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El crimen de J

Los vecinos ya podan sus jardines como cualquier domingo.

No te habrán visto llegar a deshora

ni llevar hasta el sótano aquel bulto de lienzos

del maletero.

Ellos podan el césped bien temprano,

podan bien raso.

El barrio huele a brizna, todo el barrio bien raso,

mientras tú has terminado ya en el sótano.

La trementina apesta a sangre y calavera entre tus manos.

Tal vez alguno viera los faros de tu coche,

tal vez alguno oyera los gemidos, oyera los jadeos, oyera fuertes golpes y artilugios,

martillazos y sierras y jaleo,

provenientes del sótano

y no llamó a la poli.

No deja de estorbarte tu presencia

en ese barrio pijo.

Esos putos vecinos que no entienden tu magnífica obra

y no la entenderían ni en un millón de años,

tu magnífica obra, la noche de la rabia y el desborde,

asesino tenaz de sacerdotes

y monedas.

Tal vez luego te inviten a una barbacoa.

Te dejas ya caer sobre la cama

y ese hedor a aguarrás entre los dedos

que empapa las almohadas y las sábanas como un saludo vecinal en masa,

como un asco de viejos en el porche, viejos amables, viejos sonrientes,

viejos que adoran las armas de fuego,

como un asco dulzón de limonada y de charlas insulsas y hamburguesas

en el patio perfecto del vecino.

Tal vez te oyera alguien.