CANTO XXXIII
Desde una esquina del Longarón, ven
al vell Ramon, el rojo tullido tan simpático.
Lo ven que mira a todas partes y lanza un huevo
que se estrella en la puerta negra del Legionario,
ven
que sale claudicando a toda prisa.
“Senyor Ramon!”, le gritan los muchachos.
“Calleu, marrecs! Veniu a casa, vinga!”
Y se escurren con él a su humilde casucha.
En su lengua de ahora les explica,
mientras les pone leche y magdalenas,
de la curva y un coche a toda prisa,
de su pierna embestida a toda prisa,
de la fuga y la rabia a toda prisa,
de su boca embobada en una zanja.
Pero ay del fill de puta si lo encuentra,
ay si un día se lo encuentra por la calle,
que fue a Andorra a buscarse su venganza,
él tiene su venganza preparada:
la saca de un cajón y la pone en la mesa.
Los niños
se pierden en la negra espiral del revólver.
Ricolf, Gandolf y Gangalot esperan
en una linde el fin de la jornada
para seguir corriendo los caminos.
Un labrador confuso, que ha visto demasiado,
corre en sudores fríos por la era.
Los hermanos se miran y lo buscan,
lo buscan y lo buscan y lo buscan
hasta que dan con él,
dan con sus carnes, dan con su pellejo, dan
con sus huesos.
Y cae en un silencio de payeses
con los ojos vencidos de sangre, de ceniza,
vencidos de violencia en el camino,
tronchados de amapola en el camino.