Llibre dels homes

La plaça del forn

E

stuvo atento a un cielo blanco, sin cuenta, buena parte de la mañana o tarde. Recostado en el guardacantón inmediato a su negocio, se distraía con las telas por siempre tendidas al viento: Estaba frente al día que no pasa, hora informe que el viejo heptagenario, de batín y pantuflas, creyó necesaria para alzarse sobre el bastón y, con grande trabajo, entróse por la puerta de casa —que los del pueblo tampoco alambican la cifra del siglo—. El pasillo estaba a oscuras; los umbrales de puertas entornadas, en silencio. Bajó el peldaño de la entrada con cuidado extremo y, apoyándose en la pared, encaminó sus pasos hacia la cocina, al fondo. Antes hubo de pasar frente a la alcoba de sábado y farigola: la farigola que la minyona, filla de masovers, traía de sus largos paseos por el campo y dejaba en los armarios, sobre los chalequillos de pana, y los sábados de ventanas abiertas, vivita la luz en criaturillas, que clareaban al son funesto del alegre picamatalassos. Luego, poco más allá, a la altura del retrete, le sobrevino la lejía, en oleadas, a sus fosas, a llenarlas, que aquí, si no, «put a vell»; se tomó un respiro, un momento, ante el tramo breve de escaleras que daba al primer piso —escalones en sombra, lugar de paso, lugar de nadie, que ya no le pertenecía—. De la alacena, pequeña despensa, le llegaban, entremezclados, los olores de llonganissa y queso, membrillo y pots de mel, lechugas, bledes y col. Prosiguió, a duras penas. Cruzó, finalmente, bajo el santo del dintel —estampa pobre de figura saeteada y consumida por las llamas—: bañados en la lumbre bermeja que despedían las fauces del horno, contó el xup-xup de una cazuela al fuego, un cadáver conejo colgado de un clavo y un barreño de agua quieta, muda, antes de dar con ella, allí, volcada sobre la mesa, amasando el pan. Hacía ya más de diez años que la chiqueta servía en la casa. Era una «dona feta»; no había más que ver en su escote los senos abundantes, espolvoreados de blanco, o el color de sus mejillas, encarnadas, vivísimas. Y tanto miró que, de tanto mirar, acabó precipitándose tras unos pasos, más felices que torpes, que le dejaron a su vera. Se tenía en pie —muy callado, se le puso detrás—: comenzó por palpar sobre la falda, creyendo adivinar sus muchas bondades, y continuó, naturalmente, levantando la ropa, deshaciendo los velos, al punto que ella, tan ufana, exclamó «(¡Prô…) Què fa?» y el viejo, que no pudo otra cosa, acaronó aquellas «ses altres galtes, rodones i tendres». Celebraba así, con un gesto antiguo, tanta bonanza y prosperidad juntas, la lozanía, el alborozo; le decía, del mismo modo, tantas otras cosas bonitas al oído —ella sonreía— cuando la fiebre sin fervor o el fervor sin fiebre desembocó en el «Què donaràs de sopar a aquest trasto vell?» que solía contestarse con un «Posarem el conill al foc» et cetĕra.