Llibre dels homes

La font del dimoni

D

esde siempre, había sido muy aficionado a las cosas pequeñas, a los usos pequeños y a las gentes, por así decirlo, pequeñas, pero, de todo aquello, con los años, apenas quedaba nada porque todo en el barrio se había echado a perder: se había marchitado, podrido. Recuerda las calles, cuando niño, industriosas, ocupadas de hombres vigorosos y mujeres trempadas, con mucha empenta; había entonces, en una sola manzana, una casquería, una verdulería y una pintada con la palabra de Cristo —junto a la tienda de comestibles—. Recuerda las calles, después, con las persianas echadas, los estantes vacíos, los frascos sellados y los ojos de la viuda, sola, sin descendencia, tras el mostrador; el dueño de mil jaulas —eran cientos de canarios, cientos de jilgueros— murió de viejo; a los perros, a los que tiraba los huesos del pollo, se los llevó la constructora y el barranco, al final de todo, se pobló de lavadoras evisceradas, sacos de cemento seco y cabezas de muñecas tuertas, mutiladas. Estaban también aquellos hierros torcidos, oxidados, que brotaban del suelo y el sabor rancio, revenido, de las chucherías. Así las cosas, aquella mañana, huyó: en su soledad de lletraferit de poble, huyó lejos, lejos de la urbe, del piedra sobre piedra, terra endins… Se hospedó en un pequeño albergue, al pie de una montaña hosca, espantable —anochecía lentamente y la mestressa del lugar, junto al fuego de leña, supo decirle parte de una fabla antigua que contaba los hechos de una serrana, a decir de todos, garrida, que vivía en el puerto, en lo alto, con eternidad. Buscó, en jornadas sucesivas, otros cuentos, otras rondallas, con que llenar las hojas blancas de su cuadernillo; fue por predios y pedanías, «masos i masias», sin jamás perder de vista la cumbre, torva y escarpada, que guardaba la región. Unos y otros le dijeron que los habitantes de «Aigua freda» o «Aigua fosca», «més enllà el pont del diable», podrían contarle más acerca de la serrana y, aquella misma tarde, tomó la senda que subía por la falda del monte. El puente, al cabo de un largo trecho, se alzaba sobre una garganta tan profunda, tan ignota, que ahuyentaba los escasos rayos de luz que se aventuraban entre la maleza; del fondo, de haberlo, escapaba el gorjeo del agua remorosa. La firmeza con que los arcos románicos se asentaban en las paredes rocosas, y la decisión con que hundían sus pilares en las fauces del abismo, llevaron su mirada al otro lado del paso, a una vereda, si no olvidada, transitada muy de tarde en tarde… Anduvo por ella. Fue, por entre la espesura, sin apenas camino, hasta que la falsedad del llano le arrojó junto a una gelera ruïnosa, donde pudo apreciar el cucú cansado del ave triste que se abandona en brazos de la muerte —que se aparece después en la forma de helada, culebra o beso de salamandra— y con tiza blanca, que bien podría tratarse de un maestro de escuela, dejó escrito «no sé a qui adreç mon parlament» en una de sus paredes. Atardecía. Bajo la brisa, creyó sorprender la blandura con que rompía sus aguas una fuente, oculta entre zarzas y helechos. Y halló, tras unas ramas, un manantial escondido: era una charca apacible, donde nadaban los renacuajos, zumbaban las libélulas y patinaban los zapateros. Entre piadosas fragancias, le llegó una risa vaga, el eco tenue de voces desmayadas, nemorosas… Intuía, sin pretenderlo, frescas pisadas en la hierba, una danza anterior a los hombres, y vio —quiso ver—, espejadas en destellos cristalinos, a un corro de doncellas tomando un baño: unas limpiaban el musgo entre sus dedos, otras se coronaban con delicadas huevas de carpa; unas trenzaban largas ovas en sus cabellos, otras, más alegres, se daban un chapuzón… Él, con todo, sólo podía ver la lisura húmeda de sus vientres, los hombros desnudos, mojados, las piernas juveniles y gráciles, o los pechos, brevísimos, despuntando al alba de otro tiempo… Resbalaban las gotas por sus cuellos y sólo podía pensar que tanta ternura, al cabo, para herir manos y ojos — estornudó. Caía la noche, caía el otoño.