Las teclas de C
Un jinete polaco cruza el bosque
(los abetos altísimos de Schumann)
y cruza la espesura de la noche:
lleva un recado de Lodz a Varsovia.
Cruza piano plazas empedradas
con sordina de cascos y herraduras,
cruza vivace sendas insondables,
cruza y cruza una fuga sin retorno.
Ha cabalgado todas las praderas y campos
entre bemoles, fusas, corcheas y más fusas,
todas las avenidas y todos los caminos
mordentes inferiores y colinas agudas.
El caballo relincha un trino sostenido,
un trino inaguantable de unos veinte compases.
Debería hacer noche, alargar las cadencias,
pero cruza febril y en la corte lo esperan.
Lleva unas partituras, lleva un himno,
una nueva mazurca para el pueblo.
Azota a su corcel, lo azota, lo azota;
nubes oscuras, o cielo sin luna,
cargadas de estridencias, y fusas y bemoles.
El caballo aplasta tónicas y mediantes,
tónicas, dominantes, salta zanjas y octavas.
Cae la nieve a pedal, y caen calderones,
entre los altos abetos de Schumann
infinitos abetos, graves abetos, fusas y bemoles,
y más y más abetos, el galope de Schumann,
melodía de acordes y la nieve a pedal y la risa de Schumann
y el caballo sudando, y el jinete sudando, y la nieve a pedal,
más nieve y más abetos, más fusas y bemoles, más y más y más…
En un piso convulso de París
George Sand le pone paños en la frente.