CANTO XXII
Ya caen de las higueras frutos picoteados:
María entre las sombras del día los recoge,
encelada en las sombras, recortada en las ramas.
Malla angosta sus ojos, busca en el horizonte
sobre las negras lomas las estelas por venir,
los siglos por venir, los futuros aviones.
Y repara un momento en la figura gacha
de María en la sombra
como un mural pintado en la capilla humana.
Se levanta con un higo que le acerca en la palma
y al llegar hasta él lo abre como un nenúfar.
Un orgasmo de dedos pringados y de carne
de higo, y ponerse el jugo de los higos
en los labios del otro, en la boca del otro,
diez mil cielos de lengua, cielos de adolescencia,
con el rubor recién caído de los árboles.
En los setos orea la rabia, Seiku poda
los setos, les orea su rabia con el clac
de las tijeras, clac, en los setos, clac
de la rabia entre dientes, clac de las tijeras.
La niña pija mira, lo mira, lo comprueba,
supervisa la orden, caprichosa la niña,
la fiesta de la niña. Seiku no sospecha
el tamaño real del clac de su capricho.
Bajan horas y luces, revolotean horas,
rompen las luces tenues el cielo en las montañas.
Detrás del último seto se encuentra a la muchacha
espesamente blanca y el fulgor en el pubis.
Seiku es ojos abiertos, alondra y embeleso,
y le aprieta una angustia de óxido y pantalones,
de cinturón sellado y norias de quietud.
Ella sonríe y brilla.
María le extenúa los últimos caminos
de mermelada de higo y lo mismo hace Malla
apurando glotón las semillitas dulces
aún desperdigadas por toda su entrepierna.
Seiku como un manglar expandido en la hierba.
La chica admira el pene, su pene como un silo:
se le cae derrotado de admiración el belfo.
En el suelo, el belfo, arrodillado al mundo,
adora la raíz del monolito oscuro,
roza el cielo, ansía celeste su deseo.
Atares ya por fin no sabe más palabras
delante de su Joan que la esperaba entero.
Ella le desanuda la impaciencia de la camisa sucia,
él le sacude el polvo de los faldones negros,
le sacude el esparto ansioso de los pies,
le sacude sediento el aire acalorado
y se tumba la chica como ramas del roble
sobre el aguijoneo de las hojitas secas.
Y desoyen el canto de aquel condón usado
que será en esos mismos matorrales sin nombre.