CANTO XXXVII
La noche cae como un misterio enorme.
Los niños van abriéndose paso por la espesura
del bosque, dos linternas, dos motas temblorosas
burlando la hojarasca y los troncos y el musgo.
Una masa de otoño espeso, fría, húmeda,
se filtra en lo más hondo de su niñez, los pierde
en una linde oscura del camino, no saben
dónde están.
Seiku contempla el rostro serio de sus compadres
que contemplan las pocas monedas en la mesa.
La dura escarlatina esparcida por todas
las cuentas de la casa, la angustia del recibo,
del menos,
y las pústulas rojas que quedan del dinero.
Se les ha aparecido la puta, la de todos.
Han caído en el miedo, con los rostros perdidos
en Jung, rostros a ciegas, en las hondas raíces
del terror de la tribu. Rostros sin ADN.
Están paralizados en el gas, en los dedos
largos y deshuesados, en la luz de unas formas
que fueron, que no son, no son, vapores, gasas,
Toulouse Lautrec sus miembros apenas dibujados,
rayajos de carbón y un embozo de rímel.
A lo lejos, un coche, pero no ven sus faros
en la espesura del tiempo.
Ella está allí, le caen churretes de la noche
en su rostro para los astros.
No les llega la vida para gritar siquiera,
solo caen las linternas. Una de ellas se apaga.
Les han cortado otra vez la luz, otra vez,
otra la luz. La noche se retuerce en sus venas,
en la penumbra dura de velas y negrura
barroca. Caravaggio en los ángulos negros
de la luz de las velas, en el ángulo trémolo
de un estertor del Greco, los contornos del Greco
crepitando en sus miembros, crepitando una oscura
tiniebla de pellejos, oscura norma oscura
de lunas y de huesos,
y el brillo blanquecino de los móviles.
La factura del mundo se cierne sobre ellos.