Llibre dels homes

Lo somni del mestre

los alumnos siguen escribiendo «in media res» con la bizantina, venía diciendo, cuando le llegaron voces que faltaban a su reputación como hebraísta: que si componedor de villanías, que si le va grande el arte mayor, que si amigo de catalanes… Y miraba las manzanas del manzano, centenario y en sombra. Eran unos frutos dulcísimos que muchos tenían por camuesas —antes, en otro tiempo, los magistrados las habían imaginado sobre sus mesas al entrar en el aula, rojas, como aquellas, y frescas, y primordiales—, y lo cierto es que criaban solas, de siempre, en el patio de la facultad, entre latines y pecios prestados. Se ponían —las manzanas y él— de espaldas al trasiego de gentes y el lugar, aunque estrecho, se les acababa antojando reposado, como pudiera serlo el butacón de casa, el que vigila por la ventana, aquella misma noche, donde sostenía un soliloquio sobre el libro que la señora de la limpieza gustaba de llamar mamotreto, por el mucho polvo o lo mucho viejo; leía «l'escola és tancada / hi ha llum al carrer» y pensaba que otros antes habían escrito «leyendo a (quién fuera menester) quedéme dormido» y durmióse, y en su sueño leía el libro de un hombre que, yendo camino de su huerta, halló la muerte (en mayúsculas):

La narración deja a un lado a los personajes y, en apenas una línea, se desplaza a sus pies, al encuentro de un topillo ciego que, a falta de camaleón, refiere la historia del finado: «Esto era un hombre que labraba la tierra de sol a sol y una mozita lozana, que era la envidia de todo el pueblo, lo tomó por esposo. Decía que era un buen hombre, que era honrado y que lo quería un montón. Un tercero, que entretanto miraba, se dijo que, si no había de ser suya, no lo sería de nadie… Y fue hasta su casa, un pisito humilde, y llamó a la puerta:

Salió del domicilio, una calle en el centro, con las manos muy sucias de sangre. Corrió al monte y corrió el día y volvió a la fuente de la plaza y vio a la luna en sus aguas y, junto a la luna, vio a un hombre que lo miraba. Traía las manos muy sucias de sangre. Se las lavó. Tras los visillos, las viejecitas. Fue después, por cerca de cuarenta años, que pidió la vez en la panadería, que cedió el paso a ancianos, mujeres y niños en las aceras, y respetó el turno de palabra con grande escrúpulo». «Se le vio», añade el tejón, «barrer las calles, regar los parterres del paseo».

Tras de sí, la puerta. En su lugar, una ventana mal cerrada por la que se cuela la noche. Por defuera, arrecia, muy entrada en negruras, y un vocablo judío, con la rima mal terciada, pende de un hilo de baba.