CANTO XXX
Dulces están las uvas
en la más alta parra.
Dulces están las uvas,
¿Qué mano las llevara?
Cantan las viñas detrás del almiar
y canta Ihssane desnuda las vendimias
del cuerpo de su amado que, de pronto, turbado,
escupe balbuceos sin orden ni concierto:
“Debemos irnos, vida, mi hermano ya,
no me puedo quedar, el monasterio, él,
los sacos de la deuda, ya somos forajidos
mis hermanos y yo, ven, ven conmigo.”
Ihssane mira al muchacho con un enigma oculto
en la arruga del ceño, en el filo imbatible
de sus ojos forjados en la lógica.
“¿No? ¿No quieres venir? Tú y yo, solos, libres.”
Ella mantiene el filo implacable en los ojos,
los ojos que le siegan toda fábula
de un tajo.
Dulces están las uvas
en la más alta parra.
Sofía espera dentro de la casa.
DENTRO.
Seiku no había estado, apenas si soñado, y oye un canto de viñas
en el perfil de Baco y en las copas que lo esperan adentro,
las copas y las jarras llenas de otoño y parra,
llenas de usura. Ella
lo espera en el sofá del gran salón
rebobinándose un mechón de pelo
desnuda para él y para el tiempo
(Así lo piensa él en sus adentros).
Dulces están las uvas,
en la más alta parra.
Mir otea detrás de los arbustos la vendimia de Baco en su apetito,
recoge
la envidia de los cuerpos, las vides del deseo
de Atares y su Joan, con los ojos perdidos en el vino
de la ira,
embriagado en los pámpanos del fuego,
borracho en el fulgor de la pernada ciega de su honra,
de su honra de Baco alucinado en uvas, alucinado en vinos negros de furia y sangre
y racimos de Baco y vendimia embriagada,
vendimia y sangre, vendimia en sus cuencas
inyectadas en celos.
Dulces están las uvas
en la más alta parra.
Natalia se pasea romera por las máquinas
mientras hace su lenta procesión
por el problema de su novio tan
fofo, tan descuidado, tan metido
en su escafandra de poetas raros,
el retiro del cuerpo y de este mundo,
su mundo de ambos, su mundo felices,
su mundo de isquios duros y abductores,
y sexo a todas horas y lucha entre las sábanas.
Dulces están las uvas,
¿Qué mano las llevara?
Sergio se acerca mucho a la figura gacha
del Galea, cerrado como un erizo muerto
en el escaloncito de un portal de la Era.
Dormita jaleando el antebrazo,
jaleándole al mundo el picotazo
en la flexura sacra de su codo.
Sergio se vuelve, mira hacia los bancos
donde apenas asoma la nariz
de Pablo. “Ves, si’stá drogao, acércate.”
El Galea despierta de su sueño,
bracea en cruz, vocea su aspaviento:
“¡Fuera de aquí, chavales, a que os mato!”
Y se le caen dos mil pesetas de una mano.
Dulces están las uvas
en la más alta parra.
Dulces están las uvas,
¿Qué mano las llevara?
“Ya solo queda un cáncer en los besos
que no te he dado. Y en los campos viejos.”
Un hueco de caminos le corrompe
el rostro y los tendones, y se sienta
en la vendimia humilde de su vida
mientras espera que ella le haga un gesto,
pero el gesto no llega,
y se arruina en sus carnes un tumor
de nostalgia candente y de pereza,
en sus carnes por siempre forajido.
Le corretea en bragas por la boca
el sabor desmedido de la sangre
de su vacío otoño a todas horas,
nevado en las heridas del momento
como un siglo de telas y banderas.
Las vendimias y el vino de la alegría
que corrió en otro tiempo y que bebieron,
que han bebido ya nunca,
pero el teclado de sus huesos pisa
como una lluvia de demencia gris,
una llovizna gris, aciaga y cierta,
tan gris, tan cierta, tan aquella soga
que le espera en la rama
como un último verso sin canción.