La finestra del call
scribe el escriba de espaldas a la norma «Axí com cell / qui'n lo ſom nis de lita», mientras piensa las carnes gruesas de la manceba. Piensa los senos prietos, los muslos apretados. Piensa las posaderas, bajo la falda, con las manos sucias de tinta. Y escribe «he ſon delit / de foll penſament ve» cuando se recuerda la otra tarde de camino al molino, cuando, pasando junto a la majada, la vio arremangada, entre marranos, con un lechón en los brazos. Nada se dijeron. Estaba allí (simplemente). Y allí sigue. Tras los callejones sin otra salida que un pestillo echado, tras la torre sin lamento de la prisión, tras la puente de madera. Lee «ço que's norres / en mi es lo millor» —antes dice «temps de venir / en ningun bem pot caure»— y vuelve sobre sus pasos, hasta el campo aquel, una mañana, a por otra (la misma) bocanada de aire. Ella se atusa los cabellos (aparta unos mechones de la frente sudorosa); tiene los carrillos salpicados de barro y está… Estaba allí (aunque era la tarde, amanecía). Y escribe «cell temps passat / en mi es lo millor» con la plaza sola, sin encuentros, sobre los hombros, con el cañaveral abandonado por de dentro, con la fuente de nadie en el tintero. Y allí sigue, se dice, cuando escribe «amant no res / puix es tot ja finit», pues todo tiende a nada, pues en todo, al cabo, se ausenta la color. Está la ribera, de guijarros, de cantos rodados, deshabitada, o la escarcha de cada amanecida en las ramas del almendro. Están los tiernos brotes de primavera vencidos sobre el lecho oscuro del río, o los peñascos sin trino, con viento helado. Está el mutismo fervoroso de puertas y ventanas, o la pena de la cal blanca, vivísima. Están las mujeres tapadas, de luto riguroso, o las niñas bajo llave, tapiadas por su culpa: cuando leyeron las églogas de Garcilaso [Barcelona, 1543], tomaron por putas a sus ninfas y despoblaron el valle (el valle, la vega, la calle). Desde entonces los hombres, a solas con su recuerdo, se inclinan todas las noches sobre la memoria triste de otro tiempo; sueñan, los hombres, la pálida sombra con nombre de dueña; los hombres, manos crudas, surcan la tierra con hierro forjado, con madera requemada, versan la tierra, exhuman sudores fúnebres, los vapores calientes del barbecho, la podredumbre, humores rancios que ascienden al cielo mientras, los hombres, pisan la hierba sin piedad, o esperan las horas, sentados sobre un tronco, mirando el llano, yermo. «Plagues a deu», escribe, «que mon penſar,fos mort» —«que ella no capigués dins meu», o «si no mort, prou estret», no lo pone que, aunque pueda placerle, no viene en el original—, «e que paſſas», copia, «ma vida,endurment», viéndola acaso frente a sí, cara a cara, con otro (el mismo) «Déu vos gord» perdido entre los labios, en la visión de su figura nueva, en la visión, perdido, de su escote; sucede que sonríe, porque lo sabe, porque lo está viendo mirar; sucedió que, mirándola sonreír, se distrajo —¡mala piedra en mala hora!— y ella rompió a reír. Entonces detuvo el paso (sentencias referidas de memoria ocuparon su magín: «difícilmente hallarás un rústico que sirva en la corte del amor; sabe, con todo, que ellos ejecutan las obras de Venus tan naturalmente como el caballo o la mula») y ella, que no lo piensa, que suelta el cochinillo… Hubo de hablarle («[…] guárdate de alabarlas demasiado…») y, en el caudaloso tránsito de palabras, las más de ellas distraídas («…y, si dieras con un lugar oportuno, no te demores en tomar lo que desees por la fuerza»), lo cogió del brazo y lo entró en la choza del heno y del polvo, donde entraron también el conejo, el ajo del guiso, la sangre, el sol, el marrano abierto en canal, las tetas —tenía sólo cinco añitos— y el coño peludo, muy negro, de su prima (una del pueblo). La madera del escritorio, por ejemplo, o el blanco sin fondo del papel, regresan con él al día que niega: «no». O «aquí». Dice «ahora»: está escribiendo «Fora millor / ma dolor,ſofferir / que no meſclar / poca part,deplaher / entre ſes cames / o blaua buïdor / çi on et brama'l crepuscle». No. Detiene la pluma. Lee… lee y tacha. Tacha y tacha y tacha. Anota (en un margen): «TEDIRRESOLUBLE» y se levanta. Mira al techo tan bajo. Mira espesarse las sombras, o telarañas, entre las vigas. Mira paredes y suelo y, cuando no queda qué mirar, se lava la helada de la piel. Peristálticas cañerías traen el ruïdo que bulle al otro lado de los góticos ventanales.