Llibre dels homes

El llibertí­ i la nimfa

console-moi, je t'en prie, en m'enculant, de l'obligation où je suis de sodomiser cette vieille vache. Eugénie, fais-moi baiser ton beau derrière, pendant que je fous celui de ta maman, et vous, madame, approchez le vôtre, que je le manie… que je le socratise… Il faut être entouré de culs, quand c'est un cul qu'on fout» y levanta la vista del libro, más aburrido. Ya no resulta como antes. Recuerda muy bien la ilusión de las primeras veces, cuando se ponía a ordenar el cuadro y decía cosas tales como «amo ver el pelo de tu polla frotando la paredes de un ano». La traducción, claro, se hacía al vuelo. Mandaba entonces a una madama se pusiera un consolador de «catorce pulgadas de largo y diez de grosor» y declamaba cual histrión: «Adelante, señora, sodomizad a vuestro hermano!». Luego seguía acordando el resto de falos y culos de la sala hasta que armaba le chapelet, es decir, un rosario humano de follados con folladores que le causaba grande afición. Y después, si no se distraía en la cópula, proclamaba aquellotro de «no penséis más que en descargar, ahora» y, en efecto, se sucedían las eyaculaciones en cascada… Era divertido. Mira por la ventana un momento y contempla la melancolía en el jardín: es una pátina de tristeza sutil puesta allí según su gusto. Quiere recordar y los sauces olvidan. Pasa unas páginas, vuelve atrás, y encuentra un pasaje destacado a pluma (la tinta es roja):

Permettez-moi de m'offrir à vous un instant pour exemple, madame: il n'est assurément dans le monde aucun être plus corrompu; eh bien, mes contemporains s'y trompent; demandez-leur ce qu'ils pensent de moi, tous vous diront que je suis un honnête homme, tandis qu'il n'est pas un seul crime dont je n'aie fait mes plus chères délices!

Leyendo aquellas palabras, examina al hombre que pudo haber sido verdaderamente. O al hombre que fue durante un tiempo, de hecho: un libertino, el peor criminal. Luego se cuestiona a dónde le habrán traído sus pasos después de todo y busca el rostro del hombre que es ahora en el reflejo del cristal. Apenas se adivinan sus facciones sobre la verdura del fondo, muy agitada de pronto. Los rigores del otoño se le antojan crueles al otro lado de la ventana. Pasa unas páginas más. Quiere recordar y los libros, por más que callen a veces, no olvidan. Eran todos muy jóvenes, entonces. Gozaban de la vida. Gozaban de la naturaleza y gozaban plenamente. El brío que es propio a la juventud les encendía el ánimo y eran capaces de representar un cuadro tras otro sin apenas descanso: tan inflamada tenía la imaginación que no podía parar de componer nuevas escenas para su solaz. Y, como colofón, se corrían. Eran corridas abundosas y largas. Parecía como si el cuerpo físico no hubiera de agotarse nunca, de ahí que insistieran en agotarlo y, como no sabían parar, ni tampoco querían, acababa por sobrevenir el desmayo. O el horror. El horror, cabe decir, de una moral harto abusada. Esto sucedía, cuando sucedía, en el sótano, a la manera de la condesa, pero la sangre ha sido siempre muy escandalosa y la Ley está por encima de todas las cosas que son en el mundo: «Fay ce que vouldras» será toda la Ley y era divertido, por cierto, aunque aconteció la costumbre finalmente. Se aparecía en todo lo que quería nuevo porque la propia quête de lo extraordinario se había tornado ordinaria. Ya no hallaba sabor en la vida de frontera: el deleite de lo primero lo perdió la primera vez; la oportunidad de profanar la virtud se desvaneció cuando la hubo profanado toda entera; y el vértigo de la trasgresión se esfumó tras violar el último precepto de lo prohibido. No le quedaba nada por hacer. Supo, y lo sabe desde entonces, que había caído enfermo del tedio mortal que infecta el alma. A este propósito, vuelven los viejos versos a su cabeza, los versos malditos, los muy desgraciados…

Esprit vaincu, fourbu! Pour toi, vieux maraudeur,

L'amour n'a plus de goût, non plus que la dispute;

Adieu donc, chants du cuivre et soupirs de la flûte!

¡Y lo peor es que entiende cómo cabe tanto lamento en el alma por no sentir ya más! Su propio gusto estaba arruinado. Donde antes hallaba la gracia y la sensualidad —¡oh, las muchachas, oh, aquéllas!—, no veía más que la belleza de los mármoles. Es decir, apreciaba, y aun se admiraba, de la hermosura que pasaba ante sus ojos, pero se perturbaba lo mismo que una piedra. Había usado tanto de los placeres del siglo que había secado sus canales. Si era posible atrofiar el órgano del goce, lo había logrado en unos pocos años de libertinaje. También se gasta la vida con el curso de los días, al fin y al cabo. Cierra el libro. Mira el esqueleto de los rosales a orillas del camino. Sigue la senda que parte lejos del hogar. Alcanza el horizonte. Quiere recordar y, sin embargo, piensa en lo mucho que leyó después, porque siguió leyendo, que es lo que venía haciendo, al punto de verse inmerso en una nueva quête. Las horas volvieron a diluirse en la soledad de su despacho. Un libro llevaba a otro. Aquéllas, por eso, eran enseñanzas de muy distinta índole. Empezó por los cigarros y las bebidas espirituosas como el sudor de hadas que llaman vulgarmente absenta por la artemisia absinthium que la sustenta. Probó luego el haschisch para obtener una idea precisa del paraíso de los asesinos y experimentó, al poco, con largas jornadas de ayuno alucinatorio (este punto requería de más práctica). Dormía poco o lo justo. Bebía de mañana, fumaba sólo si le venía en gana y comía pequeños bocados marinos cuando se acordaba del hambre. Solía deglutirlos sin que mediara cocción. Fue entonces que se aficionó a los frutos del bosque: gustaba de comerlos crudos, en el sitio, después de aprehender algunas especies en los antiguos tomos de su biblioteca. La dosis, como en toda sustancia, hacía la diferencia entre la vida y la muerte, pero el riesgo se multiplicaba con los hongos, sus preferidos: la persistencia del anillo en el pie valía para distinguir una amanita comestible de otra fatal (dadas las circunstancias, no podía no fantasear con una errata editorial en su tratado de micología). Su favorita, con todo, era la amanita muscaria. La ingirió a solas, ayudándose de cerveza de hiedra y secándola al sol. Tras la lectura de cierta antología de viajes, probó a beberla en la orina de un caballo (su semental, a falta de reno) y la amanita le devolvió un vigor físico que creía olvidado: sufría erecciones por espacio de varias horas. Trató de aliviarlas al uso y dejó que la esperma fluyera como en los días felices, pero ya nada sería lo mismo: la ambrosía de la tierra le había abierto los ojos a otra realidad. Por esta razón, y no otra, la sombra que había poblado sus pesadillas moraba ahora las entrañas del viejo torreón. Sin embargo, a decir de los grimorios medievales, el alma descarnada que pena en el purgatorio no abandona nunca el que fuera su hogar, así que aquello había estado ahí desde siempre, sólo que antes no era capaz de percibirlo y ahora, sin embargo, veía. Y así, por añadidura, pudo explicarse la presencia insidiosa en el umbral del dormitorio o los pasos, entrada la noche, en el pasillo. Luego de tomar lección varia en las ciencias de lo oculto, comprendió el modo en que algunos retazos de la pesadilla se desprenden de un plano para caer en otro y se interesó vivamente por las técnicas del sueño lúcido. Provisto de papel y lápiz, se sumergió en las profundidades del mundo interior o de lo onírico. En cierta ocasión, incapaz de comprobar la posición del minutero en su reló de bolsillo, conoció a Jezabel, la monstruosa. Yacieron juntos en su segundo y octavo encuentro. También trabó relación con otros soñadores y también quisieron ayuntamiento porque, en aquel plano, no había un cuerpo físico que agotar (habida cuenta de las poluciones nocturnas). Después viajó lejos, o más adentro, si cabe, y tuvo noticia de aquellas otras entidades que no eran humanas, sino frías y oscuras, y que se decían inanimadas porque no poseían espíritu proprio. Sobre estas cuestiones le informó prolijamente un lotófago conocido suyo. Pudo tratarlo a orillas del mar de la tranquilidad, de espaldas al globo celeste, mediando vívidas conversaciones. Decía carecer de nombre y, como apenas recordaba su aspecto, se presentaba bajo la forma proteica de entre cinco y nueve carácteres del alfabeto griego. La letra lambda predominaba sobre todas las demás y, según se desprendía de su palabrear de rumiante, había olvidado cómo despertar o que pudiera hacerlo siquiera. Le amonestó sobre la fragilidad del hilo de plata, no obstante, y le conminó a no volver en distintas lenguas muertas del levante mediterráneo a un tiempo. Luego le ofreció una botella del naufragio y le aseguró que recordaría el nombre que estaba allí escrito cuando regresara en sí. En efecto, aquel era su nombre y, tras la metáfora, descansaba su juicio. La papaver somniferum se apareció en su vida una tarde de otoño, mientras pasaba con pesadumbre las páginas de un manual de botánica local. Deslizó los dedos sobre los pétalos de la ilustración y decidió que no podía no desafiar las indicaciones hechas contra su uso pernicioso. Y así fue como descubrió la quintaesencia del placer o el placer absoluto o mejor: lo absoluto sin más que supone el placer en sí mismo. Todo se contenía en una cuchara y el resto, que era la totalidad del mundo, se tornó accesorio. Era como si menguara frente a la verdad del opio, pero aquellos accidentes a su alrededor quisieron deturpar su felicidad con las nieves de un invierno feo y cruel: quedó aislado por unas semanas, preso de su querencia. Cayó entonces en la lectura de hagiografías dudosas. Topó términos horribles como afasia y hemiplejia y padeció largamente la ausencia de su dicha reciente. Sintió el cuerpo mortal como nunca antes y volvió a sus jornadas de ayuno, por purgarse. Luego practicó la endura según se describía en cierta historia de los cátaros, aunque sin llevarla al extremo de la extinción, por el momento. Si estaba aprendiendo a vivir, aprendería a morir y la paciencia que no adquirió en sus intentonas alquímicas hubo de asumirla en la crianza de diversas especies del narcissus o en la multiplicación por esporas de los polysthicum aculeatum que tenía pensado plantar en la umbría del jardín. Había esbozado un croquis de aquel rincón con la disposición detallada de árboles, arbustos y helechos. Sabía que, propiciando la atmósfera adecuada, vería florecer las carnosidades del boletus satanas tarde o temprano. Tendría que esperar. Calculó el tiempo que tardaría un ilex aquifolium en dar sombra al sotobosque que había proyectado y se refugió de inmediato en la memoria de un terceto muy querido de sus años de bachiller:

¿Qué es nuestra vida más que un breve día,

do apenas sale el sol, cuando se pierde

en las tinieblas de la noche fría?

Y abrazó el aurea mediocritas como forma de vida. Debía rehuir los extremos. Si proporcionaba sus apetitos, no se excedería y, si no incurría en abusos, aprendería a apreciar la vida tal y como viene. Bien pensado, hasta el pan nuestro de cada día está rico cuando hay hambre. Otra cosa es comerlo a deshoras o llevado del aburrimiento. Es decir, follar por follar. O beber porque no se tiene nada mejor que hacer. Aquel uso era un poco escapar del tedio para hundirse un poco más en el barro. No hacía sentido. Ahogarse era estúpido. Matarse era una estupidez. Del mismo modo que no se zampaba una barra de cuarto por echar el rato, dejaría de obrar por sistema en otros asuntos. Pasaría una parte de la mañana en el despacho, leyendo. Probaría a comer algún manjar común, honesto y breve al mediodía. Dedicaría luego unas horas de la tarde a sus quehaceres en el jardín, mientras saboreaba unos caldos, y sólo se fumaría algo de haschisch si el lubricán se ofrecía (hallaba cierta correspondencia entre los malvas del cielo y los efluvios de la resina de cáñamo). En días señalados, podía recibir visitas. Charlar, compartir inquietudes. Follarse a sus amistades cuando el cuerpo lo pidiera, sobre todo, porque antes debía escucharlo con detenimiento: es urgente distinguir entre el apetito corpóreo y el hueco hiriente que dejan los agujeros de gusano. Sólo el alma los oye carcomer, así que es preciso prestar atención o, de lo contrario, la angustia vital puede deshacer los pasos en el camino. Dormiría un sueño ligero, que procuraría lúcido de vez en cuando, por no desmerecer a sus conocidos, y reservaría el opio para las ocasiones especiales. Lo tomaría con mesura y sin falta. En cuanto a su costumbre de empolvarse la nariz con rapé, nada que objetar. Había de conducirse cabalmente y así lo haría, en efecto, no obstante las ventoleras que lo traían de tarde en tarde, como en la ocasión que mandó traer aquellas piedras raras del áfrica austral que daban flor (lithops spp.) o las veces que corrió desnudo bajo la luna gritando εὐἅν, εὐοἵ! Así fue como terminó una noche en la Grecia antigua. Se llegó a librar una lucha que no era suya y se volvió con una ninfa crenea para la fuente de su jardín. Al principio, acudía a diario a verla, por comprobar la impresión del conjunto, que era notabílisima, pero pasaron los días y la novedad acabó pasando. Además, no tenían gran cosa que contarse: valiéndose de las lecciones de griego clásico que recibiera en su mocedad, no pudo ir nunca más allá de las rudimentarias fórmulas del diálogo coloquial:

—Πώς είσαι?

—Είμαι καλά, ευχαριστώ.

Y la hermosa ninfa languideció largamente. Pasado otro invierno, volvió a pasear por el jardín. Se le antojaba entonces que el trino de las avecillas se acordaba al tempo de los poemas del siglo diez y ocho y se acompañaba de almanaques y libelos de la época. Solía hojearlos donde pudiera olvidarse felizmente y esto era junto a la fuente, por lo general, pues la ninfa, si se daba a la nostalgia, recitaba versos que querían ser cantados. Eran voces de una lengua arcaica, inaprensible:

ὡς ἡδὺ δάκρυα τοῖς κακῶς πεπραγόσι

θρήνων τ᾽ ὀδυρμοὶ μοῦσά θ᾽ ἣ λύπας ἔχει

Embriagado de aquel verbo, pensaba a menudo en completar el cuadro con una lira de la edad clásica. Hizo el encargo a su anticuario de cabecera y consiguió una reproducción tardorromana de tres cuerdas y caparazón de tortuga (circa el siglo III-IV de nuestra era). Tan pronto la tuvo en sus manos, la puso en su lugar y la ninfa le correspondió con la mudanza de una canción antigua:

οὐ ταὐτόν, ὦ παῖ, τῷ βλέπειν τὸ κατθανεῖν:

τὸ μὲν γὰρ οὐδέν, τῷ δ᾽ ἔνεισιν ἐλπίδες

No había vuelta, al parecer. La ninfa se paraba en el eco del segundo trímetro, como si buscara recordar, y retornaba al principio sobre el ritmo del yambo. Las variaciones que introducía eran demasiado sutiles como para distraerle y aburrió su compañía finalmente. La ninfa, no menos aburrida, hubo de entretenerse con los ejemplares que dejaba descuidados aquí y allá y acabó por farfullar la lengua vulgar de nuestros días. Tañía su lira muy entretenida cuando la sorprendió una mañana de abril (otro abril) en su fuente. Ensayaba una melodía que se quería dulce:

Muchos encontrarás que, sin empacho,

se alaban de matar —¡acción horrible!—

y no osarán decir que han fornicado

para hacer hombres, mas ¿de deshacerlos

cuántas industrias inventó la Muerte?

Y hablaron. Tenía un fuerte acento del Ática, pero razonaba el romance con lógica aristotélica:

  • él propuso que la mujer mundana desmerecía la Belleza al dejarla en manos del hombre, pues éste no hacía otra cosa que ajarla y deslucirla con tanto manoseo;
  • ella repuso que las mujeres eran mortales en tanto que mundanas y que estaban sometidas, como todo ser vivo, a vejez y era ésta, que no los hombres, quien mermaba su belleza al cabo;
  • él apeló a su ejemplo, pues era bella y vieja a un tiempo;
  • ella se remitió a su naturaleza divinal para justificar la frescura pubertina que lucía a sus muchos años;
  • él reprobó su refutación, pues no había huella de la acción del hombre en su figura;
  • ella le amonestó vivamente exponiendo que gustaba mucho de yacer con hombres y aun mujeres;
  • él trató de mantener su postura de partida argumentando ad hominem que no cabía en cabeza alguna la memoria de tanta vivencia y que el recuerdo, a la postre, guarda una relación mucho más estrecha con la Literatura, esto es, la ficción, que con la Historia, es decir, la verdad;
  • ella expuso una retahíla de nombres, fechas y lugares que podían comprobarse fehacientemente en documentos históricos;
  • él interpuso, de inmediato, el principio de autoridad y enfrentó su testimonio a no pocos sabios de la antigüedad clásica, que lo contrariaban con severidad;
  • ella censuró su movimiento arguyendo que la palabra de aquellos hombres era, precisamente, literaria y que no eran tantos, a fin de cuentas, pues los descendientes habían leído por fuerza a los ascendientes y éstos, si se rastreaban las fuentes con un mínimo de rigor, podían reducirse muy bien a uno ó dos casos;
  • él replicó que cabía considerar la poligénesis seriamente y que no todo era tradición;
  • ella puso en valor la transmisión de motivos antes que nada, cuestión innegable que se cifra en el lugar común desde antiguo, y luego accedió a rebatirle desde el supuesto implícito en su réplica notando que las creneas eran muchas y que cada una era de su padre y de su madre;
  • él respondió que estaba por probar el número de las creneas e insistió que la tradición de los autores clásicos, no por capricho, daba noticia de la castidad de las ninfas;
  • ella se ofreció a contradecir tales creencias poniéndose de pechos en la fuente;
  • él confesó el asco que le producía una teta a deshora y citó de memoria cierto pasaje que le rondaba la cabeza de un tiempo a esta parte: «Et acaeſçe aſſi commo a los cauellos q̅ quando los omne tiene enla cabeça peyna los et unta los con las mejores unturas que puede et despues que ſon fuera de la cabeça halos omne asco de uer»;
  • ella expresó su desconcierto, pues no comprendía cómo un hombre entero no hacía uso cabal de una ninfa como ella;
  • él admitió que apreciaba sobremanera sus cualidades, pero que no le apetecía ayuntar mayormente;
  • ella quiso poner en duda el empleo que hacía del adverbio de cantidad y acabó proponiéndole siete maneras distintas de confutar la opinión generalizada, a decir de los sabios, de que la ninfa es, de natural, casta;
  • él rechazó su ofrecimiento manifestando que todo su credo se cifraba en la Ley y que no queriendo follársela se sometía muy gustoso a su gobierno;
  • ella volvió sobre sus pasos y se cuestionó que un hombre de su edad rehusara el trato carnal mayormente, pues resultaba extraño a su estado y, sobre todo, a su condición;
  • él se entretuvo en las vicisitudes de su vida;
  • ella escuchó con atención;
  • él acabó anticipando el triste desenlace de su episodio matrimonial, pues un hombre de su posición no se casa por amor, y relató como su mujer —no por decente, menos buena— se encogió a base de disgustos, al punto que hubo de conservarla en un potecito de cristal junto al niño ojanco y el cabritillo de tres cabezas, esto es, donde no pudiera sorprenderle en sus nuevos extravíos de libertad;
  • ella se interesó por su interés en la teratología;
  • él se extendió en las maravillas contenidas en su gabinete de curiosidades;
  • ella concluyó que era, sin duda, una pieza más de su colección;
  • él declaró que, dada su ascendiente divinal, nunca se le ocurriría ponerla en formol;
  • ella dio por bueno lo dicho hasta el momento y resolvió que la raíz de su malestar podía nutrirse, acaso, de la ociosidad con que ocupaba su tiempo;
  • él atendió su sugerencia y ocupó su tiempo en labores de tipo manual en lo sucesivo. Hizo los baños, por probar, y asumió después otras obligaciones según dictado de la Ley como arreglar las camas, fregar los platos o barrer. El plumero, en este sentido, se le antoja delicioso en la medida que devuelve el lustre a los libros en sus estantes, pero de dónde sale tanto polvo no ha podido hallarlo en ninguno, todavía.