Noches en Poderna

El viejo Joan Pere y el embrujo de la luna boscosa

La luna no va de tejado en tejado como acostumbra. Esta noche salta de árbol en árbol según la vieja usanza. Parece más feliz y salvaje que nunca y el viejo Joan Pere no sabe si se debe al aspecto indómito que le dan las agujas de los pinos o a la amplitud del cielo negro, a su alrededor, pero, en cualquiera de los casos, sus propios pasos sobre la tierra del camino no le gustan nada. Prefiere las pisadas seguras en el empedrado de la calle. Las paredes de las casas no esconden alimañas sedientas de sangre entre sus ramas. Tampoco es que haya lobos en los bosques de la comarca. Hace años que, en Poderna y sus aledaños, sólo quedan hombres. Lo peor que podría cruzarse en su camino a aquellas horas de la noche son los colmillos de un cochino jabalí. El viejo Joan Pere piensa que las ménades de su hijo son cosa muy antigua y pasada. Prefiere creer que no estuvieron nunca por allí y las imagina mejor al norte, infestando alguna región remota y extraña. Las gentes del lugar son generalmente pacíficas y buenas. Que él sepa, ninguna mujer del barrio masca laurel fuera de sí. Las amas de casa, como mucho, le echan algunas hojitas al guiso y hay quien las pone en el vino con buena mano, por el aroma que se desprende luego, pero, a poco que uno lo piense, después de la tercera o cuarta copa, uno no sabe si le están dando de beber láudano o vinagre de fregar los suelos. A ratos, el propio Joan Pere no sabe si viene o si va. La cuesta sigue yendo cuesta abajo, por el momento. Tiene que andarse con mucho ojo de no rodar por tierra con los guijarritos sueltos. A un lado del camino, hay un barranco de un humor negrísimo. Si se cae y no se mata, no lo encuentran en tres ó cuatro días, por lo menos. Mucho antes de salir en su busca, tendrían que preguntarse por él. Tendrían que echarlo de menos y el viejo Joan Pere se tiene por un trasto viejo al que ya no quiere nadie:

—No faich més que nosa, jo.

Nadie responde. A lo lejos, ulula la lechuza solitaria. La luna se ha parado en la punta de un abeto y dice que no da un paso más. El viejo Joan Pere no alcanza a imaginar si lo comprende o si está alucinando.

—Au, si sabés per què…!

La razón comienza en la puta Pura, que es una mujer muy ordenada y muy limpia y, pasadas las siete y media de la tarde, no le abre la puerta de su casa a nadie. ¡Con las ganas que él tenía de enseñarle su nuevo artefacto! Pero ella es ante todo decente y, a él, no le queda otra que respetar sus usos horarios. Él, de hecho, no perdona ni un minuto en el taller o en la fonda. Las personas, por higiene, se asientan sobre todo en una forma de proceder. El viejo Joan Pere ha pulido palmo y medio de madera de cerezo y le ha dibujado una cierta curva que tiene que ser, por fuerza, agradable a las hembras de la nación. En ca la Lleonarda estaban todas ocupadas, que recuerde. Según le han dicho, tenía que irse a dormir a casa, pero él ha tenido que estar deambulando un buen rato por las calles de abajo, sin saber qué hacer con los dientes de su calavera. Luego, como se había propuesto probar su artefacto en caliente aquella misma noche, ha debido salir de la vieja Poderna por la puerta de la muralla, camino de la fonda de na Margalida…

—Qu'és avon me trobo ara, oi?

Nadie responde. El viejo Joan Pere tampoco sabe del cierto si ha estado en un cuartucho helado con aquella bagasa o si lo ha pensado solamente. Recuerda que estaba muy canija y que le ha dado mucha impresión contarle las costillas bajo la piel, pero se siente muy capaz, a sus años, de estar rememorando los episodios de una pura fantasía. No sería la primera vez. Tampoco podría asegurar si se ha puesto los pezones de aquella muchacha en la boca o si le han dado un asco muy grande. Gracias a los vapores del tinto, el viejo Joan Pere da por bueno que le han dado muchísimo asco y que, luego después, ha pensado en chuparlos, lo que no significa que se los haya metido en la boca, al final. Es más, diría que, en ningún momento, ha subido la escalerita de la fonda de la mano de aquella Mariona. Si es que se llamaba así, si es que no se lo ha inventado, la muchacha ha tenido que decirle su nombre abajo, en el comedor, antes de quitarse toda la ropa. No recuerda para nada que se la haya quitado y, sin embargo, la ha visto echada en la cama, desnuda. El cuartucho estaba helado, sin duda. Puede que lo recuerde así de otras veces. A estas alturas de la tragicomedia, el viejo Joan Pere no discierne entre lo que ha podido suceder y lo que quiere que suceda. Poco le importa, la verdá. Él, si no se lo ha dicho antes, le acabará diciendo aquello de «bueno, he pensat en ficar-te aixòs a la vulva».

—Aixó?!

La chica de na Margalida le habrá pedido más cuartos. Y él se los habrá dado, está claro, por eso vuelve tan feliz de la fonda. Pero quizá no se encuentre tan bien, después de todo, porque él anda cuesta abajo y la puñetera fonda, si no se la ha tragado la tierra, sigue al fondo de la hondonada. Las casas, en ese sentido, son rotundas: no suelen moverse del sitio y el viejo Joan Pere siente que continúa bajando hacia la mismísima garganta del averno:

—És nit com la gola del llop, diantre!

Pero no se para un momento a pensarlo, como la luna en la punta del abeto. A lo mejor lo ha soñado todo. No durmiendo, sino en un vahído, mientras caminaba medio borracho por el bosque. Quizá lo ha visto pasar ante sus ojos, como una revelación, y lo ha creído verdadero, pero él diría que le ha costado horrores meter su nuevo artefacto en el coño de la pequeña Mariona:

—Si't fa mal, podem posar-hi una micona d'oli, dona.

También es verdá que puede haberlo pensado. Dado el palmo y medio de madera de cerezo, se ha tenido que prevenir con antelación sobre sus inconvenientes. Es más, después de oída, aquella parece una de esas frases que se traen preparadas de casa, pero juraría que el artefacto, a pesar de la curva que le había dibujado con tanto esmero, no calzaba bien en la vagina de la muchachita.

—Toca'n os.

Por poco, pero toca. Es algo que ya había contemplado en su momento. Cada mujer es un mundo y la bagasa de na Margalida es muy poquita cosa, al final. El viejo Joan Pere había tallado su nuevo artefacto con el pensamiento puesto en las proporciones generosísimas de la puta Pura. Su coño, no le cabe duda, se iba a calzar a la perfección el palmo y medio de madera de cerezo. La pobre Mariona, sin embargo, ha tenido que estar chistándole todo el rato. Si nunca estuvieron los dos encerrados en aquel cuartucho helado, tuvo que quejarse por fuerza. Y, si todo es fruto de su torcido magín, las protestas de la muchacha le han dado voz a un presentimiento suyo que le venía bullendo por de dentro, justo detrás del esternón. Al fin y al cabo, el viejo Joan Pere tiene miedo del fracaso y, en la medida que lo ve venir, no puede no prepararse para lo que vaya viniendo. Como aquel fuego que sorprende pasado el recodo. O el griterío de las voces, en la espesura de la noche. Si sus ojos le advierten correctamente, ha bajado mucho más allá de la fonda de na Margalida. Está ante el socavón donde brolla la fuente que llaman del Bou. Que no Boch. El viejo Joan Pere ha escuchado a sus viejos referirle historias negras de brujería en lugares recónditos como aquel. Algo sabrían, sin duda, pero un «boch» no es un «bou» y, junto a las llamas de la hoguera, no ve sino señoras mayores.

—Papa, les mènades sortien en correria les nits de lluna plena!

No hay ningún niño a la vista. Ni pedazos de animales por el suelo. El viejo Joan Pere se está quieto donde estaba. No se atreve a moverse. No se decide. No sabe si esconderse o volver por donde ha venido. Parece que antes tiene que volver a escuchar las advertencias de su hijo, el bachiller:

—I s'abraonaven a sobre dels hòmens que trobaven pels camins…!

—I què'ls hi feien, fill?

Las ménades devoraban los cuerpos de los hombres vivos. Con ira. Con furia. Con pasión. El viejo Joan Pere se está pensando lo de esconderse cuando se ha escondido detrás de unos matojos. Está muerto de miedo, diría, pero no es del todo miedo, que son más bien unas ganas tremendas de mear. Procede. Entre tanto fluye, pone el oído en el rumor de las sombras, a su alrededor. No hay nadie cerca. Las voces de las señoras bailan con las sombras del fuego en las paredes de la gruta. No siente lo que dicen, pero se le antoja que es una fórmula antigua. No parecen ni una canción, ni los versículos de un grimorio. El viejo Joan Pere se sacude la churra y sale de su escondrijo, más aliviado.

—Pues sembla que gebrará bé, aquesta nit.

Y sigue cuesta abajo. No considera un momento si el camino rueda hasta el cauce de la riera o muere junto a la hoguera de las brujas. Está tentado de tararear una coplilla de juventud, pero antes vuelve el pensamiento al número de las señoras que se juntan por las noches en la fuente del Bou. Cuenta nueve y le sobran siete para morder el polvo si se ponen burras. Se acerca a la lumbre. Saluda con la mano y, ante el pasmo de las mujeronas, habla tal que así:

—Jo sóc en Bersabuch, vostramo, i ne pres la pell d'aquest vellot pel camí, quan sentia que'm cridàveu…

—Oh! Nostramo és arribat!

—Nostramo és vingut!

—Oh! Oh!

—Oh!

—Calleu, que'n Bersabuch és aquí!

El viejo, «he-he», toma su sitio en el corro de las brujas.

—Re'de petons, avui. Re'de salutacions, donotes.

—Us hem enutjat, Bersabuch, nostramo?

—No'ncara, ni prou!

La abadesa, ante el enfado del vejete, se apresura a ofrecerle el culo.

—Preneu-me, Bersabuch!

—No per les parts súsias, bruixota!

—No?

—No, dic.

Y se sonríe, entre malévolo y divertido.

—Què teniu, nostramo?

—Una mala nit, c'hom diria bona!

—Oh! Oh!

—Oh!

—Però calleu, donotes. Hem sentit a dir que no hi trobeu contento ab mi, quan us ne prenc!

El espanto cunde en torno a la hoguera.

—Poso mes orelles en els gats, jo! Hem sentit a dir c'allò c'us llanso dins és fred i que som un plom de pesat, jo!

La vergüenza de verse descubiertas las alboroza a todas.

—Perdó, nostramo! Pietat!

—Oh, nostramo Bersabuuuch!

—Oh! Oh!

—Oh!

La abadesa se humilla a sus pies y clama:

—Porta'ns a fe'mal on vulguis, nostramo!

—Cridem la calamarsa, Bersabuch!

—Nem i matem un tocino!

—Enmetzinem-li la filla'l batlle!

—Jo faré contento de vosaltres aquesta nit, bruixotes. Heu dut el greix del nen?

—Sí, és aquí al pot.

—Teniu, Bersabuch.

La abadesa mete la mano en la tinaja y le ofrece un puñado de pringue fresca.

—Bé calrà que'n poseu molt d'això a les vostres parts, donotes. No som trist d'haver la pell pansida d'aquest vellot, malgrat no us fàciga cap servei. Fora la roba, filletes! Foragiteu-la tota! El vostramo Bersabuch posarà remei an aquesta blanura!

Mientras las mujeronas se prestan a descubrir sus carnes, el viejo se descubre sacando palmo y medio de madera de cerezo de la taleguilla:

—Cerco una dona per al meu llit enfernal!

—Oh, oh!

—Oh!

—I aquesta és la mesura exacte del meu penis dimoníac, donotes! Au, jagueu al terra, que de seguida sabrem en quina calça millor…! I després, molt més feliços, podrem ballar i saltar tots plegats!