Llibre dels homes

El mas vora l'estany

P

aseaban al trote, adusto el señor en su cabalgadura, hacia ninguna parte, que aquel su latifundio, extensión inabastable, no era entonces más que llano quemado y cielo plomizo. Al fondo, una alameda, el olmo solitario que hindiera el rayo a un lado del camino, y un cortijo, que no debiera ser, a lo lejos, en lo alto de una loma. Espoleó a la bestia y galoparon cuesta arriba; el suelo, a su paso, amarilleaba y las nubes, ahítas de azul, tornáronse nubarrones apretados, más negros y más feos. Halló, en llegar, el lugar destartalado, las puertas sin candados, las alcándaras vacías, sin pieles y sin mantos, y las vasijas rotas, por tierra, sin mies… Yacían, desahuciados, arado y azada; por entre las baldosas, brotaba el jaramago; el lugar, con todo, no estaba solo: alguien allí tarareaba un romance viejo con condesa, con traza y con traición… Era una mocita que dijo «es su caballo el más bonito» sin saber que todas las dueñas en la región echaban los cerrojos, cerraban los postigos, cuando, blanco de puro radiante, pasaba ante sus puertas. Iba, de hecho, bellísimo por calles desiertas, aquella tarde en que la señora del señor, distraída en la tejedura del largo sudario, descuidó la puerta abierta… No obstante, con su relinchar alegre, sacó, en su lugar, al señor de un sopor pesado, vespertino, y ambos, arrobados, sostuvieron una lucha cruel, encarnizada, que concluyó con la imposición de brida y estribo.

—¿Quieres subir?

«Dice mi padre que…» y dejó de escuchar; en verdad, cuando se supo en aquel páramo, a lomos de aquel caballo, se batió en retirada: quiso, por un instante que sería por siempre, prenderla de la cintura y huir lejos, muy lejos… Volvería dos días más tarde con el «sí» de los padres, que eran, en efecto, rústicos a su servicio, a preguntarle su parecer, pues, aunque superaba con creces la perfecta edad, se solazaba pensando que quedaría acomodada y feliz, entre memorias regaladas, al frente de su casa. Ella, al parecer, seguía allí, junto al estanque de aguas verdes, aguas que verdean, poniendo renacuajos «que luego se me crecen» en un bote de cristal, para responderle, sin darle mayor importancia, «sí, señor (lo que usté mande, señor)». Y se sucedieron, de tal guisa, las jornadas de fiesta y celebración: el blanco, la novia, la boda, la ermita, el banquete, el vino y la sangre, por último, enturbiada. «Más que la edad, créame señor, es cosa que tiene que ver con los humores del ser, que el suyo caso, que otros querrían melancólico, es, por el contrario, sanguíneo» le dijo, la muy vieja, la primera vez, antes de las sangrías y las sanguijuelas con que, a menudo, se entretenía la recién casada. «Siendo que, finalmente, porfía en su empeño y no hace uso del matrimonio, porque, como dice, es preferible esperar a que la niña sea menos niña, porque la niña, a fin de cuentas, no conoce mundo, ni qué cosa es hombre o mujer, colmaría la mucha abundancia de sangre el su cuerpo últimamente…» sentenció. La misma trotaconventos le hablaría de «sacrificarse» con «aquellas señoras mayores tan alegres», que diría la cría a su ayo en el vergel durante las lecciones matutinas de aritmética.