CANTO VI
En la noche caldosa, el enjambre
de calor pegajoso se le cuelga
del aliento, le encharca los pulmones.
Pedalea pesadamente, frena
lo mínimo, por no perder la inercia.
Las duras cuestas; y el pedal, tan rígido;
y el asfalto, volcánico; las luces,
exhaustas; el pedal, duro; las piernas
melladas.
La carretera al fin le da un respiro:
arcenes anchos y bajada libre
para llegar a casa, llegar al
sueño.
En el portal, esperan; en los bancos,
esperan; en la calle en los pasillos,
esperan; en la plaza en el rellano,
esperan en silencio que una leve
brisa se lleve ese verano hostil.
En el salón sus compañeros ven
la tele, son titanes en penumbra,
piel de madera, narices de pera,
fláccidos ojos de carnero asado
y largas manos, setos invernales.
Acaban de dejar su cama libre,
puntualmente. Seiku se recuesta,
la piel le huele a brizna.
Las sábanas, lechosas y calientes,
deshechas;
la almohada, tibia y húmeda; la noche
va derramándose por la ventana.
Oye el grillo metido en el colchón
de los vecinos, los densos gemidos
de ella, y el grave silencio en manada.