin quererlo sabe que nada valen, que de nada le sirven… Sólo la piedad en ella la mueve a regresar al tiempo de su padre, al vergel de las lecciones amantísimas, a la mañana sin apenas mañana de los esfuerzos bienintencionados, mientras, en la biblioteca, o muy cerca, hombres ordenan los versos del poeta de Córdoba la llana. Hombres, más hombres. Hombres callados, hombres secretos… Silencio: «urna es mucha, pirámide no poca». El patio en sombra. Está, si nunca estuvo, la fuente quieta.