Rondalla de la mora Zaida
a noche arde en sombras. También su pecho, muy fuerte. El mocetón sigue la vía que va por detrás de los huertos y baja de prisa las escaleras que llevan al lavadero: tampoco están allí. Sube por las callejas de la judería vieja y busca en los soportales de la casa de la villa. El lugar se quiere abandonado. Por más voces que lleguen de la verbena, allí se agotan los pasos. El mocetón piensa en abandonarse a su suerte, y recosta su peso contra el granito de una columna, pero piensa, también, en la mora Zaida. Fue en tiempos antiguos, como de fábula, cuando se apareció en el pueblo. Iba subida en el carromato de sus padres, junto a los trastos de toda una casa. Él no hacía nada, por haraganear. Parecía entretenido en el caño de agua de la fuente de la plaza (en verdá, desque la viera por vez primera, no la había perdido de vista), cuando ella se llegó a él a decirle:
—Qué haces?
—Nada.
—Yo soy Zaida.
—Yo
—Pero no te pienses nada, chaval.
—No me pienso nada, yo.
—Pues quita, que quiero beber agua.
—Bebe lo que quieras.
—Está rica estagua, verdá?
—De dónde venís, vosotros?
—Del levante.
—De muy lejos?
—Bueno…
—Y a dónde vais?
—Aquí, me pienso.
—A'ste pueblo?
—Pues sí. Qué pasa?
—Nada.
—Vivirás aquí?
—Pues sí, pero no te pienses nada, tú.
Y supo después que eran unos moros que habían dejado sola la casa de sus padres. De los padres de sus padres, más bien. Eran pobres, un poco como ellos, y laboraban en los huertos de la villa por un mendrugo de pan. Nunca los vio en la matanza del marrano. Ni entre las gentes, en días de fiesta. No es que ladrasen a la luna, tampoco, porque daban los buenos días como todo hijo de vecino, pero su madre decía que eran moros. Su padre, sin embargo, decía que eran sodomitas, y aquello, a lo que parece, era fatal para el entendimiento de uno. Él lo habló con su cuadrilla. Estaban convencidos de la naturaleza ponzoñosa de aquella su condición. No suponía tanto como un brote pestífero, pero convenía tenerse al margen. Estarse atentos. Y en esto estaba el mozito, cuando ella se llegó a él a decirle:
—Qué haces?
—Coger renacuajos.
—Para qué?
—Para ponerlos en un bote con agua.
—Y luego?
—Pues crecen. Crecen y se ponen gordos… y les salen unas patitas, aquí detrás.
—No son peces?
—No.
—Los peces no tienen patas.
—Ya, es que son ranas.
—Esto?
—Sí. Se convierten, luego.
—Eso's posible?
—Estos lo hacen, ya verás.
—Eso, cuándo?
—Si quieres, yo te aviso.
—Vale. Pero no te pienses nada, chaval.
—Que no.
—Lo digo, más que nada, porque yo ya estoy prometida…
—Tú?
—Sí, qué pasa?
—Que'res muy niña.
—Y tú, un mocoso!
—Vale.
—Pues vale.
—Y a ti, quién te pide?
—Un príncipe moro.
—Ya.
—Que sí. Un día vendrá del Oriente en mi busca.
—Vale.
—Yo no seré sino para él, me oyes?
—Que sí, que sí.
—Se cruzará los desiertos del Arabia y del África sólo por verme. Y lo hará a lomos de un corcel blanco, precioso, o qué te creías?
—Yo? No sé…
—Tendrá los ojos azules como'l cielo y el aliento de vino dulce, fresco como'l agua desta fuente… Y, como es príncipe, no pedirá por mí a mis padres, ni nada. Yo sé que Amor no permitirá que'l mundo detenga su loca carrera hasta me tenga en sus brazos…
—Ya.
—Ya lo verás. Vendrá un día y me tomará en su caballo y se me llevará de vuelta a su palacio, lejos d'aquí!
—Y eso, por qué?
—Pues porque ha oído hablar de mí, chaval.
—De ti, de tan lejos?
—Claro.
—Cómo?
—Por un hermano de mi padre, que estuvo en la mákka.
—Dónde?
—Allí.
—Ya.
—Pues sí. Le dio un trozo de su pan a un mendigo y resultó que'l socorrido, descubierto'l su rostro, era hijo de reyes…!
—Era tu príncipe?
—Sí. Y, como quedó muy agradecido, oyó las palabras de mi tío.
—El qué?
—Le habló de mí. Dijo al príncipe que tenía un hermano suyo que tenía una hija, que soy yo, de la que toman los poetas idea de la belleza de las huríes del cielo.
—Del qué?
—Que salgo'n sus casidas!
—Que qué?
—Sabrás tú del mundo, zoquete!
Pasaron los años y el príncipe moro aún estaba por llegar. El Oriente, a decir de muchos, quedaba muy lejos de la villa. Entre tanto, la niña Zaida se había recogido el pelo y, si andaba cerca de casa, se tocaba la cabeza con pañuelo de holanda. Ahora, si bajaba al río, se arremangaba y andaba descalza. Y, si se encontraban en la fuente de la foresta recóndita, se soltaba el moño y dejaba caer el cabello, que era largo y negro como la noche más larga y negra, por verle el rostro bobo al mocetón. El pobre, sin saberlo muy bien, ardía. Ardía y arde, todavía. Se le ha ocurrido de pronto que debe llevarla a recoger la verbena (en verdá, desque ha sabido que saldría de casa esta noche). Sus amigas la han convencido con muy buenas palabras: «estaremos todo el pueblo, ya verás». «Vente». «Los mozos pasarán las ascuas vivas». «Ven, que nosotras iremos luego a mirar el barreño» y la mora Zaida les ha dicho que vale, pero que ellos lo llaman Al-Anşara de toda la vida. Luego, en la plaza, la ha visto entre el gentío. Él cruzaba un infierno de brasas por ella y ella se llevaba una mano al pecho por él. Desde entonces, como su cuadrilla se lo ha llevado en hombros al pilón, no ha sabido, ni sabe, dónde está, y la noche es corta. Resuella, muy fuerte. Piensa en lugares apartados. Repasa, de memoria, los rincones de la villa. Recuerda el solar que hay tras la iglesia. Está abandonado de hace años. Es tranquilo. Está resguardado. Pueden estar allí. Corre a verlo. Se precipita a través de las calles oscuras, sin buscar en las esquinas. Llega frente a la tapia del solar y se sube de un brinco, por mirar detrás. ¡Al fin! Las mozitas se juntan en corro, en torno a un barreño de lata. La mora Zaida se asoma a su interior y pregunta:
—Y qué se hace?
—Te tienes de mirar en el agua.
—Como si fuera un espejo.
—No se ve nada.
—Espera…
—Pon atención.
—Ya.
—Qué?
—Mira-mira.
—Sí, parece que…
—Lo ves?
—Qué ves?
—Creo que…
La luna se espeja en las aguas quietas del barreño. Da vértigo verla subida en riscos de nubes tan altos, suspendida en la nada del cielo nocturno. Es más, el fondo de la vasija está oscuro y en silencio. Pero no todo es negro, todavía. Vislumbra la pared de la iglesia a un lado. Es vieja. Está manchada de hiedra. Ve la pared y ve la tapia del solar a contraluz, y ve que algo se mueve… Alguien se asoma. Ve bien la forma de la cabeza, aunque no acierta a verle el rostro. Está en sombra, pero esos pelos…
—Y qué pasa si veo a alguien?
—Has visto a alguien?
—Quién es?
—Si ves a alguien, sabrás quién es tu amor verdadero.
—Este?
—Quién es?
—Y si no lo veo bien?
—Chica, pon de tu parte, que bastante ha hecho ya'l barreño…
El mocetón apenas escucha lo que hablan, pero le vale. Se contenta con saberla allí. Se baja de la tapia y piensa un momento. Tiene que pedirle de ir a buscar la verbena juntos. Esto es lo que hacen los enamorados esta noche, antes del alba. Piensa en las palabras que dirá. Piensa en acercarse en un rato, que no estén todas sus amigas juntas. Mira las estrellas. Observa las estrellas y contempla el mundo. Ella puede soltarle, muy bien, que los moros no hacen esas cosas. Él le dirá que no son hierbajos, que es la verbena, y ella, que no son para nada unos enamorados. Piensa si podrán casarse un día. Ella dirá que no, que eso no es posible, y él, que siempre lo ha querido (en verdá, desque la viera por vez primera), cuando ella se llega a él a decirle:
—Qué haces ahí escondido?
—Eh? Yo…
—Te había pensado llamando a mi ventana, no aquí.
—Ya. Sí…?
—Sí. Quería que me hablases…
—Cómo?
—Que me pidieses, a través de la reja.
—Yo?
—Ya no espero a ningún rey moro.
—No?
—No.
—Pues yo, yo quería… Sabes la verbena?
—Si fueses hombre, te llegabas a por un caballo.
—Qué? Un caballo, ahora?
—No quieres llevarme?
—Sí. Yo te llevaría
—Lejos (tiene que ser lejos).
—Lejos? Pero un caballo…
—Ese's tu asunto, chaval!
—Vale. Yo lo busco, yo te lo traigo!
—Pues corre, que sale'l sol.
—Voy. Yo voy, pero a dónde iremos?
—Dónde podemos ir?
—Tendría que ser… A lo menos, por el poniente.
—No tardes, va.
—Vale.
—T'estaré'sperando a la puerta de casa.
—Voy, pronto!
Vuelve a correr las calles dormidas de la villa. Y se ve, de pronto, solo, muy solo. Es por causa del mundo y su tamaño. Es por culpa del cielo y sus estrellas. Es el desconsuelo sin consuelo. Se siente pequeño, tan poca cosa, que no se atreve a enfrentar la distancia que hay entre su pueblo y el poniente lejano. Si la mora Zaida no fuese mora, ¿acaso sería la misma? Cruza la plaza. No queda nadie, ya. Se llega al establo del alcalde y busca dentro al bruto que suele pasearle, uno zaíno, pues se le antoja muy capaz de burlar la llanura y aun la estepa polvorienta, pero no está allí. Echa otro vistazo y, según recuenta, tiene para escoger entre un burro mohíno y dos mulas aburridas. Malo. Se queda con la mula curiosa, por lo que tiene de despierta, y se vale del lomo de la bestia para cargar la montura, que, con los nervios, no acierta a atarla. Luego sale fuera y, fuera, clarea. O empieza a clarear. Es un azul limpio en el horizonte, donde las estrellas se van agotando una a una: «Cata, que amanece». Es la hora de la albada, pero nunca ha sabido si es motivo de alegría o no. Tira de la mula y se encamina a casa de la mora Zaida. Está inquieto. Podrían verle, si alguno madrugase hoy. Va en silencio, pensativo. Algo le cuita. No sabe si será el poniente o la mucha lejanía que les separa. Es como un pellizco en el pecho. Siente que se le va creciendo por dentro. Es como una ligazón muy fuerte. Siente que está atado al lugar de sus recuerdos. Tuerce una esquina. De algún modo, sigue adelante. Va sobre la pena, sobre memorias tristes de su niñez, mientras tira de la mula y se acuerda, también, del amor a Zaida.