Flor varia de leyendas

El ojo de la cerradura (en blanco y negro)

Última sesión de tarde en un cine de barrio.

Mientras oía restallar (la lengua en el paladar), dudaba si volver a mirar… porque veía, sin mirarlos, los vivos bocados o la pasta mojada, ya sin forma, entre los dientes, y no, no se atrevía a volver sobre sus pasos. Ni de reojo. Repasaba, eso sí, los hitos del recorrido uno a uno. De cabeza: más allá de la mano, entonces quieta sobre el brazo del asiento, los zapatos de charol negro, las medias blancas hasta las rodillas y la falda, antes tan viva, por encima… Justo allí, entre la falda que acaba y la media que principia, la rendija por la que asoma su piel nueva. No era ni lívida, ni bruna… en verdad, no alcanzaba a precisarla, aunque podía verla poco antes, fuera, cuando estaba la brisa en su vestido y se volaban las telas y las banderas del ayuntamiento y las sábanas tendidas al sol. Había ido a recogerla a la plaza mayor del pueblo y habían paseado después —las palomas, el cielo entre los tejados, los cables de la luz— hasta el antiguo teatro. Fachada de principios de siglo y un viejo en su taquilla. Artesonado. Araña de cristal. Le había comprado unas golosinas y un refresco. Moqueta, terciopelo rojo y el telón recogido a los lados de la pantalla. La había imaginado con los dedos pegajosos y la lengua negra, sucia de regaliz. Y era entonces, codo con codo, más que un soplo dulzón; más que la colonia desprendiéndose de sus cabellos o cuello; más que el espliego en su vestido de tres domingos al mes. Más. Mucho más. Se fueron las luces (se quedaron a oscuras): precipitó un vistazo —la diadema, el estampado pobre en flores— y, con la luz del proyector, llegaron las palabras del jesus: «si vas con la laia, te hace una paja fijo».

—Qué dices chaval.

—Es una pajillera.

—Fijo.

—A mí me lo dijo el jose.

—¿En serio? ¿Tú qué dices?

No dice nada: gira sobre sí mismo y le pega una patada a una piedra.

—¿Qué te juegas?

—Llévala, invítala.

La sinfonía, hasta el momento anodina, se oscureció de pronto: sobre un La sostenido de violines imposibles, la vida, o algo parecido a la primavera, bostezó en sus adentros; quemaba sus tripas, en su barriga, cuando, sin mirarla, se la bebía —seguían, sus narinas, inflamadas—:

Escrita y dirigida por

J. J. P.

Fundido en negro.

Un coche por una carretera sin asfaltar. Bosque denso, profundo, alrededor. Y un viejo caserón, al final. Un hombre (el hombre) llama a la puerta: ella (la mujer) abre, lo invita a pasar —él se muestra conmovido por su antigua belleza de vicetiple—.

Interior. Salón amueblado.

La señora M. refiere que necesita vender la biblioteca de su familia para irse a vivir a otro país. Está sola: ni un primo, ni un sobrino… Nadie. El hombre, que sonríe, asegura que en poco más de un día podrá orientarla acerca de su valor. Se suceden diez-doce minutos que tienen el viejo caserón por protagonista (la voz del hombre va por encima): la madera en silencio, la tarde en las cortinas, las escaleras, los óleos centenarios y la puerta cerrada al final del pasillo; narra la larga enfermedad de su esposa, finalmente muerta en una habitación de hospital.

Noche. Interior. Cocina de leña.

Diálogo hilado mediante plano-contraplano en que no llega a resolverse qué la mueve a marcharse a otro país —subyace cierto coqueteo: en cierta ocasión, él sostiene su mirada más allá y ella cierra con un súbito «buenas noches»—.

Nuevo interior: Biblioteca tupida, cerrada.

El hombre, lámpara en mano, recorre los estantes. Primeras ediciones del XVIII y XIX y un tomo fuera de lugar: sin autor y, aunque sin fecha, muy antiguo. Forrado en piel negra. En latín (a juzgar por el título: «Supernaturalis»). Se sienta, lo hojea. Arriba, un ruido sin más: son las cañerías. Es… ella —la voz del hombre—, sí. A estas horas de la noche, se da un baño. Es por este maldito bochorno… Busca en el techo: cañerías, tan sólo; deja el libro sobre la mesa, apaga y sale. Sube las escaleras. Busca en el pasillo (a escondidas): un resquicio de luz a un lado y la puerta cerrada, al fondo. Se acerca a tientas —ella, dentro, hace girar el grifo, lo cierra—. Busca a través del ojo de la cerradura y la encuentra de pie, desnuda y de espaldas; se inclina sobre la bañera y él (el hombre) adivina el vello umbrío entre las piernas; primero un pie, después el tobillo… lentamente hunde sus muslos en el agua. Lentamente, su tierno perfil cruza ante el ojo de la cerradura. Cuando reposa la cabeza, un golpe (un descuido) tras la puerta: «¿Hay alguien ahí?». El hombre retrocede en silencio, se sume en las sombras.

Fundido en negro.

Interior. Biblioteca tupida, cerrada.

El hombre frente al libro. Llega ella (la mujer): lleva el pelo recogido en una toalla. ¿No tiene sueño? ¿Ya se ha puesto a trabajar? Debería descansar… ¿Quiere tomar algo? No, no, gracias. La verdad… yo tampoco tengo sueño. Me di un baño. Ya… veo. Estaba destemplada, no podía dormir. Sí… Debe ser este bochorno. Sí, debe de ser. Yo… lo cierto es que estaré un rato más por aquí. ¿Trabajando? N-no se quede mucho tiempo… Es tarde. No… no se preocupe. Oh… Pero qué… Qué manos tan delicadas… ¿Qué, qué está leyendo? ¿Perdone? Su cuello, qué cuello, qué pies tan blancos… ¿Eh? ¿Cómo dice? ¿So-bre-la-na-tu-ra-le-za…?

—¿Te, te gusta?

—Sí. Mucho.

Y pegó la goma de mascar brillante de saliva bajo el asiento.