CANTO XXXIV
Ha aullado el ruiseñor
en la cumbre de Dédalo y la noche,
en la cumbre nevada del hiato y la ilusión.
Ha aullado un nicho de llanto y portazos de amor vencido en Creta.
Seiku escucha el desdén de Sofía caer en sus carnes de Ícaro,
en sus alas de Ícaro,
que ya no le hace caso, ni quiere recibir su negra polla.
Naufraga por pasillos muertos de primavera,
pasillos de granito y bestias de recuerdos,
naufraga sin Virgilio en el aullido negro del ruiseñor.
No entiende los motivos: ella era tan solícita, parecía feliz,
estaba siempre alegre,
pero Ícaro en picado por la pena y el llanto, en picado
por brechas de ilusión aturdida de nieve,
por brechas y caudales de primavera muerta y pena.
Mir Segundo, el gallo juvenastro, se revuelve en su cama sin pasillos,
minotauro vencido.
Ha aullado el ruiseñor por las paredes fúnebres de Creta,
por los pasillos grises del silencio.
Ha aullado toda la noche en sus carnes,
ha aullado
el contumaz desdén de Atares en su cresta y las paredes frías
del laberinto gris de su desdén de nuevo, su desdén
de siempre,
y gatea su orgullo por pasillos y primavera gris en las alas de Dédalo,
alas grises de Dédalo y portazos de amor vencido en Creta.