Llibre dels homes

El claustre (pedres endins)

se lo tienen dicho. Si uno anda a solas a ciertas horas del día, corre el riesgo se le tuerza el pensamiento, sobre todo cuando está todavía tierno, como el suyo. No cabe esperar nada bueno del hombre que merodea la sombra del crepúsculo. Es más, si riela la luna, premia ponerse a cubierto porque en la noche se turba la visión y, con la vista turbada, el entendimiento se nubla y, sin esclarecimiento, el hombre tiende a tropezar, que un alma a oscuras es un alma negra. Y él no sólo ha tropezado en el boj del seto que encierra el jardín… Antes las ha visto (otra vez). La ventana seguía abierta a sus ojos. Eran las dos niñas, que no se acuerdan nunca de echar las cortinas ni saben que hay hambres que llevan a hombres que no son hombres sino hambre, y ésa, ¡ay, niñas!, no se contenta con la sopa nuestra de cada día. El pobre infelice que las acecha lo sabe, y no porque se lo hayan dicho: si primero se ha colado de un salto, luego ha rondado su ventana de poco a poco (es decir, si de primeras pudo moverlo un torcimiento súbito, después pudo no haber tramado tan largamente el modo de asomarse sin ser visto). Quiere volver a mirar dentro la habitación. Recuerda bien los dulces juegos de alcoba de la otra vez. Las niñas en camisón. Las niñas en cabellos y las medias por encima de las rodillas. Recuerda los muslos, la piel sin mácula de los muslos, y recuerda el principio de los pechos, más arriba. O la ternura del cuello. Los hombros del todo desnudos y el cuello terso y tierno por entre los cabellos sueltos. Lo recuerda bien. Recuerda cuanto vio y recuerda, sobre todo, lo que se escondía bajo la ropa. Acaso lo mejor. Sintió entonces la llamada misma de la vida, el blando desperezarse de la carne mortal, más abajo. Sucedió todo tras el hábito talar, y sucede ahora, de nuevo, que tiene que buscarse con urgencia entre la ropa, mientras busca dentro de la habitación. Las niñas están echadas en la cama. Diría que abrazadas. Diría que dormidas. Resultan preciosas a la luz de la lumbre, de tan quietas que parecen. El pobre mirón no lo soporta más. Busca en los pliegues de la carne. Mira entre las piernas, donde se aprietan los muslos, y busca donde el camisón no sigue. Ve poco más allá. Mira la curva de la cadera. Una, dos veces. Busca la figura de las tetillas bajo la tela y encuentra el pecho en reposo y al aire. Se apresura por las medias. Mira los pies un rato (uno a uno, los cuatro). Mira una mano. Luego otra. Ve una brazo sobre el brazo que envuelve la cintura y descubre los hombros muy juntos. Vuelve a la tetilla desnuda. Busca el pezón. Busca su forma y proporción y atrapa con fuerza el cuélebre ponzoñoso de su delirio. Lo encierra en su puño (al fin). La noche está ardiendo. El pobre infernado hace por sacudirse el fuego de encima y se lo sacude con fervor. No puede no sentir la llamarada que prende el todo su cuerpo. Abrasa y agrada a partes iguales, aunque sea de una manera horrible, que abruma. Necesita echarlo fuera. Necesita escupirlo ya, pero se pierde antes en lucubraciones taciturnas porque, cuantas más babas derrama en su mano, más se escurre y, cuanto más resbala, más se empapa. De otra parte, por más que le embargue la quaestio en cuestión, no deja de preguntarse si quedará saciado esta vez, así que sigue subiendo (es decir, sigue mirando y sigue sacudiendo) sin que sepa salir del meollo, el suyo, entre tanto. La culpa bulle muy adentro, y esto lo consiente, qué remedio, pero no puede con no poder mesurar el mayor peso de la porción execrable que le condena por siempre: no sabe si yerra sin reparo cuando piensa en ir allí o si el yerro está en ir. Acaso lo peor de todo sea mirar (es decir, mirar sin ser visto) a dos púberes en su cuarto, pero peor debe ser seguro lo que hace después: tocarse debajo, y mucho. Duda si la gravedad del tocamiento pesa más (es decir, es más grave) al empezar o al acabar la acción. Quizá falte menos a la rectitud si sólo empieza. Puede, de hecho, que no sea suficiente con empezar (si empieza, quiere decirse, y se está un rato tocándose, tan sólo). Quizá la falta esté, sobre todo, en malograr la semilla del hombre (es decir, que no importa tanto si el rato es más o menos rato). Al fin y al cabo, la vida que se derrama inútilmente está en la simiente del hombre, pero cuánto más se arruina su alma cuando piensa en volver (es decir, si en habiendo errado, ocupa el magín con memorias de su error). Es evidente que este último pensamiento pesa más que el primero (es decir, pensar en volver que pensar en ir), pero no es menos cierto, ni importante, que no se llega al uno sin comenzar antes por el otro (es decir, primero da lugar a último). Luego, viendo la hechura de las niñas al dormir, tiene muy claro que no hay cosa más natural que amar a las criaturas que el Crïador ha hecho, aunque en barro, de su propio amor. ¿Cómo no iba a adorarlas, si son su viva expresión? ¿Podría volverse contra el Amor del Hacedor? ¿No está su huella en todas las cosas del mundo? ¿Qué es el Amor si no la vida misma? ¿Puede nadie ponérsele de espaldas? Es más, ¿cómo ha de perpetuarse la propia vida sin el fruto del Amor? ¿Cómo, sin su semilla? El pobre seminarista vuelve, por un momento, a recorrer el largo pasadizo que conduce al claustro de la escuela. Oye los pasos, los suyos, repetidos en las paredes y oye la voz de la fatalidad (otra vez): «déchire ce funèbre linceul où tu vas t'envelopper» (es decir, ciertas lecturas se consideran licenciosas porque vician el uso de la razón). Antes, por eso, para mientes en la mucha carnalidad de las púberes. Presiente la llegada de la esperma y recuerda lo que ha de venírsele encima: la gloria brevísima que precede a la caída en desgracia (es decir, tras la exaltación, unos pocos espasmos, llegará el hueco aquel a su pecho, donde el corazón). Seguirá luego la humillación de reconocerse en jardín ajeno, a oscuras y vil. De verse, en definitiva, sucio y sin arreglo. Será (otra vez) una insignificancia bajo el cielo. Y lo será aun más, si cabe, a la sombra de su arrepentirse sin término, así que huirá. Luego, más ciego, correrá por el desierto de calles que cobija la noche. Seguirá entonces el desconsuelo de sus sandalias multiplicándose piedras adentro. Luego, el claustro. La gravedad de los muros y el interior de los pasillos en penumbra. Se encerrará en su celda (otra vez). Y allí, lo sabe, se sucederán las horas de vigilia y serán tantas y tanto el horror que cause el tedio que volverá a tropezar, ecce homo, en lecciones poco rectas. Antes, por eso, no abriga ya en sí nada más humano que el rastro de semén que deja sobre los pétalos de una rosa conclusa (es decir, aquella que espera a la mañana de un novísimo día para abrirse al mundo).