Llibre dels homes

Les escales a la draperia vella: «s'hi fan draps vermells»

E

speraba sentado en los escalones del entresuelo, si no a oscuras, en la penumbra de pensamientos pegajosos e inquietudes tempranas. Daba vueltas a su gorra y, dando vueltas a su gorra, se afirmaba en su propósito de prometerle amor eterno. Podían casarse en un año: aunque seguía como aprendiz, su maestro le había dicho (en repetidas ocasiones) que no tardaría en ascenderle a oficial: «Buenas manos, muchacho». Por lo demás… ¡qué le importaban a él las habladurías? Que si barragana, que si anda sola por el campo, que si va del brazo de no sé qué hombres… Nada más lejos de la verdad: era, sencillamente, una mujer afable, un tanto alegre, un tanto despreocupada (si se quiere). Y él, a fin de cuentas, un hombre bueno. Habían topado allí —él bajaba, ella subía— una semana antes: viéndola venir, teniendo por estrecho el paso, aguardó unos escalones más arriba, en el descansillo. Sucedió que, buscando el rostro al que dirigir los buenos días, acabó enredado en su escote. Y ella, que lo supo, lo bajó de la mano hasta el hueco de la escalera: fue sin más, como todo en ella, que se levantó la falda y le enseñó el sexo, oscuro, prieto: «Ahora te toca a ti». Y él, cabizbajo, con las mejillas encendidas, soltó el botón de sus pantalones, los dejó caer hasta sus tobillos: se erguía, sin embargo, aquel su pene; no sin timidez, crecía, adquiría cierta significación. Ella (de pronto) lo atrapó en su puño y, lenta, suavemente, empezó con el sube-baja sube-baja aquel, al punto que la sangre (en él) llevó su mano a descubrir lo negro, lo ignorado. No pudo ser: «eres muy niño para eso». Y allí, tan niño, seguía esperando cuando la vio llegar con su cesto de mimbre repleto de secretos del bosque: lo subió esta vez al rellano del ático para sentarlo a su lado, para ofrecer la claridad de sus piernas al aire turbio del lugar, para tomar, de su diestra, corazón e índice. Los puso en su boca. Los lamió largamente —el tiempo se paró a mirar—. Después —hubo, con todo, un después—, condujo la mano, los dedos mojados, al centro de sus cuitas: dibujaron, de tal guisa, raras figuras que apenas cerraban círculos, risas que no fueron y un hilo, que recuerde, tenso, trepándole por la espalda… Por encima de novísimas sensaciones —pliegues carnosos o vello umbrío—, el aprendiz se detuvo en los detalles de la técnica: delicado a la par que ligero. Por momentos, más rápido. A ratos, intenso. Bien (sencillo): tanta fue su diligencia que ella no pudo menos que retirar su tutela para, de algún modo, distraerse, ausentarse. Y procedía, de hecho, con eficacia, cuando sucumbió a la cálida llamada de aquellas todas sus humedades, en flujo constante, allí abajo. Quiso más: quiso verlo. Y asomó la cabeza entre sus piernas, como rendidas, como olvidadas por descuido de alguien: estaban ahí, sumados unos sobre otros, el rastro (fuerte olor) del cabrero, del cartero, del vecino del cuarto, del señor que aquella misma mañana daba de comer a las palomas en la plaza del parque, de los chalanes ultramontanos, del ciego de los romances, del burgomaestre, del alguacil, del albañil, del usurero de la judería, del quinto, del señorito, del montaraz, del justicia mayor del reino…