CANTO I
Moledo y su silencio de payeses.
El aire ahogado propio de sus calles,
propio, tetas al aire, corazón
despierto, de sus límites callados.
Sus trigos vírgenes y su maleza
salvaje en los solares enrejados.
Los niños, entre restos de palés
y tejas y tochanas juegan (sueñan)
el mismo sueño que tuviera Malla
escondido en su torre de Gallecs
esperando al heraldo del Abad.
Un aire pegajoso entre sus carnes
—de niños tiernos y morenos—
que buscan fundamento a su cabaña
entre clavos aviesos a la sombra
de unas hierbas silvestres, de unas zarzas.
Malla esperaba en un rincón los cascos
de un caballo en el puente del arroyo.
No conocen, su fervor inmaculado,
el brillo retorcido y acechante,
gastado, de la punta de jeringa
(el chute que quizá soñó el Galea).
A pie de la torre, la mujer de Malla
ahuecaba la paja de sus camas,
ordenaba mechones de su moño,
sofocaba los grillos del verano.