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La ballena de J

Don Jota, Erre, Jota, ballenero

recorre la cubierta caoba, su despacho,

aspirando la brisa, tan pura, tan salobre.

Las olas se desmayan a su paso

y él, con el oleaje, se desmaya.

Atrás dejó las flores, los jardines,

hoy sólo son lejanos recuerdos infantiles.

Ya la dama de noche no puede embriagarlo,

ya no pueden las sombras esconderlo

para llorar a solas sus nostalgias.

Surca los mares con angustia y fe.

Los surca y surca en busca de su blanca ballena.

En su despacho mide, una a una, las leguas;

y en su despacho, legua a legua, huye

su sueño, sin saber a dónde fue.

Teme perder con la fuerte galerna

el espumoso rastro de su cola hermosísima

y a veces en la noche, entre sueño y vigilia,

cree conocer coordenadas y rumbo,

pero siempre se funden en sus sienes tan tiernas.

Despierta cuando suena la triste campanilla,

al alba, con los pocos marinos de la guardia.

Otea la mañana gris, y grises las olas,

y siente que no llega su esperanza:

atusa con nostalgia su barba encanecida.

Ya nadie sabe cuánto tiempo hace

que dejaron atrás los mundanos cetáceos,

los cetáceos carnosos, los húmedos titanes,

y en la tripulación corren rumores

de un tesoro en su estómago gigante.

Don Jota sabe bien qué es lo que alberga,

lo sabe a ciegas, mudo enloquecido,

y sabe —deseante— lo que quiere:

en su vientre vivir, como Jonás,

su vientre enorme, su vientre florido.

Pasea misterioso catando el horizonte,

repasando una idea, cabizbajo y muy serio,

ajustando su párpado hacia un turbio secreto.

Despliega el catalejo un solo instante

y pone el vidrio donde el mar se rompe.

Lo guarda nuevamente, duda y lo despliega,

lo guarda y lo despliega, la duda complaciente,

e inspecciona las olas con demora,

la demora que sufren los amantes

cuando el sol de su vida no se enciende.

A una hora cualquiera de la tarde

desde el castillo de proa sonaron

gritos de avistamiento.

Jota Erre Jota, los ojos en ascuas,

arrolla la cubierta, lanzando por la borda

a un marino interpuesto en su deseo.

Confundida entre las espumas blancas

resopla sin temor a los vigías.

«¡Todo a estribor!», un canto, no una orden,

y sigue con su acorde henchido el pecho,

«¡En ti quiero vivir y hacerme verso

en el jardín de tus blancas entrañas!»

Jardín de su locura, jardín de negras malvas.

Enrosca el brazo en uno de los cabos

más recios de la amura de estribor

exponiendo su cuerpo a los mares y al viento.

Y su barba decrece, sus ojos lagrimean,

si será por la brisa, si será por su aliento.

Montan los ballestones —artilugios

de su propia invención— y lanzan

unos arpones gruesos con la punta encendida,

que iluminan el mar y su ansia iluminan;

pero caen en las olas, en las olas, las olas.

«¡Allí resopla!», gritan los marinos,

pero nadie lo sabe a ciencia cierta

mientras siguen surcando, torpemente y a ciegas,

y cruzan a remolque de una idea

los confines del mapa.

Siguen iluminando el cielo negro

y el mar, reflejo de flechas de plata,

enarbola las mechas que lo surcan doradas

encendiendo su rastro y avivando su pecho

y comienza animado a arrojar otros cuerpos.

Los pocos arponeros que le quedan

temerosos se suben a los botes:

reman estremecidos, y reman con alivio.

Reman no saben dónde, remando a toda prisa.

Don Jota permanece en la cubierta.

«¡Quédate ahí, memoria de los dioses!

¡Oh jardín oceánico! ¡Espera!

¡Engúlleme y ocúltame en tu cúpula!

¡Somos tú, somos yo! ¡Somos estrofa pura!

¡Poema puro! ¡Somos dios!»

Cuentan que trascendida, su imagen hoy ya muerta,

sigue surcando océanos buscando su ballena.