Fabliella de soledad en lengua castellana
Ciego con romance.
Fueron las tardes un pedazo de cielo en la ventana y unos rayos de luz en la botella de aceite. Un salero. Migas de pan. Ella fregaba los platos, barría el suelo, ponía una canción en los azulejos y agua limpia en los floreros. Yo le llevaba amapolas… Yo… Yo.
Fueron días largos. Las ventanas estuvieron siempre abiertas: pasaba el aire, pasaban las moscas, pasaba el dulce aroma del campo. Ella cosía, traía los frutos de la huerta y Cristo, que había venido a cenar, impuso su mano sobre la frente del crío y dijo «sí, se va a morir». Yo me recordaba de la peste, de cuando volvíamos a casa, y de Oliveros, el gordo de clase, que salía siempre el último y siempre la llevaba… También de la maestra, que nos amonestaba, nos decía «con esas carreras que os dais», o «un día rodando escaleras abajo», pero ninguno quería llevarla, todos la huíamos, y corríamos de todos modos cuando el timbre de las cinco. Bastaba, para ponerse a salvo, con ponerse en alto y, claro, nos subíamos a las señales de tráfico, a los postes de la luz y a los peldaños de entrada de las casas viejas del casco antiguo… Oliveros, que no daba con ninguno, vivía cerca del colegio y otro, entonces, debía llevarla y, llevado de la necesidad de contagio, iba tras nosotros, los otros, hasta… No sé bien hasta dónde.
Fueron buenos meses, años buenos. Ella dejó la puerta abierta, no por descuido, que donde comen dos, comen cuatro, y yo, por sus muchos requerimientos, eché abajo la tapia para que corriese mejor el viento, y más libre, y así pudieran pasar todos aquellos que gustasen de la sombra de los castaños. Quiso ella que pusiera unas camas de más, que las noches de invierno son muy malas, y corrió la voz y se llegaron a nuestro hogar toda clase de gentes. Fue entonces que debió enfermar de algo, como si agotada, aunque sonreía, aunque daba cuanto tenía a aquellos niños endemoniados que acabaron con la vajilla, con los cántaros de barro y los manteles… Yo hacía lo posible por agarrarlos del pescuezo y darles duro en el cogote…, pero corrían de todos modos. Maldecía entonces a todas aquellas mujeres que parían sin orden ni concierto un sinfín de bocas abiertas, de buches sin fondo… ¡Maldecía a…! ¡Y…! Maldecía, sí, a menudo. Luego estaban aquellos señores, huesudos y largos, que sustrajeron la cubertería bajo paño… y los otros, muy menudos, que se llevaron los muelles de los colchones.
Cuando ella murió, quedó la casa sola y fría: por las ventanas, más pronto que tarde, entraba solo el frío y yo… Yo quedé triste y ciego por las calles… Yo… Yo.