Llibre dels homes

El puig de la Creu

leyendo sus cartas, recuerda al viejo Berceo en su celda, sobre su escritorio: con su pluma en la mano y la mirada perdida, iba por el cielo, tras el vuelo del gorrioncillo que piase sobre el claro de la ventana el vocablo aquel que andaba buscando. «Acidente», pongamos por caso, pues por accidente tuvo el episodio de aquella mañana de noviembre en que se le creció un phallus impudicus en el jardín. Había salido a cuidar «los mis tiernos tulipanes», decía, «cuando advertí en el aire la proliferación de su mefítica miasma, una punzada torcida, un zumbido negro de negra legión que me avivó el seso, recordándome la corrución toda de la carne, incluso la mía…». Recuerda el desconcierto entre líneas, entre toses ancianas, y unas últimas palabras de Berceo, «caro data vermibus», antes de distraer el pensamiento y repetir, como en letanía, caro data, caro da-ta, ca-ro da-ta… al punto que la hija de los vaqueros se aparece por la puerta de la estancia con un jarro de leche más fresca que tibia para mover los aires, agitar la luz: «Hija… ¡pero qué modos son esos! ¡Qué usos, ni qué voces! ¿No te tengo dicho que se pide antes de entrar? ¿No te tengo dicho que no andes descalza la vega? ¿No ves, mujer, que traes empuercados los pies…? Anda, anda, ve y pon agua limpia en la jofaina que pueda besarte los dedos (uno a uno)». Y, puesto de rodillas en el suelo, le lava los pies, muy solícito, frotándolos con devoción, con la palma de la mano, hasta dar con su blancura, una blancura pretérita que lo impele a regresar, por momentos, a su aposento, a una tarde de primavera en sombra, con el médico junto a la cama y el cielo abierto, al fondo. Le toma el pulso, decía «no es fiebre lo que tiene» y él, tan postrado, la veía pasar de aquí para allá: traía agua, corría cortinas, barría el polvo… Está en el jardín. Ponía limones en una cestilla de mimbre que llevaba colgada del brazo. Poco después, todavía enfermo, vino a verle el señor párroco del pueblo para hablarle de la carnalidad del mundo, de lo perecedero y de lo eterno, sobre todo de lo eterno; si sus palabras edificaban, fabulosas fueron las parábolas que refirió de vidas ordenadas, vidas retiradas, grabando en su ánimo de barro la figura de un abad venerable y ejemplar. «Ex contrario», que diría Berceo en cierta ocasión, gravemente ocupado en la damnación del hombre —qué hombre—: «dos tres cuatro cinco… Ven, siéntate aquí» y la sienta en su falda y, con dulce voz, le dice al oído «Tente cerca, hija mía, que quieren los años que apenas pueda saberte el gesto niño de que te ha provisto Dios…» y besuquea su tierno perfil de juventud, mientras sílabas siguen resbalando de sus labios: «son tantas las bondades que Dios ha dispuesto para provecho de los hombres… También la fruta —una mano se desliza— se pudre —generosa y sutil— y no por ello queda la manzana en su manzano» murmura en un murmullo que mengua, que tuerce y traspone, hasta sumergirse en alegres memorias de mocedad, cuando el sol era otro. Se reconoce en el joven tonsurado, de negro talar, que transita por una senda inculta. Hacía calor. Llevaba un cartapacio bajo el brazo, y el misal, cuando aquel griterío, «di-es i-ræ di-es il-la», en las peñas, en los riscos, en el valle. Aquel griterío, «di-es i-ræ di-es il-la / sol-vet sæclum in fa-vil-la», cada vez más cerca. Buscó tras el recodo: ¡la miseria del mundo salía a su encuentro…! Eran los desharrapados, los apestados, una turba de penitentes que balaba pestíferas lamentaciones, apenas animada por la virulencia sin consuelo de sus flagelos. ¡Allá iban el tuerto, el manco, el cojo…! ¡Allá el leproso! ¡Allá los abrasados de San Antonio…! «Intellectum tibi dabo», «intellectum tibi dabo», se dijo, como dijera a Berceo en su día a propósito de cierto manchurrón en el techo, y tomó por un barranco, cuesta abajo, hasta la riba mansa de un riachuelo que serpeaba en paz por entre la verdura. Siguió su curso. Quiso, en su libre albedrío, seguirlo largo trecho y quiso la providencia, de un mismo modo, poner en su camino a una mujer sucia, arremanganda, que le salió al paso pidiendo «un mendrugo de pan o lo que fuera», una mujer que, ante la hechura de su figura, se echó a los pies del mirto florido para descubrir sus carnes, sus carnes o lo nefando, que no veía otra cosa, y yo —repite— quise darle unos altramuces que tenía en el bolsillo, por caridad.