Llibre dels homes

L'hort dels bells fruits a la tornada

la su mano. Mira, sigue mirando, y sorprende su mano sobre la lisura del pecho (la piel, el esternón y las costillas, que no las tetas) y es la mano de un viejo. No es ya la mano inquieta del chaval que hurgaba en los portales. Siquiera la de un hombre honrado y trabajador. Es la mano de un viejo. Es suya, su mano, y se está sobre el pecho blanquísimo de una jovenzuela. La carne palpita, la siente palpitar, de tan viva que es, pero el viejo se para antes a contemplar su estado y los pasos, entonces, lo traen de vuelta de otra tarde de labor en el huerto. La tarde es igual a otras tardes de primavera. La primavera misma se amontona sobre tantas otras, y son ya muchas en el trastero… Quieras que no, se acaban pareciendo todas y el azul del cielo, aunque tienda a cárdeno por momentos, acaba en azul y acaba en cielo. No puede saber, a sus muchos años, cuántos ha visto perderse en la noche. No puede contarlos, aunque todas las noches sean negras al fin. Tampoco alcanza a recordar el día en que los colores del campo perdieron el alma. De un tiempo a esta parte, no halla gusto en nada. O no tanto, que lo suyo es, más bien, un irse de poco a poco. Como si fuese dejando olvidadas las cosas del mundo por el camino. Como una cierta forma de desmemoria en que se va abandonando la vida, de tan gastada que es. Nada es nuevo en el viejo, no obstante. La algarabía de las avecillas, por ejemplo, suena igual que siempre. O las voces de los criajos, jugando junto al riachuelo. Es el griterío propio de cualquier pandilla. La misma alegría de siempre. Incluso la jovenzuela que los lleva, se le aparece bonita como lo fueron las niñas de su niñez. Es más, la tiene vista de otras ocasiones. Va sola por el pueblo y, si anda por el campo, pone luz a canciones de amigo que son tan viejas, al menos, como el viejo. Aún las puede escuchar en labios de su hermana, de hecho. Le basta con cerrar los ojos y volver tras sus pasos. Son la misma tonada y la misma pena, aunque, de las dos, ninguna le parece triste. Ella suele estarse feliz las veces que se han mirado. Y no es la primera vez, tampoco, que pasa a su lado y se saludan. El viejo, entonces, repite ciertas galanterías, por lo que tienen de cortés, y dice versos que no son suyos porque hay versos que acaban en boca de todo el mundo. La jovenzuela se vuelve con dulzura, más encarnada. La corte de desharrapados que la acompaña, no. Ellos caen en la burla villana porque no tienen donde caerse muertos y ella, aquella tarde, rompe el cerco y sale a su encuentro. Sin arte de traza, le pide por los frutos de su huerto y el viejo, cual reviniente, le ofrece un calabacín del tamaño de un recién nacido. Ella lo recoge en sus brazos. Hace por mecerlo. Se ríen, de saberse allí, y el viejo, que se anima como pueda animarse una carroña, le habla de las berenjenas y de los pepinos, que están por crecer. Dice hermosuras de las hortalizas que recolecta todos los años. Ella se pregunta si serán todas tan grandes como aquella y el viejo rememora el caso de aquella calabaza que se le creció bajo la broza. Era monstruosa, fuera de lo común, y hubo de trajinarla a trozos. Luego, se agota. Es el cansancio que va en los huesos, que pesa más con el paso de los días. La jovenzuela se ofrece a llevarle la cesta y el viejo asiente, de lejos. Caminan hasta la caseta de los aperos. El viejo entra a dejar la azada y ella va tras él. Cierra por dentro y es por dentro que el viejo siente aquel pellizco ardiente y antiguo. Guarda alguna memoria de sus andanzas de juventud. Decía entonces miles de gracias a las mozitas. Había que requebrarlas bien, con mucho donaire, antes de apartarlas a algún rincón oscuro como el cuartucho aquel. Es la jovenzuela, sin embargo, quien le toma la mano, su mano de viejo, y la pone sobre el pecho descubierto. Nada es nuevo en el viejo, no obstante. Recuerda bien las súplicas amorosas. Recuerda lo principal de la cercanía de la fembra placentera y recuerda, aunque remota, la llamada de los apetitos más bajos. Ahí es donde se acababa el juego. Ella, entre tanto, desata la camisa y descubre todo el pecho. El viejo contempla las tetas tiernas, muy ricas de tan niñas que son, y acierta a comprender demasiado tarde que son nuevas en él porque no alcanza a recordar otras iguales. Después mira