El bachiller Joan Pere y el rapto de la doncella
lo descuidados que están los granados, por fuera. El bachiller Joan Pere trama saltar el muro a la manera de los bandidos del romance, pero, viendo la altura que acumulan las piedras, se le antoja que el salto cae de la parte de la leyenda y del cuento. Literalmente, los asaltantes debieron entrar por otra vía en el convento de las beguinas. De noche, y no por la mañana, como él. Probablemente se valieron de cuerdas y anclajes para trepar. Debían ser hombres fuertes, de brazo recio, y no como él. El bachiller Joan Pere, si no las mira, tiene las manos delicadas de una niña. Él las piensa mejor como las manos de un pianista o de un pintor de cámara. Por lo que sabe, considera y siente, la dureza de la vida le está gastando el alma y no el cuerpo. Si aquellos bandidos del romance pudieran ver la fealdad de sus cicatrices, lo tendrían por un igual y se asombrarían de su arrojo. Aunque el bachiller Joan Pere no se quiere autor de fechorías, como hombre, si las circunstancias se lo exijen, no duda en hacer lo que debe. A pesar de su carita de niño bueno, está dispuesto a entrar en la celda de l'Aldonça por la fuerza y tomarla en sus brazos. Antes mira entre las piedras del muro. Hay, en verdá, mucho hueco donde asirse. Podría intentarlo, pero el peligro está en la caída, después, cuando las fuerzas lo abandonen y resbale y se parta la crisma contra el suelo. El bueno de Garcilaso, al menos, ya tenía escritos los sonetos. Él no, así que comienza por rodear el murete. Tiene que haber algún modo de salvarlo. Dobla la esquina y…
—Qué fa vostè aquí?
—Ho-Hola.
—Hola. Bon dia, fill.
La mujerona, una monja enlutada y reprieta, le ha salido al paso con una cestita de mimbre bajo el brazo. Según advierte el bachiller Joan Pere, lleva recogidos unos cuantos espárragos, unos boletos blancos y algunas piñas piñoneras. Parece que trae también no poca mala hostia:
—I bé?
—Eh…
—Què té res?
—No, no.
—I doncs?
—Venía… Yo venía a veure a u-una amiga.
—Aquí?
—Sí.
—Ah. Pues vaya…
La monja le señala al fondo del camino, donde el murete dobla de nuevo.
—Vaya vostè per allí i truqui a la puerta, eh?
—Vale.
—Vaya, vaya. Vostè demani per la seva'miga allà.
—V-Vale. Gracias.
—Passi bon dia.
—Adéu, adeú.
El bachiller Joan Pere no se pregunta nada. Simplemente sigue las indicaciones de la monja, tuerce la esquina que hay junto a los granados sin cuidado y llama a la puerta del convento de las beguinas. Toc, toc, toc. Madera noble y muy robusta, por cierto. No responde nadie. Al rato, como sigue solo y fuera, lo vuelve a intentar. Pom, pom, pom. Justo después oye llegar unas sandalias sobre el empedrado y, tras tres vueltas de llave, lo recibe una monja muy malcarada:
—Ja, ja!
—Hola.
—Què volia, jove?
—Hola. Venia a veure a una amiga que vive aquí.
—Aquí? Qui?
—É-És una jove. Se llama Aldonça.
—Aquella noieta?
—Sí.
—Ara?
—Sí (si pot ser).
—Miri c'aquí tenim una norma molt severa i, a quarts d'una, esmorzem.
—Ya.
—Ni un minut abans, ni després…
—Vale.
—Bueno, pues no's quedi aquí palplantat, jove. Au, passi, passi…!
El bachiller Joan Pere entra sin falta. Pasa junto a la monja con la cabeza gacha y se detiene ante el augusto patio de las beguinas. La impresión es grande. Entre los cipreses picudos, se levanta un casalote antiguo, de dos plantas y mucho esplín.
—Jo sóc la Dolors, però no'm diuen ni Loli ni Lola, sinó la Cunegunda.
—Cunegunda?
—Això mateix. Vosté, si ha de demanar-me per res, digui'm senyora Dolors i prou.
—Dolors…
—No, jove. Senyora Dolors.
—Senyora Dolors i prou.
—Així millor. La seva amigueta no sé on és. Vagi a dins i pregunti a qualsevulla que trobi, que jo tinc molta feina.
—Vale.
«Au», la Cunegunda toma un senderito de romeros y desaparece. Poco después, cuando se pierden los pasos de sus sandalias en el empedrado, el bachiller Joan Pere se queda solo bajo el cielo otra vez. No se atreve a moverse del sitio. Literalmente. Intramuros, hay una patina de seriedad sobre todas las cosas y no es tanto el silencio roto de avecillas como la maiestas propia del lugar. El muchacho no se explica dónde está, pero siente que está puesta en alguna parte (si no en todas) y no se decide a moverse. Ese algo terrible (terribilísimo) que está por pasar allí no debieron percibirlo los bandidos del romance. Ellos, unos brutos de pliego de cordel, arrasaron el lugar sin miramientos y, aunque hubieran buscado con los dos ojos de la cara, no lo habrían encontrado nunca. El bachiller Joan Pere es diferente. Él va contra el hado a sabiendas. Sube la cuestecilla que conduce a la entrada del casalote sin ser notado y sorprende unas voces juveniles a través de una ventana abierta en la segunda planta… Es l'Aldonça?
—Aldonça?!
—Mani?
—Busco a l'Aldonça.
—L'Aldo?
—Sí.
—Aldo, et criden!
—Qui?
—No sé.
La muchacha del lunar sobre la boca se mete para adentro y, en su lugar, asoma la cabecita de l'Aldonça. El bachiller Joan Pere, ante su mirada de ojos limpios, siente que está mirando directamente a la cara del cielo y todo lo que le sale decir es «he venido a buscarte»:
—He venido a buscarte.
—Tu?
L'Aldonça tiene visto al chaval, de la calle, de la plaza, del barrio, pero no quiere preguntarse, ni averiguar, qué demonios hace allí, en el patio de las beguinas, pidiendo por ella. Ya lo sabe, de hecho. Al parecer, aquellas caras raras que le ponía el pobre chaval por los rincones de la vieja Poderna tenían el propósito de seducirla. O como se diga. Ella no ha sentido nunca interés por un hombre. Aunque ha crecido encauzada a casarse con un varón y tener hijos, no les ha echado nunca mucha cuenta. Y, puesta a escoger, no le valía con ninguno. El día que se cuestionó cuál sería bueno supo que ella no quería darse a ningún otro. Todo aquel asunto de entregarse a otra persona l'Aldonça no lo veía nada claro. Y, con entregarse, vale decir «toda entera». No le apetece. No es que quisiera meterse a monja de pequeñita, pero digamos que no le viene en gana relacionarse de ese modo con nadie. Ella prefiere, con mucho, andar a su aire, como las otras ideputas del casalote, aunque el chico, visto desde arriba, parece bastante majo. Después de todo, debe de ser un buen tipo si se ha llegado hasta el hogar de las beguinas a por ella. L'Aldonça siente una mijita de ternura en el pecho, por él y sus afectos. Al fin y al cabo, debe de quererla bien, si es que no la ama, y amar ya es decir mucho en la vida de uno. Lo escucha preguntar:
—P-Pots baixar?
—No.
Definitivamente.