CANTO XXXVI
Las tardes ya se vuelven noche, tarde
a tarde, más angostas, sube un vino
por los muros verdosos de la tarde,
los pámpanos resecos de la tarde.
Malla maldice al gordo Abad que le ha
separado a sus hijos, los ha echado
a los caminos, en una diáspora
de su sangre y la sangre de su abuelo,
una diáspora sin fruto sobre
el polvo oscuro y ruin de su hipoteca.
Su sangre es ya la de los forajidos,
su sangre es ya la ruina de su torre.
Roser maldice el tedio de su baja.
Ha sucumbido al pueblo, a sus torpes designios,
a los pasados siglos llenos de catedrales,
llenos de grandes piedras, y cargados de errores.
Ha sucumbido y ella sola se echa la culpa
y se observa al espejo y observa el gran engaño,
el milenario engaño de ser madre.
Se observa repentina sin su ego,
colmena ya del mundo, de su cuerpo,
dejada de la especie, vid para la cosecha
y pack indivisible o segunda unidad
a mitad de individuo.
María rompe a ver la tarde vino,
cansada de los ojos en ruinas del marido.
Observa la alegría de Atares y sonríe
también ella, también un día fue alegre,
joven y alegre y joven, y soñaba despierta.
Su marido también soñaba, pero no como ahora
que carga pesadillas en los hombros,
soñaba sueños dulces que luego le contaba.
Se emborrachan sus ojos en la tarde, Valeria
no encuentra la manera de decirle a su hija
que decida ella misma y le manda un suspiro
camuflado en el humo porque ella es y ha sido
la puta del marido, tan señor.
La ve, que no aprovecha las oportunidades.
La ve, lo tiene todo, no necesita nada
ni a nadie.
La ve, cómo tontea con la vida.
La ve, cómo malgasta su buena posición
y su ventaja,
su juventud y su talento en bruto.
Y se ve, su camino de rodillas o abriéndose de piernas,
bajando la cabeza,
callando siempre, callando sus réplicas.
Se ve en la prensa de su ego de otro
tiempo, su vida diminuta y débil,
su cuerpo usado de acompañamiento,
sus huesos tan hervidos en el vino agrio
de su causa de ayer, en la tinaja
de ayer.
Y la ve, lo desprecia todo, ve
que lleva su camino de huesos y de pámpanos,
las braguetas y el tedio y el asco por costumbre.
Ella no se ha inmolado para que su pequeña
ahora se convierta en la pija del tedio,
otra más, pero no sabe decírselo
y le exhala suspiros de angustia
en el humo sombrío del cigarro.
La tarde se decanta por las calles
con un hedor a mosto y a meados.