Llibre dels homes

Faula de l'unicorn i la bagassa

M

erda de muntanya no pudor» sentencia, nada más verla con el pie hundido en la boñiga; la mujer, carita de niña (niña enfurruñada), restriega con más aversión que vehemencia la suela de su zapatilla (en exceso escotada) contra el musgo tierno, más verde, de un pedrusco cualquiera: «¡…encara que remenis amb bastó!», insiste, y hace como que ríe en aquella su lengua, un rato apenas, para dar luego una voz inaprensible a su perra, la Colometa, divertida, cuesta arriba, con el susto y carrera de tanta oveja boba. Nada (ni caso). Chasca la lengua en vano («bèsties del diantre!») y reanuda la marcha, más lejos: más allá, y ella, que no termina de acabar con la mucha inmundicia, queda a solas un momento; mientras las imprecaciones se consumen entre dientes, se hunde sin remedio en la espesura de terrores y ramas, follaje y sombra, vago rumor de voces, fantasmas, del que surgen, de pronto, el hocico belfo de lengua rasposa o el cuerno terriblemente enhiesto… ¡Hasta se figura sobre la piel el bafo caluroso! Pero, por suerte, no tarda en darle alcance el joven que anda tras ella, quien, en oyendo sus graves lamentaciones, le refiere (para su consuelo) unas palabras de memoria: «sólo cuando la doncella falte a su condición, cuidará la bestia de reclinarse en su regazo»; aunque lo calla, también sabe que pone «matará a la joven corruta e impura» poco después. «¿Quién dice eso?» «El Garnelio» «¡Ah, el Garnelio, el Garnelio…! […] es obra de Silva el molletano» «Y ese hombre… ¿es de fiar?» «¡Es un sabio! ¡Un santo!». Pasa una, dos páginas. Puede que tres. «Aquí es» lo dice un viejo ayer tarde —un viejo no tan viejo: por más que adolezca dulcemente de no pocos achaques, ha huido el mundanal ruïdo por el puro placer (puro vicio) del recogimiento—. Está sentado en su butacón (su despacho, su casa) y tiene el libro abierto sobre el regazo: pasa lenta, suavemente, el índice sobre las líneas apretadas, muy negras, a doble columna con filete: «Es enemigo del león […] mata al elefante […] a la serpiente […] no se lo… Aquí: no se lo puede cobrar vivo (es un animal muy peligroso)»; el joven («¿Tanto?») ha llegado poco antes: trae, como de costumbre, alguna que otra pieza de caza menor y, envueltos en paño de algodón, dentro del zurrón, unos huevos de codorniz («¡Superbia delicia forestal!»). Se ha quitado la gorra y ha fijado la mirada en el suelo. Disimula, o lo intenta, el grande asombro que le causan las estanterías (¡repletas, hasta el techo!) cuando, medio distraído, empieza a desprenderse de retazos de la historia de un martes tarde que arrancan con el sonoroso timbrazo de la turuta en mitad de la calle y siguen, sin ambages, con un puñado de palabras voceadas en su origen: «Ruega el rey —lo ve cruzar sobre el palafrén de la mano de su padre, la plata del cabello, las barbas augustas, por entre el festejo pobre de gentes alegres— a sus vasallos, tan buenos, que fatiguen la selva en busca del que llaman alicornio…» «¿Unicornio dices?» «Sí (pudiera ser)» «Y ¿qué se hace con él?» «Entregarlo en palacio» «¿Vivo?» «Dan un dinero» «¿Mucho?» «Valdrá». Pasa otra página: «tiene los ojos […] pelaje […] barba de chivo […] el cuerno tricolor […] Esta (esta es la octava): Es oriundo de los reinos que llaman del Indostán. Raramente se lo encuentra…» «¿Al Indostán?» «Muy lejos» «¿Tanto?» «…aunque, bien mirado, se lo podría buscar en…» —el pastor les dice que encantado, que puede llevarlos, que conoce bien aquella región que ningún otro conoce porque hay allí «millors pastures per al bestiar» y, sobre todo, porque «no hi ha llops, ni ferams, ni fures…»; por no haber, dice, «ni homes hi ha!»— «¿En dónde?» «Nada, ha de ser un paseo». Y lee (unos versos más abajo): «Está escrito que, para capturarlo, es menester una doncella […] la bestia acudirá —parafraseo— al dulce aroma… Oh, sí, escucha bien esto: ¡al dulce aroma de la virginidad!»; el joven, vencido por la curiosidad, se le ha puesto detrás, se ha asomado al libro: descubre una vez más los signos indescifrables (las letras) y, a un lado, a la izquierda, un dibujo (una xilografía) que nunca antes ha visto: la doncella, tan linda, tan bella, se apiada en su abrazo fatal de una bestezuela menuda, muy dócil, que no puede escapar: está atrapada en su mirada. No hay prisiones: hay detrás dos hombres —lanza y hacha en alto— dispuestos a traspasar al animal. «Habla aquí», señala otras líneas, «de la teta de la hermosa…» «Y ¿qué dice?» «…que debe ofrecerla a la…» «No (¡será posible!)» «Considera, mi caro amigo, que se exagera mucho (¡una barbaridad!) en los libros antiguos» «¿Entonces?» «Conque tenga tetas, vale» «Y ¿de dónde sacamos unas?» «Sé yo de un lugar en que se las encuentra». Cierra el libro. «Es más, sé yo de un par que…» y se levanta, no sin esfuerzo, del butacón para acompañar al joven hasta la puerta: «Vuelve mañana de mañana (¡que es tiempo de embarcarnos en tan fabulosa aventura!)». Se detiene el pastor: con el bastón aparta unas ramas y declara «ja hi som!». Por debajo del ácrata croar de ranas, se abren al cielo que dejan tras de sí las lluvias, el viento, las apacibles aguas de un gran lago. Está la orilla despejada, felices las horas. El lugar es ameno. «Ve (tú sola)» le dicen —el joven de viva voz; con la barbilla, el viejo no tan viejo—; la mujer, carita de niña (niña asustada), escucha «estate tranquila: esperamos aquí» sin dar con arco o espada… «Recuerda: cuando la bestia se duerma en tu falda, ¡salgo yo y le echo la red encima!» «¿Y si no…?» «Se dormirá» «¿Y si…?» «Estamos aquí (en lo frondoso)». La boca sin dientes, el hambre sin fondo: el llanto a oscuras que no acaba, prueban en ella unos pasos primerizos, torpes, precipitados. Se llega, con todo, al pie de un sauce, a echarse, y, con dedos titubeantes, procura deshacer el lazo que cierra la saya y sujeta el escote; en lograrlo, tira de la trena (tres, cuatro veces): la camisa, blanco de holanda, queda al aire. Cruza una mariposa. De entre los arbustos de romero, salen una bestia y su cuerno —los ojos azules, albo el pelo—; se le acerca —tiene el tamaño de una cabritilla— en un rodeo, con movimientos de felino. Brinca: mira, recela y brinca, hasta pararse a uno o dos saltos de la mujer y su regazo… Ésta contiene los pulsos («si finalmente apareciera, sácate un… ya sabes, pecho»): aparta la tela, descubre una teta (la teta). Es todo uno: revelarse la teta del busto hermoso y sucumbir el unicornio, tan embelesado como puedan estarlo los hombres al cabo —ni arco, ni red, ni espada— en su espesura.